martes, 7 de abril de 2009

Una murciana heterodoxa y sin estridencias / Paco Poveda

Conocí personalmente a Mari Trini en el otoño de 1971, cuando ya comenzaba a ser su carrera artística algo realmente importante, y tuve la suerte de que me invitase a cenar en su coqueto chalé de Majadahonda, donde vivía y trabajaba rodeada de una parte fundamental de su equipo. Toda una deferencia por su parte y un gran honor para mi al comienzo de mi profesión.

Era aquello el final del primer acto de una gestión cultural encomendada por mi condiscípulo Aquiles García Tuero, luego director de la Orquesta Sinfónica de la ONU, para conseguir de ella un concierto 'gratis et amore' en nuestro colegio mayor de la Universidad Complutense, tras mi éxito poco antes para conseguir lo mismo de ese caballero argentino llamado Alberto Cortez.

La verdad es que en éste caso sólo tuve que utilizar el pasaporte de murciano de origen, más que mis credenciales de periodista universitario, para poder traspasar sin mayor dificultad el umbral de un entorno de profesionales, que la tenia virtualmente secuestrada en todo su apogeo internacional. Y arrancarle de inmediato su conformidad para la fecha que mejor le viniese a ella.

No dudó en darme el sí a la primera e, incluso, la oportunidad de ser yo el que propusiera y decidir Mari Trini luego, sin consultar siquiera la agenda con una antipática secretaria, francesa y rubia, a la que pronto noté que no le hacía ninguna gracia tanta exaltación regionalista, hasta el punto de distraer un buen rato a la artista respecto de sus prioridades cotidianas como máquina de hacer dinero.

La actuación rebosó, luego, en el colegio mayor 'Alcalá' todo lo imaginable. Uno de los que más aplaudió, recuerdo, era un joven estudiante asturiano de ingeniería, Francisco Álvarez Cascos, gijonés recalcitrante y años después vicepresidente del Gobierno sin dejar de ser él mismo. Allí estaban también otros residentes de nuestra región como José María Pérez-Milá, Agustín Bermúdez, Eduardo Ruíz Abellan, Francisco Ruiz Risueño, Salvador Ros Sala, Juan Ángel Zamora Pedreño... y tantos otros que la rodearon, orgullosos de su paisana triunfadora.

Esta mujer de Caravaca de la Cruz, nacida en el seno de una familia paterna, terrateniente y tradicional del Noroeste, o entónces Tierras Altas del Reino de Murcia, arrastraba todavía las secuelas físicas de una enfermedad infantil, que pudo superar con dificultad, pero también con mucho tesón y paciencia, tras ser tratada en Londres para luego seguir una larga convalecencia en la finca familiar de Singla. Por parte de una madre que le sobrevive, pertenecía a una conocida saga familiar alicantina, con cierto arraigo en Cartagena por la condición de marino de un tío carnal y padrino, Mateo Mille.

Murciana heterodoxa e internacional ya en aquella fecha, Mari Trini recordaba con cierta nostalgia las largas jornadas invernales en la campiña caravaqueña dedicadas a escribir versos y componer canciones a solas con su guitarra, junto a una ventana de vistas inspiradoras. Comenzaba su adolescencia y ambas cosas eran suficiente caudal del que brotaban sentimientos traducidos a música y letra por aquella jovencita.

La cena transcurrió casi toda hablando de Murcia, buscando amigos comunes tras su estancia de poco tiempo en una vivienda de la calle Alejandro Séiquer, frente al antiguo Gobierno Militar, repasando vivencias comunes en Caravaca al ser sus abuelos paternos vecinos colindantes de mis padrinos los Robles-Oñate junto al Camino del Huerto y frente al Templete de la Vera Cruz, y pese a cierta diferencia de edad puesto que ella había cumplido ya los 24 años y yo tenía 19, aparte de muchas menos vivencias personales y profesionales.

Recuerdo como se le iluminaba la cara hablando de sus primos, de sus tíos, de sus hermanos más pequeños, de sus abuelos, de sus padres, de sus veranos en San Juan de Alicante, de toda su familia. Creo que representé algo así como la excusa para un revival enmedio de tanto artificio, pasiones e intereses, que ya le rodeaban para exprimirla y aprovecharse de unos buenos sentimientos que, enseguida, pude percibir en esta mujer callada y algo tímida a consecuencia de esa enfermedad surgida en la pubertad.

Mari Trini era una mujer y murciana, como he dicho, heterodoxa. Los recuerdos de Murcia como lastre habían quedado atrás y se disponía a vivir la vida que había elegido, lejos de los convencionalismos y atavismos que aún hoy anidan y perduran en una buena parte de la clase media de nuestra tierra, a la que ella pertenecía de pleno derecho. Al igual que su paisano de Caravaca, Miguel Espinosa, esta cantante habia conseguido despegarse esa costra sin renunciar a una murcianía sin estridencias pero muy honda y sentida a su manera, hasta ser más auténtica que muchas.

En una ocasión tuve la oportunidad de acompañarle a un concierto veraniego en Almería. Esta vez la noté un poco harta de tanta parafernalia comercial y discográfica a su alrededor para una cantautora como ella. Yo le serví de excusa para relajarse y charlar un rato en un rincón del 'Gran Hotel' antes del concierto, y después de los ensayos en el patio del colegio 'La Salle', donde mi fotógrafo nos inmortalizó juntos a petición suya. Cuando le hice llegar el positivo ella misma lo bautizó como 'Dos murcianos errantes pero de verdad'.

Dejé de verla durante bastante tiempo y al enterarme de que había vuelto a Murcia para morir busqué con prudencia un encuentro en su casa de 'Altorreal', del que finalmente desistí para respetar su dignidad e intimidad de enferma sin solución de continuidad.

Ahora solo me queda este recuerdo y un ejemplo de murcianía 'pata negra', de los que animan a seguir en la brecha para conseguir que nuestra imagen colectiva en España y Europa sea radicalmente la contraria de la que llevamos transmitiendo desde hace ya demasiado tiempo.

La única buena noticia en un día tan triste y gris como el de hoy, es que el espíritu de Mari Trini se queda entre nosotros para siempre. Y a mí, personalmente, imborrable el recuerdo de nuestro primer encuentro y su desprendida generosidad con otro murciano errante.

Cuando a partir de ahora, desde mi ventana mire fijo a cualquier punto de la gran bahía de Alicante, me quedará el alivio de que sus cenizas yacen en el fondo y de que, al final, se ha convertido en otro más de sus moradores más ilustres. En mi próxima navegación a Tabarca no se me olvidará depositar en las olas esa flor que se merece y le debía desde hace tanto tiempo.

(Fotografía de José Juan Mullor)

1 comentario:

mary carmen dijo...

destellos de su humanidad sinceridad y autenticidad nos brinda esta Crónica . No se si es veraz documentación que sus cenizas reposen en Tabarca o es una reacción de emotividad . Gracias por compartir estos Recuerdos que nos devuelven un poco más su HUELLA . un abrazo muy maritriniano de su eterna fans Niña Mariel