Alguien debería echar un vistazo urgente a la tabla que se exhibe en la
sala capitular de la Abadía de Las Huelgas de Burgos, titulada 'La
Virgen de la Misericordia con los Reyes Católicos y su familia'. Para
mí, que el personaje que habitualmente ocupa el ángulo superior derecho
ha debido escaparse del cuadro. Sólo eso explicaría la virulencia de la
cacería desatada contra el pasado académico de nuestros líderes
políticos.
La obra es un óleo sobre madera, de finales del siglo XV, atribuido a Diego de la Cruz.
Mide un metro y medio de alto y un poco menos de ancho. Representa a la
Virgen, extendiendo un enorme manto protector para albergar, por un
lado, a Isabel, Fernando y sus hijos, junto al cardenal Mendoza;
y, por el otro, a la congregación de monjas, con la abadesa -y hermana
del cardenal- al frente. Dos demonios amenazan a todos desde arriba. Las
acciones del de la izquierda son muy evidentes porque arroja, con saña,
largas flechas, contra las personas reales, que la Virgen intercepta y
retiene entre sus dedos.
Mucho más inquietante, sutil y taimada es la
conducta del diablo de la derecha que, como digo, ya no debe estar en su
sitio. Que alguien lo compruebe, por favor. O que avisen a la
Asociación de la Prensa, si lo ven por la calle. Es un demonio narigón y
oscuro como el azabache que camina encorvado, de perfil, acolchando la
pisada, como si quisiera pasar desapercibido. Lleva a su espalda un
fardo de voluminosos libros, sujetos por un cordel, y en su rostro se
dibuja la más maléfica de los sonrisas.
Todos los que alguna vez habéis pergeñado algo con
pretensiones literarias, o simplemente recurrís como medio de expresión a
la escritura, conocéis mucho mejor a ese demonio de lo que,
probablemente, os imagináis y de lo que, seguramente, os gustaría; pero
muy pocos sabéis su nombre. Amanuenses legañosos, copistas despistados,
redactores rutineros, tribuletes agobiados, directores megalómanos,
portadistas sin ambages, estudiantes perezosos, alumnos de másteres
presenciales a distancia, doctorandos chapuceros, plumíferos digitales
todos, os presento a Titivilo.
La historia de este demonio, que se pierde en los
tiempos medievales, es el mejor ejemplo de hasta dónde llega el efecto
bumerán en el viejo dicho de que "las armas las carga el diablo". La
apelación a Titivilo, como demonio de las erratas, fue, inicialmente, un
mecanismo defensivo de los monjes que copiaban cada ejemplar de un
manuscrito, para justificar sus equivocaciones. Que cometían faltas de
ortografía, la culpa era de Titivilo. Que se distraían y al mejor
escribano le caía un borrón en el texto, la culpa era de Titivilo. Que
se dejaban arrastrar por el subconsciente y, en la edición de la Biblia
Maldita, la omisión de una palabra convertía el séptimo mandamiento en
"cometerás adulterio", la culpa era de Titivilo.
Estábamos, pues, ante un antecedente de "los duendes
de la imprenta" que tantas veces sirvieron de coartada a periodistas y
autores durante los siglos de la era Gutenberg. Pero
tanto fue el cántaro a la fuente, tanto se apeló a Titivilo para
justificar torpezas y perezas, que el personaje fue mutando, en la
imaginación popular y en la propia literatura, hasta convertirse en el
diablo recolector de cuantos tropelías se cometían a través de la
escritura.
Esa es la actividad en la que se le representa, en la tabla del monasterio de Las Huelgas.
Cual trapero de fechorías literarias, Titivilo va echándose a la
espalda los pecados consumados mediante la pluma, con objeto de
depositarlos en el infierno, bajo la custodia de Lucifer y Belfegor, para que aguarden allí a sus perpetradores, el día que toque ajustar cuentas con ellos.
No es de extrañar que, cada vez que Titivilo inicia
su vendimia, tiemblen las reputaciones y una sensación de precariedad y
caos se instale en todos los ámbitos de la vida pública. ¿Qué errores
ortográficos, gramaticales, sintácticos, estilísticos o fácticos no
habré cometido?, ¿en qué hurtos, apropiaciones indebidas, glosas
mezquinas, atribuciones incompletas o citas mal referenciadas no habré
incurrido?, se preguntan, entre sudores fríos, cuantos ven aproximarse
la sombra del demonio de los libros.
Cual si fuera la Agencia Tributaria, Titivilo
segmenta sus campañas de inspección, centrándose en los colectivos con
perfiles más proclives a esa mezcla de dejadez, impostura y fraude que
los padres de la Iglesia bautizaron como acedía. Antes o después, tenía
que ocurrir que los trabajos universitarios con que los jóvenes
políticos fueron labrando la escalinata de sus inflados prestigios,
quedaran bajo la lupa de su escrutinio.
Así es como se desencadenó lo que empezó siendo el
vendaval de los másteres regalados, para mutar esta semana en el
vendaval de los plagios. Por eso, como dice una de las canciones más
canallas de Aute, "cae fuego en lugar de maná, se disfraza el asfalto de mar, el zapato no encuentra el pedal, parece que anda suelto Satanás".
El denominador común de los casos de Cifuentes, Casado, Montón y Sánchez
es que los cuatro eran ya políticos profesionales cuando obtuvieron sus
cuestionados honores académicos. Es decir que no estaban preparándose
para la acción, sino adornándola con oropeles curriculares.
El propio presidente del Gobierno reconoció en su comunicado de Facebook
lo que les pasaba a los cuatro: "No he tenido tiempo de investigar".
Por eso su tesis doctoral es un tocho, sin aportaciones singulares ni
lustre alguno. Pero la falta de originalidad de una obra no la convierte
en un plagio. Tampoco la desaparición de las comillas en algunas citas
mal referenciadas. Eso es una falta de urbanidad académica, no un
plagio. Excepto en el sentido antropológico, invocado por D'Ors, cuando decía que "todo lo que no es tradición, es plagio".
Ahora ya sabemos que si Sánchez no quería que se divulgara su tesis, era, precisamente, por su autenticidad. Da en el clavo Cristian Campos,
cuando alega que el hecho de que "las tonterías sean suyas" no debería
tranquilizarnos, sino todo lo contrario. Pero quienes, con precipitación
y brocha gorda, le acusaron de plagio, le han hecho el impagable favor
de colocarle en posición de víctima de una acusación falsa.
El rizo lo riza la imputación de autoplagio, como
si no fuéramos todos nuestra propia reproducción en el espejo de los
días. Claro, que muy poco tiene que ver el sublime autoplagio constante,
digamos de Umbral, con el de la prosa administrativa de Sánchez.
A juzgar por su autoproclamado orgullo como doctor,
nada le gustaría tanto al presidente como poder aplicar a la
metamorfosis de sus artículos sin olor, en su tesis sin color y su libro
sin sabor, la cínica definición de plagio de Ambrose Bierce, tal y como consta, precisamente, en su Diccionario del Diablo:
"Coincidencia literaria entre una prioridad carente de mérito y una
posteridad honorable". Pero tan garantizado tiene lo primero, como
imposible lo segundo.
Mi pronóstico es que eso mismo quedará en evidencia
en relación a Casado, cuando el Tribunal Supremo, de acuerdo con la
propia doctrina de la fiscalía, tumbe las temerarias calificaciones de
la jueza Rodríguez Medel y deje claro
que un alumno enchufado no es un delincuente. La desmesura de las
acusaciones periodísticas va a amortiguar, en ambos casos, la indudable
laxitud evaluadora y la inaceptable endogamia que proporcionaron a
Sánchez la calificación de cum laude y a Casado el máster con
sobresalientes. Pero ni el uno ni el otro podrán alardear nunca de
méritos académicos.
Mientras en los casos de Cifuentes y Montón hemos
visto materializarse, en sentido más o menos figurado, con un nivel de
drama u otro, el mito de Marnie, la ladrona, todo indica que en
el de Pablo Casado, como en el de Sánchez, lo peor de los trabajos es
que los hizo él y sin prestarles demasiada atención. Deben ser una
auténtica birria y por eso se resiste a mostrarlos, con la coartada de
la judicialización.
Ni Sánchez es un plagiario, ni Casado un
delincuente. Ninguno de los dos debería tener que dimitir por esto.
Ahora bien, una vez se acalle el demoníaco estruendo y se disipe el
satánico olor a azufre, tendrá todo el sentido debatir si es la excesiva
dependencia de las universidades, tanto públicas como privadas, de las
decisiones de los políticos, lo que les lleva a ser tan
condescendientes, cada vez que uno de sus alevines asoma por sus aulas.
Esa terminará siendo la utilidad real del golpe de mano de Rivera,
cuando en la sesión de control del miércoles le cambió la pregunta, el
paso y el color de la cara, a Sánchez, al poner en solfa su tesis
doctoral. A la vista del provisional desenlace, fruto de la
sobreactuación mediática, cabría preguntarse si no ha terminado siendo
un paso en falso que permitirá acusar al líder naranja de contribuir a
trastocar las prioridades nacionales, dilapidando esfuerzos en
cuestiones secundarias.
Incluso cabría preguntarse si no habrá sido que
Titivilo eligió el cuerpo de Rivera para manifestar su celo y agitar las
aguas del conformismo hasta provocar un maremoto. El hecho de que el
impropio uso en su currículo de la expresión transitiva "doctorando" se
haya vuelto contra él, avalaría esta teoría pues, ya se sabe, que el
diablo se revuelve enseguida contra aquellos a los que posee.
Y si, al
llegar a este punto, alguien pretende tranquilizarnos con la noticia de
que acaba de comprobar que Titivilo sigue recluido en el ángulo superior
derecho de la tabla del monasterio de Las Huelgas, yo le diría que no
se confíe, que las apariencias engañan, que mire a ver si la pintura
está fresca. Podría tratarse de un plagio.
(*) Periodista y editor de El Español
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