sábado, 11 de octubre de 2008

Economistas, los hechiceros de la tribu / José Antonio Atanet

De todo aquel magma de normas y doctrinas romano-napoleónicas que configuran en España la carrera de Leyes solo retuve un concepto, a saber: que el Derecho sólo es un caparazón, un instrumento formal cuyo principal objeto es proteger la propiedad privada y la integridad física. al que solo puede validar la soberanía popular a través de sus representantes en el Parlamento.

No ocurre lo mismo con la llamada ciencia económica que, parapetada en una hipotética objetividad incontaminada, con el auxilio de la estadística y la cuenta de la vieja, está fuertemente mediatizada por los mandatos y la verborrea de sus oficiantes, quienes pretenden elevar sus tan artificiosas como erróneas construcciones especulativas a la categoría de dogmas y las imponen al margen de cualquier responsabilidad política o moral.

¿En qué metafísica masturbatoria ha estado inmersa la caterva hacendística durante los ocho años del desgobierno Bush mientras, entre bambalinas, estimulados por la criminal desregulación de tinglado financiero, los potentados yanquis minaban gozosos los cimientos del kiosco, jugando al trapicheo de altos vuelos, feriando con papel mojado cuya pulpa procede de embobar a los sin techo más insolventes y horros de garantías a cambio de compromisos debidamente legalizados y bendecidos por notarios, registradores y demás fedatarios sin fe.

Con esta averiada mercancía, ¿do ut des?, los petulantes bancos yanquis, seculares manipuladores bolsísticos. -¡A ver quien le tosía a la casa Lheman o a la banca JPMorgan!- infiltrados en el tuétano del poder, obtenían lucro incesante e incontrolado hasta que, descubierto el pastel, incursos en la indigencia -indigencia relativa, pues los avezados directivos tienen el riñón acorazado-, recurren lacrimosos a la mendicidad gubernamental.

Y, como George el paseante posee un corazón ternísimo, aunque machaque sin piedad y con superabundancia de recursos -10.000 millones al mes arden en Irak- a naciones como esta, mientras el diabólico Bin-Laden se desternilla de risa en las montañas paquistaníes, dada, como digo, la dulzura del histórico mandatario, acude presto a rellenar las arcas de los bancos menesterosos con un pellizco, pellizco al ciudadano contribuyente, de 650.000 millones de dólares.

¿Por qué no dedicar esta minucia a cubrir el agujero de tantas familias famélicas? Pues por la sencilla razón de que la hueste economa lo desaconseja alegando la inapelable pérdida de confianza del 'currito' en el sistema, cuando a estos 'probos' trileros se les ha visto todo el plumaje. A estas alturas no queda por ahí algún tontinaca crédulo, masoca, por no decir gilipollas, devoto de ricachones con pedigrí.

A fuer de sincero -¿qué leches significará a fuer, preguntaría mi colega Millás?- no puedo rasgarme las vestiduras, a no ser una vetusta americana -siempre aparece la jodida América- ya de por sí bastante ajada.

Es decir: si la catástrofe monetaria se hubiera constreñido a EEUU, no hubieran sufrido las cuatro pesetas de que subsisto y, por tanto, mi estabilidad mental, es más: quizá habría experimentado moderado regocijo ante el puntillazo definitivo del imperio indigno, torpe, cruelmente medieval, adorador del becerro aúreo, del 'hot-dog', las patatas químicamente fritas, la hamburguesa de enigmático contenido, de la bandera hasta en el retrete, de la insolidaridad total -muérete a las puertas de un hospital sin seguro privado-, del hiper-patriotismo memo -el patriotismo es el último refugio de los imbéciles (A.Guide)-, del monopolio audiovisual, de la cósmica ignorancia, admirablemente ilustrada por Rafael Sánchez Ferlosio en su nuevo libro, God and Gun (Dios y pistolas).

Mas he aquí que la mierda nos repercute a todos en forma de subidas de tipos de interés, de quiebras empresariales en industria, servicios y agricultura - los de la construcción se han deconstruido ellos mismos por listillos-, de tantos angustiados en paro sin comerlo ni beberlo, del desplome, en fin, de este país que tanto prometía.

Esta plaga ha sido diagnosticada y denunciada por analistas a cuya cabeza está Jacques Sapir (Economistas contra la democracia, Ediciones B) que la ha bautizado con el nombre de 'expertismo', en referencia a la pretensión de los economistas de implantar un determinado orden socio-económico, no mediante su participación en el juego democrático sino a través de pretendidas verdades científicas 'excátedra', en realidad meras reformulaciones de rancios principios ideológicos -ya Cicerón predicaba "la diligencia de un buen padre de familia" para eludir la ruina-, tras las que se camuflan los intereses de las multinacionales.

Eso sí, estos sabios de pacotilla se apresuran a decir, a toro pasado, que ellos ya habían alertado sobre el peligro. Mienten como bellacos y, sin sombra alguna de autocrítica, proceden a extender recetas para el futuro que no son más que los mismos trucos con diferente disfraz. ¡Lejos de nosotros tan funesta tropa!

Ello no significa que el dictamen de los expertos no sea en ciertos casos de alguna utilidad. Lo que aquí se cuestiona, como dice Sapir, es el intento de despolitizar la política social reduciendo el Derecho a la condición de una simple técnica al servicio del capital. Este fenómeno se evidencia en una apología encendida de las agencias de regulación (FMI, BCE, RF, OMC, etc., tan opacas como apestosas).

Sin embargo, las pirañas del capitalismo no tienen inconveniente en vulnerar sus propias normas si con ello propinan otro bocado al Estado de Bienestar. El iluminado Jorge dobleuve y su corte de neoeconomistas pretendían rematar la faena en dos frentes fundamentales: la reforma fiscal y la privatización integra -ahora hay una especie de beneficencia paupérrima- de la seguridad social.

La tal reforma fiscal consistía en suprimir de forma permanente -es decir, sin vuelta atrás ante un cambio de Administración- los impuestos sobre el patrimonio, sucesiones, dividendos, intereses y plusvalías, para sustituirlos por impuestos sobre el consumo que afectan por igual a cualquier ciudadano con independencia de su renta; de esta forma los ricos serán más ricos, trasladándose la carga impositiva de los inversores a la clase media, y los asalariados.

No han tenido tiempo para ello, pero a lo peor lo tiene el anciano McCain y su iluminada candidata a vicepresidenta Sarah Palin, la 'gran hermana', estremecedor personaje directamente surgido de 1988, novela del visionario George Orwel.

He aquí las conquistas de esos tecnócratas fundamentalistas, dictadores camuflados, que encaramados en la peana de su ridículo cientifismo, están conformando a la voz de sus amos una sociedad cada vez más cruel con los desfavorecidos y, lo cual raya en el surrealismo, también con los medianamente agraciados.

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