El artículo 27 de la Constitución dice
que «se reconoce la autonomía de las Universidades, en los términos que
la ley establezca». El Tribunal Constitucional dictaminó en dos
sentencias que es un derecho fundamental y que, en consecuencia, en la
autonomía había un núcleo indisponible para los poderes democráticos,
habiendo que recurrir al procedimiento agravado de reforma
constitucional para eliminarla. El tribunal basó la autonomía en el
derecho a la libertad de cátedra, de investigación y de estudio. Por
otra parte, también declaró que no era ilimitada y que era un derecho de
cada Universidad, pero no del conjunto o de grupos de universidades, ya
que correspondía al Ejecutivo regular la coordinación entre ellas.
Algunos universitarios todavía muestran signos de no aceptar esto
último.
El primer Gobierno socialista, en su Ley de Reforma
Universitaria (LRU), asignó una larga lista de competencias al contenido
de la autonomía, entre ellas las de elaborar sus propios estatutos, sus
planes académicos y la de gobernarse mediante órganos internos, en
cuyas cimas estaban los decanos y el rector. Pero también estableció la
LRU el Consejo Social (CS), en cuya cima se encuentra su presidente. El
fundamento lo encontraremos en las claras palabras del ministro
socialista Maravall al defender la LRU: «¡La Universidad no pertenece a
los universitarios, sino a la sociedad que la financia y a la que
sirve!».
Que el CS tiene un papel social se sigue también de su
composición según las leyes: veintiún miembros, de los cuales sólo seis
provienen de la propia Universidad; los quince restantes son designados
por el Gobierno regional (uno a propuesta del Ayuntamiento), la Asamblea
Regional, los sindicatos, la patronal y las Cámaras de Comercio. El
presidente, por el consejero pertinente.
Dicho de golpe: el CS no
se instituyó para defender los intereses de la Universidad ante la
sociedad, como parecen creer algunos claustrales murcianos, que para eso
ya se bastan los decanos y rectores; se creó para defender los
intereses de la sociedad ante la Universidad. Porque ambos coinciden en
algunos casos, como cuando el CS se dedica a difundir la oferta
académica y de actividades universitarias o a promover convenios con
empresas para financiar investigaciones, pero en otros casos no
coinciden: los profesores y los administrativos suelen aspirar a que sus
plantillas sean cada vez más numerosas y estén mejor retribuidas, pero
la sociedad tiene interés en que tengan los tamaños y los sueldos
apropiados y el Gobierno, en que no todo el presupuesto se destine a las
universidades públicas.
Alguien tenía que aprobar el presupuesto
y conocer de antemano la Relación de Puestos de Trabajo, y ese alguien
fue el CS, un claro ejemplo de su papel de participación de la sociedad
en la gestión universitaria, aunque, eso sí, en colaboración con los
órganos universitarios. En el debate actual, que versa sobre la creación
de títulos, la competencia última para proponer es del CS, y los
órganos universitarios lo único que pueden hacer son propuestas e
informes al CS.
Ambas nociones se recogen en los propios
Estatutos de la UMU: el artículo 27.1 dice que «el Consejo Social es el
órgano de participación de la Universidad en la sociedad» y el artículo
27.2e, «proponer a la Comunidad Autónoma, previo informe del Consejo de
Gobierno la implantación y supresión de enseñanzas conducentes a
títulos». Sorprendente, ¿no?
El presidente del CS era libre de
estar presente o no cuando el Claustro analizase su actuación y ya el
propio Consejo Social respaldó su opción y, además, le facultó para no
asistir. Pero, en un acto de buena voluntad, decidió acudir. Ahora los
claustrales asistentes le responden aprobando reprobarlo y la pregunta
que uno se hace es si esa resolución se ajusta a Derecho según los
propios Estatutos.
De los títulos propuestos por otras
universidades, nada dicen los Estatutos, así que el CS es libre para
opinar de forma diferente al rector en esos asuntos. De las
reprobaciones tampoco dicen nada, por lo que hay un vacío normativo
favorable a Ruano, pero de la moción de censura el art.18.3 dice que
«los órganos unipersonales podrán ser revocados por el mismo órgano que
los eligió». Ahora bien, el Claustro no elige al presidente del CS, de
modo que tampoco puede censurarlo. Y más adelante dice que «suscrita por
una tercera parte de sus miembros». Y que «para ser aprobada por la
mayoría absoluta de los miembros del órgano colegiado». Pero resulta
que, según el artículo 27.1, el Claustro consta de trescientos miembros y
sólo asistieron setenta. Por tanto, parece que no se logra ni la
tercera parte necesaria para proponer una moción de censura ni la
mayoría absoluta necesaria para aprobarla. Si Ruano recurriese la
decisión, yo creo que la Justicia le repondría en su honor.
(*) Primer rector-gestor de la UPCT
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