No se trata de una institución centenaria, ni acumula premios Nobel
entre sus alumnos, ni ofrece un campus espectacular. Al contrario,
Minerva
—que también es un centro privado— tiene poco más de cuatro años de vida y ni siquiera cuenta con aulas.
Las clases se siguen online,
a través de una plataforma que las retransmite en directo. Los alumnos,
sin embargo, se dan codazos por entrar en ella.
“El motivo de la gran
demanda es que resolvemos los problemas que tienen el resto de
universidades: la falta de acceso a alumnos con menos recursos y la
necesidad de enseñar conocimiento práctico”, señala Ben Nelson,
responsable de este proyecto incubado en San Francisco, la meca del
ecosistema
start-up.
El lugar de nacimiento no es una mera casualidad. Tampoco el
currículum de su fundador. Nelson es producto del propio sistema Ivy
League al que ahora señala. Educado en la Universidad de Pensilvania,
hizo primero carrera en el mundo del emprendimiento digital como
presidente de Snapfish, un servicio digital de impresión de fotos que en
2005 compró HP.
Después se marcó como objetivo crear una universidad
reinventada,
capaz de hacer sombra a Harvard
y compañía, con una receta aparentemente sencilla: seleccionar a los
mejores estudiantes del mundo con el único criterio del mérito y
ofrecerles una educación adaptada al siglo XXI.
El sistema universitario, dice Nelson, es arcaico y está
pensado para un mundo que ya no existe. “El problema es que las
universidades están haciendo un buen trabajo, pero para el mundo de
ayer. No están adaptadas a este mundo, en el que cambias de carrera,
haces cosas muy diferentes y necesitas una transferibilidad”, critica.
Nelson participó la semana pasada en Barcelona en una charla organizada por la escuela de negocios
Esade, al hilo del evento
4YFN, en el marco del
Mobile World Congress. El debate —en el que también intervinieron
Koldo Echebarria, director
general de Esade, y Mark Vernooij, de la escuela de liderazgo THNK,
fundada en Ámsterdam— tenía por objetivo reflexionar sobre la necesidad
de reinventar la educación.
Cuando se le interroga sobre cuál debería
ser el papel de las universidades en el siglo XXI, Nelson comienza
descartando cualquier pregunta que se formule en tiempo futuro. “Las
conversaciones que empiezan con un ‘¿cómo debería ser la universidad del
futuro?’ hacen que la gente se acomode”.
La idea tradicional de que la universidad se encarga de enseñar
a sus alumnos a hacer una sola cosa, aunque a un alto nivel —ser
abogado, médico, matemático… —, es “falsa”, dice. “El trabajo de las
universidades es, en primer y más importante lugar, darte acceso a un
conjunto de herramientas que se puedan transferir a cualquier situación,
sin importar cuál es el camino que decidas emprender. Y después,
entrenarte en el campo en el que estés interesado”, asegura. “Pero ese
primer elemento es lo que las universidades generalmente ignoran. Y eso
es un desastre”.
Sin campus ni aulas
El proyecto Minerva, que en 2012 consiguió 25 millones de
dólares en financiación del fondo de inversión Benchmark Capital,
arrancó en 2014 con apenas 69 alumnos y entre dudas por lo desconocido y
singular de su propuesta. Para empezar, en las pruebas de acceso no se
tienen en cuenta los resultados del SAT (el equivalente a la
selectividad en EE UU), sino que han diseñado su propio proceso de
admisión para seleccionar a estudiantes con el mérito como único
criterio.
Tampoco hay campus. Los alumnos comienzan su andadura de
cuatro años en San Francisco, donde viven en una residencia común con el
resto de compañeros y asisten a las clases interactivas de forma
virtual (aunque niegan ser una universidad online).
Después, cada semestre viajan y viven en otros seis países y ciudades
diferentes: Buenos Aires (Argentina), Londres (Reino Unido), Berlín
(Alemania), Hyderabad (India), Taipéi (Taiwán) y Seúl (Corea del Sur).
“Exponemos a los estudiantes a cómo funciona realmente el mundo”,
explica su responsable. Las clases tienen un máximo de 20 alumnos y bajo
ningún concepto
pueden ser lecciones magistrales.
“No funcionan. Se ha demostrado que solo se produce un 10% de
retención”.
La universidad ofrece de momento cinco títulos —en Artes y
Humanidades, Ciencias Computacionales, Ciencias Naturales, Ciencias
Sociales y Negocios— en una concepción abierta de lo que debe ser un
currículum académico. La idea es formar a profesionales flexibles
capaces de moverse en entornos complejos y de adaptarse a los cambios
drásticos que, seguramente, vayan a tener afrontar en cuanto comiencen
su andadura laboral.
El debate sobre cómo educar a los ciudadanos del futuro
no es nuevo ni exclusivo de Minerva, sino que está en lo alto de la
lista de prioridades de cualquier institución educativa. La fórmula que
propone esta universidad es focalizar el aprendizaje no tanto en un
cuerpo de conocimiento que se recibe de forma pasiva, sino en
habilidades más profundas y transversales que se trabajan de forma
activa: el pensamiento crítico, la resolución creativa de problemas, la
comunicación eficaz...
Pero ese discurso tampoco es nuevo. “Cualquier
universidad del mundo dice que enseña todo esto”, reconoce Nelson. “Pero
si les preguntas cómo lo hacen, te dirán que te enseñan Historia, o
Ciencias… y luego el resto de cosas las aprendes por accidente”. Durante
el primer curso, los estudiantes se dedican en exclusiva a trabajar esa
base intelectual y no tanto a recibir conocimiento técnico.
Cuatro años después de que los primeros alumnos inauguraran las
peculiares no-aulas de Minerva, el número de estudiantes que quieren
engrosar sus filas no para de crecer. Las casi 2.500 solicitudes del
primer curso se han multiplicado por nueve y el porcentaje de admisión
ha caído del 2,8% al 1,2%, a pesar de que la universidad no tiene un
tope de plazas.
¿No contribuye esto a reforzar la idea de que una educación superior
de calidad es una educación reservada para unos pocos?
“Somos la
universidad más selectiva de EE UU, pero tenemos un 90% de estudiantes
extranjeros y nuestro alumnado es más diverso socioeconómicamente que en
cualquier otra universidad del país”, señala Nelson. “Lo que ocurre en
las universidades tradicionales más selectivas es que dan enormes
ventajas a los solicitantes con más recursos”.
Mientras la mitad de los
estudiantes de la Ivy League pagan de media unos 70.000 dólares al año,
explica, en Minerva el 80% de sus alumnos no puede permitirse más de
30.000 dólares. La cifra está a años luz de lo que cuesta la universidad
en España, pero muy en sintonía
con los precios en EE UU (entre 40.000 y 50.000 dólares por curso, según el College Board).
En el equipo fundador de Minerva figuran nombres de peso como
el del expresidente de Harvard Larry Summers (que ya no está vinculado
al proyecto), aunque las voces críticas señalan que de momento es solo
un prototipo, un experimento con margen de riesgo.
Lo cierto es que
sobre ella sobrevuela la incógnita de cómo valorará el mercado laboral a
sus estudiantes, pues su primera promoción acaba de graduarse. Su
propuesta, en todo caso, pretende ser una llamada de atención sobre los
grandes retos que afronta la educación superior: digitalización,
internacionalización e igualdad en el acceso a la universidad.