El año 2018 se acaba y nos deja la sensación de que la realidad nos
empuja inclemente a pocos metros de un abismo que no sabemos si sabremos
sortear. Mi naturaleza no es apocalíptica, muy al contrario, pero no
dejo de pensar en que el futuro del planeta está en manos de cuatro
imbéciles a los que les importa bien poco el futuro del planeta.
Tal vez
siempre haya sido así, pero ahora tienen más recursos tecnológicos para
acelerar el final. Dicho esto, exijo a mi carácter optimista algunas
razones para celebrar este año carcamal y encuentro, como siempre,
algunas experiencias artísticas reveladoras.
Una de ellas me la
proporcionó la película Roma, de Alfonso Cuarón. Me irrita el
arte que solo pretende adoctrinar, pero ocurre a veces la maravilla de
aprender algo que se te muestra sin olvidar que toda historia también es
una experiencia estética. Lo que aprendí con Roma, o lo que Roma confirmó valiéndose de un lenguaje visual y acústico poderosamente poético, fue que hasta para la desgracia hay clases.
La historia confronta la vida de Sofía, una mujer de clase media
alta, madre de cuatro niños, con la de Cleo, la sirvienta de la casa.
Cuarón, que construye el cuento con sus recuerdos de niño, se entrega a
seguir los pasos de esa criada, casi adolescente, que trabaja sin tregua
para que el hogar funcione.
Cleo, lejos de su pueblo, entrega todo su
amor a esos niños a los que acuna con nanas en mixteco, su lengua
indígena. Tiene la delicadeza el director de describir un mundo de
privilegio en el que nadie reparaba en el esfuerzo físico y anímico de
unas muchachas que, alejadas de su lugar de origen, atendían con la
fuerza de cinco electrodomésticos los caprichos de los señoritos.
Me
recordó a ese momento en las memorias de la fotógrafa sureña Sally Mann,
cuando confiesa que habiendo crecido a los pechos de una tata negra
jamás se preguntó cuáles eran sus necesidades, ni si echaba de menos a
sus hijos cuando acunaba a los hijos de la señora. Si a los niños no se
les educa en la justicia social, ¿cómo van a comprender que están siendo
clasistas?
Cleo y su señora, Sofía, sufren a lo largo de la película sendos
desengaños amorosos. Eso de alguna manera las aproxima, como suelen
acercarse las mujeres que sufren desengaños en el marco de una sociedad
que no exige a los hombres el mismo compromiso para abordar los deberes
familiares. Son víctimas las dos de una sociedad machista, cruel por
sistema con las mujeres, pero inevitablemente su origen social las sitúa
en universos que no llegan a rozarse.
Cleo es pobre, depende de la
bondad de la señora; es indígena, lleva escrita la postergación en la
piel; Cleo no tiene recursos para plantearse una vida libre e
independiente: seguirá velando el sueño de los niños ajenos. Tal vez un
día encuentre a un hombre con el que tenga los suyos propios, pero
también su suerte estará cautiva de cómo la trate ese tipo que de ser
amoroso puede transformarse de pronto en un cabrón.
En este presente en el que tanto se cuestiona la educación que habría
de prepararnos para ser justos y considerados hay que apelar a ella
todavía con más encono. Con lo fácil que es mostrarle a cualquier niño
cómo influye en nuestro bienestar la casilla de salida de la que
partimos. Y no es adoctrinamiento, como suele decirse. Es tan fácil como
enseñarle a valorar la desgracia ajena tanto como la propia.
(*) Escritora
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