La derecha y buena parte de la izquierda
españolas evidencian una relación esquizofrénica con Franco. Son
franquistas porque no quieren que se toque nada del legado del Invicto,
en piedra, títulos de nobleza o ceremonias hagiográficas; son
antifranquistas porque quisieran que ese legado se purificara del vicio
golpista de origen y se identificara con los valores comunes de un
Estado de derecho porque sí, por arte de magia.
Ahí
están todas las fuerzas del orden, vivas y muertas, levantando bandera
contra la exhumación del caudillo. Se manifiesta el nieto, línea directa
con el fundador. Rivera se lava las manos como Pilatos. El PP en la
querencia al Constitucional, ese prodigio de sabiduría jurídica e
independencia de criterio. Es tal la movilización para frenar este
desahucio de los revanchistas que hasta los militares han escrito una
carta que el gobierno anda investigando. La iglesia es contraria a sacar
a Franco.
Así lo piensa el prior del Valle de los Caídos, Santiago Cantera Montenegro,
aguerrido candidato de la Falange en las elecciones generales de 1993 y
europeas de 1994. De los medios, ni hablemos. La salida de Franco ahora
es un abuso, una parodia, una nube de humo, un ultraje, una revancha,
un desatino.
Franco
es el fundador de la España contemporánea y, mediando ciertos
protocolos, del régimen de 1978. Políticamente hablando es el padre de
todos los españoles. Pero he aquí que estos no lo han matado.
Físicamente, murió en el lecho. Su aura se proyectó más allá de su
muerte en las instituciones. Lo decía Jesús Fueyo, "después de Franco,
las instituciones".
Quizá por eso el dictador no lo nombró nunca
ministro. No por las instituciones, sino por el "después". De forma que
ni vivo ni muerto Franco han seguido los españoles el ejemplo de Edipo.
No han matado al padre. La transición consistió en el intento de
democratizar el franquismo. Y el franquismo ha devorado la democracia.
Desedipizar
la sociedad decían Deleuze/Guattari hace casi medio siglo, en 1972,
para dar en los morros a Lacan. Desedipizar para que la gente pueda
ocuparse de cosas importantes de verdad. Suena un poco al discurso
mistificador de las derechas (lo importante y lo accesorio, etc.), pero
no hay inconveniente en aceptarlo de buena fe. El problema no está en la
conveniencia u oportunidad, sino en su factibilidad. Para desedipizar
hay que matar al padre.
Y ¿qué era lo que más quería el padre? La unidad de España. Así se lo pidió a Juan Carlos en su lecho de muerte,
mandato que este cumplió, retirándose a tiempo, feliz propietario de
una substanciosa fortuna. El nieto se enfrenta hoy a una crisis del
sacrosanto mandato y no parece ser capaz de resolverla. Ni él ni sus
obedientes súbditos. Porque tendrían que empezar matando al padre. Cosa
fácil, por lo demás.
¿Cómo? Aceptando que los catalanes ejerzan el derecho de autodeterminación.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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