La semana pasada se había llegado a la asfixia. La tensión política
era brutal, la gente estaba angustiada y el horizonte económico era cada
vez más negro. Más de 1.000 empresas, empezando por los dos bancos catalanes, habían concluido que su futuro exigía trasladar su sede social fuera de Cataluña.
Estábamos en un callejón sin salida. El 55% de los catalanes, frente al 40%, afirmaba que el resultado del conato de referéndum del 1 de octubre no justificaba una declaración de independencia, y solo el 24%, contra el 66%, aprobaba una intervención a través del artículo 155 de la Constitución (encuesta de 'El Periódico de Cataluña'). Y lo más probable -y lo que sucedió- era que hubiera al mismo tiempo declaración de independencia y artículo 155.
Una gran mayoría (el 69%) pedía a Puigdemont que
pusiera el contador a cero y convocara elecciones. Todo menos el
enfrentamiento a cara de perro entre catalanes y entre el Gobierno de
Cataluña y el del Estado. Y hubo un pacto frágil -trabajado por el
'conseller' Santi Vila, por catalanes de la sociedad civil, por el PSC y Pedro Sánchez, y que tuvo la mediación y la garantía de lendakari Urkullu- que finalmente fue aceptado en la madrugada del jueves por ambas partes: Puigdemont convocaba elecciones y Rajoy no aplicaba el 155.
Pero al final -con la rueda de prensa de anuncio ya convocada- Puigdemont dio marcha atrás. No se atrevió a enfrentarse a los independentistas radicales ni a ERC y un irresoluto Junqueras. Decidió seguir con la excusa de que Rajoy no había dado garantías.
Fue un error monumental. El separatismo se guio más por obsesión que
por el 'seny' ante los graves daños institucionales y económicos que
podía provocar.
He sido muy crítico con la escasa comprensión que el presidente Rajoy -que pisa poco Cataluña- ha abordado desde 2006 el conflicto catalán, pero es obligado reconocer que el viernes tomó la decisión menos mala: suplir el fallo de Puigdemont y usar el artículo 155 solo para 55 días y convocar elecciones.
Y la reacción posterior en Cataluña ha sido de cierta recuperación de la normalidad.
Muchos catalanes están cabreados o molestos por la intervención de la
Generalitat pero no dejan de reconocer, por activa o por pasiva, que las
elecciones era la solución menos mala… y que Rajoy las convocaba porque
Puigdemont no lo había hecho. Además, ¿podía Rajoy no respetar el
espíritu de un acuerdo intermediado por Urkullu -del que depende para
aprobar los presupuestos- y respaldado por Pedro Sánchez, cuando no ha dejado de decir que para aprobar el 155 el respaldo del PSOE era imprescindible?
Por otra parte la declaración de independencia contra el criterio de los letrados del Parlamento catalán, sin discurso del 'president' que la consagrara, en votación secreta buscando la clandestinidad, y con los diputados de la oposición volviendo a abandonar el hemiciclo (como los pasados 6 y 7 de septiembre
cuando se aprobaron las leyes de ruptura) fue todo menos alegre y
festiva. Cierto que unos cuantos miles la celebraron por el centro de la
ciudad, pero no hubo entusiasmo y las redes más fieles de WhatsApp
estuvieron significativamente silenciosas. La independencia llegaba tras
un gran atracón de días históricos, y exceso de unilateralismo que
acabó no gustando a muchos de sus partidarios, especialmente a los más
conscientes de que Cataluña se adentraba en un terreno peligroso.
Por eso -atracón de emociones, temor al futuro y convocatoria electoral- la sociedad catalana reaccionó con calma. Y en muchos sectores con sensación de alivio.
El sábado por la mañana me encontré con un prestigioso intelectual, no
independentista pero irritado con el 155. Tras constatar que no había
rastro ni de la tan anunciada rebelión en las calles (el dirigente de
una organización nacionalista presumía pocos días antes de tener un
ejército de 40.000 soldados dispuestos a todo) ni de desobediencia
civil, me contestó: veremos qué pasa el lunes, en especial en la
universidad.
El lunes no pasó nada, quizás en parte porque los dirigentes separatistas no incitaron.
Lo más relevante fue la impresionante foto de Reuters en la que se ve
una plaza San Jaime en paz y delante del Palau de la Generalitat algunas
cámaras de TV y dos novios, convenientemente vestidos para la ocasión, paseándose con despreocupada felicidad. Nada de país en llamas. felices. Pero entre el sábado y el lunes llegó el domingo con una gran manifestación (300.000 personas según la Guardia Urbana) de afirmación de los que creen que Cataluña es España. Y el vibrante discurso de Josep Borrell
poniendo de relieve que Puigdemont no podía hablar en nombre de toda
Cataluña y que Junqueras había demostrado una gran inconciencia al decir
que no pasaba nada mientras las empresas cambiaban de sede social fue muy aplaudido.
Y 'Le Monde' el fin de semana no dudaba en sentenciar: “La república
catalana ha durado pocas horas… y la UE y sus principales estados han
reafirmado su apoyo al Estado español… la poca preparación (de los
dirigentes independentistas) sobre lo que sería institucionalmente,
económicamente y diplomáticamente la república que querían alumbrar ha
puesto de relieve una impresionante inmadurez política”. Y, claro, el espectáculo del presidente Puigdemont y de cinco 'consellers' saliendo en coche hacia Marsella para volar luego a Bruselas y
proclamar allí que volverían a España si tuvieran garantías de un
juicio justo no habrá mejorado el juicio de la opinión europea. Un gran
observador de la vida catalana -partidario de un referéndum de autodeterminación-
me decía que la independencia se estaba pareciendo más a un nuevo
espectáculo de la famosa compañía teatral La Cubana que a algo serio.
¿Qué va a pasar ahora? Una buena noticia es que los partidos independentistas -incluso Puigdemont- aceptan participar en las elecciones autonómicas convocadas según la legalidad española. ¿Es el inicio de una rectificación o como mínimo de una reprogramación? ERC -que según las últimas encuestas
será el primer partido- parece sumida en una gran confusión tras el
deslucido papel de Junqueras las últimas semanas. El que tenía que ser
el gran líder se ha desinflado.
Síntomas más alentadores vienen del PDeCAT. Santi Vila, el dirigente del ala moderada que dimitió antes de avalar la independencia, quiere ser candidato y ayer admitió en una entrevista con Jordi Basté (en el programa líder de la radio en catalán) que no sólo no había legitimidad suficiente para proclamar la independencia
sino que este objetivo -válido- debía hacerse siempre por medios
legales. Puso de ejemplo al PNV y al escocés SNP. Y llegó a decir que
“algunos de mis compañeros de gobierno no han engañado pero han mostrado
una ingenuidad sorprendente para la edad que tienen, quizás una especie
de autoengaño sobre que la independencia se podía obtener de una forma
rápida, fácil y sin costes. No podía ser así y a los hechos me remito”.
También la coordinadora del PDeCAT, Marta Pascal,
reconoció ayer errores en la actuación del partido, aunque no fue tan
lejos como Santi Vila en su intención de desmarcarse con claridad de las
tesis más radicales de ERC. Y la actitud del PDeCAT puede ser clave si abandona el frentismo
y se abre a gobiernos transversales. Ayer el CEO (el CIS de la
Generalitat) publicaba su última encuesta: ahora el 48,7% contra el
43,6% quiere la independencia pero hace dos meses las cifras eran las
contrarias (41% a 49%). Cataluña no puede estar pendiente de estos
porcentajes que oscilan algo pero poco. Necesita una síntesis
consistente en más autogobieno dentro de España que es por otra parte el
resultado que los catalanes quieren del 'procés' (46% contra 36% a la
independencia y 10% de lo actual). Y para esto una actitud menos
maximalista (más PNV) del PDeCAT sería relevante.
Es lo que pide al partido del que fue número dos Miquel Roca en su artículo semanal de 'La Vanguardia':
“La votación (del 21-D) lo que pondrá de manifiesto es el pluralismo de
la sociedad catalana; pero, en un segundo momento, lo que será imprescindible será cohesionarla alrededor
de un proyecto común, ampliamente mayoritario, transversal, integrador,
inclusivo”. Y añade “hemos incendiado la casa común, incluso podríamos
aceptar que muchos lo han hecho sin saberlo, de buena fe, convirtiendo
la ilusión y el entusiasmo en una agresión contra sensibilidades y
sentimientos tan respetables como los propios”. Traducción: Roca pide
que el PDeCAT abjure del frentismo y apoya a Santi Vila.
Pero el resultado electoral y el futuro dependerá mucho de la actitud
inteligente de España. No sólo de su gobierno sino del aparato del
Estado. Alfredo Pastor, profesor del IESE y secretario de Estado de Economía con Carlos Solchaga, hacía ayer un paralelismo de la situación actual de Cataluña con la de 1714 y
criticaba la resistencia inútil de los catalanes austracistas: “En toda
disputa puede llegar un punto en el que algo más fuerte -el odio, la
rabia, el orgullo a veces disfrazado de dignidad- se impone a la razón”.
Luego cita las memorias del duque de Berwik, cuyas tropas rindieron
Barcelona, que explica: “Si los ministros y generales del rey de España
(Felipe V) hubieran sido más comedidos en su lenguaje, Barcelona habría
capitulado inmediatamente… pero como no hablaban de otra cosa más que de
saqueos y ejecuciones, la gente acabó furiosa y desesperada”. Y sigue
Pastor: “Para los que vivimos en Cataluña, la descripción de Berwik
cuadra muy bien con la actitud del Gobierno del Estado en los últimos
cinco años. Estamos en lo que puede ser la tarde del 11 de septiembre de
1714. Por favor, esforcemos todos en no repetir la Historia”.
Claro,
en el siglo XXI saqueos y ejecuciones no habrá pero…Ayer tuiteé el
artículo de Pastor y lo apostille: “De lectura obligada en la Moncloa”.
Quizás me equivoqué. Debía haber puesto: de lectura obligada en la
Fiscalía General del Estado y en la Audiencia Nacional”. Al estado de
Derecho no le conviene cargar el espíritu de castigo de lo que Romanones
calificó como “la legislación vigente” contra Puigdemont.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia
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