El PSOE y Unidas Podemos
no tienen más remedio que entenderse. Porque la única alternativa a ese
acuerdo es una repetición de elecciones que podría ser fatal para ambos y
para la izquierda en conjunto. Se desconoce hasta qué punto han
avanzado las negociaciones entre ambos partidos. Sólo se sabe lo que
cuentan unos y otros y de eso no hay que fiarse mucho.
Además, el único
tema que han sacado al debate público, posiblemente porque es el más
accesible a la opinión mayoritaria, es el de la composición del
gobierno. Pero es seguro que hacer coincidir sus programas es un reto
tan difícil o más que ese. Con todo, están obligados a superarlo.
La
victoria socialista del 28 de abril se produjo gracias a una importante
movilización del electorado, sobre todo del de izquierdas, que también
permitió que Unidas Podemos obtuviera bastantes más votos que los que le
auguraban las encuestas. Esa situación no se repetirá en unas nuevas
elecciones. Todo lo contrario. Lo más probable es que muchos votantes de
izquierdas, del PSOE y de UP, se abstengan como castigo a la
incapacidad de esos dos partidos para ponerse de acuerdo.
Y ese castigo puede ser tan grande que hasta puede dar la
victoria a las derechas. Ni Sánchez ni Iglesias podrán hacer campaña
azuzando el miedo a Vox. Porque Vox da bastante menos miedo que hace
tres meses. Y porque los votantes les dirían que por qué no se han
puesto de acuerdo para cerrarle el paso cuando podían. Y también a las
otras derechas.
Cabe esperar que esos argumentos sean
lo suficientemente poderosos como para disuadir a ambas partes de
permitir que las cosas avancen hasta que no haya posibilidad de dar
marcha atrás. Y retrasar la solución del contencioso hasta que se
convoque una segunda sesión de investidura no tiene mucho sentido.
Primero porque un fracaso del primer intento sería un pésimo antecedente
que el nuevo gobierno no conseguiría fácilmente hacer olvidar. Segundo,
porque dos semanas es tiempo suficiente para acordar lo que sea. Y
tercero, porque la ciudadanía está ya demasiado harta de los políticos
como para que la sometan a un despropósito como ese.
Se
puede comprender que Pedro Sánchez quiera formar un gobierno monocolor.
En un país en el que siguen mandando los hábitos del bipartidismo, lo
querría cualquier otro dirigente cuyo partido hubiera doblado o
triplicado en escaños a sus principales rivales. Sánchez añade una carga
personal a esa actitud, la de sentirse un líder poco menos que
providencial, habida cuenta de su poco habitual trayectoria.
Además, la
eventual presencia de exponentes de Unidas Podemos en su consejo de
ministros no es una idea fácil de asumir. Porque es gente que no va a a
estar sometida a la disciplina del Partido Socialista, que es la regla
de funcionamiento en la que Sánchez se ha movido siempre. Y porque sus
ideas en materias muy importantes, especialmente las económicas y
sociales, pero también las que se refieren a la crisis catalana, pueden
ser, de partida, muy distintas a las del PSOE.
Pero
todos y cada uno de esos impedimentos se pueden superar si las cosas se
hacen bien. Si se acuerda un programa de gobierno bien articulado y con
objetivos claros y si se establecen mecanismos de funcionamiento interno
del gobierno que impidan interpretaciones partidistas sobre la marcha.
¿Por qué ese tipo de soluciones vienen encontrándose desde hace muchas
décadas en la mayoría de los países europeos y aquí no habrían de ser
posibles?
Ese gobierno se encontrará con problemas
para decidir, porque no pocas de las cuestiones que habrá de tratar son
muy problemáticas. Pero si las bases están bien sentadas y existe un
mínimo de lealtad entre las partes, esas dificultades se podrán ir
superando. Negociando, como se hace todo en política. En algunos
gobiernos regionales se ha conseguido. ¿Por qué no debería también
lograrse en el central? Será un reto, una puesta al día, pero no hay más
remedio que abordarlo.
Cabe aquí una conjetura. La de
que Unidas Podemos sea un socio fácil de llevar una vez que haya
obtenido su objetivo principal, y por el momento el único del que ese
partido habla en público, que es el de que su líder forme parte del
gobierno. El argumento con el que Pablo Iglesias en privado y alguno de
sus colaboradores on the record sostienen esa
reivindicación no es demasiado contundente y sí muy subjetivo.
Dicen sin
recato que esa es la condición necesaria para frenar la crisis de
Podemos y su caída electoral. Que si el PSOE los trata como unos
segundones muchos de sus seguidores se preguntarán para qué sirve su
partido.
Démoslo por bueno. Pero no por cerrado.
Porque también esa exigencia se puede negociar y acordar sólo en parte.
En todo caso, ya puestos, sería mejor tener dentro al jefe que a un
subordinado que tendría que consultar cada paso que diera.
También
es cierto que en el PSOE no hará mucha gracia facilitar la salvación de
Podemos, en el supuesto de que la presencia de Pablo Iglesias en el
gabinete fuera la piedra filosofal que se dice. Porque no hay que
olvidar que UP es el principal rival electoral de los socialistas, que
su caída en los últimos años es casi correlativa al ascenso del partido
de Iglesias y su recuperación más reciente igualmente correlativa al
deterioro de éste. Hasta el punto de que algún malévolo sugiere que una
repetición de elecciones sería la mejor manera de hundirlo para siempre.
Esperemos
que Pedro Sánchez no sea de los que piensan en esa onda. Y que, aún
cuando es muy posible que a él le gustara otro tipo de socio, termine
comprendiendo que son habas contadas. Que Ciudadanos está en otra
galaxia, al menos por ahora, y que no tiene sentido siquiera plantear la
posibilidad de un acuerdo con el PP.
Que no va a tener más remedio que
ponerse de acuerdo con Pablo Iglesias y que sólo un milagro podría
evitar que la abstención de Esquerra Republicana le permita acceder a la
presidencia. Con todo lo que eso significa. La pregunta del momento es
la de si el líder socialista tiene el coraje y la capacidad política
para superar esos retos.
(*) Periodista
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