miércoles, 29 de abril de 2009

Encarna Zorita Piquer, ´La Zoritica´ / Pedro Guerrero

Le recibía una bandera republicana en una tarde que no dejaba pasar la primavera. Era una tarde gris, de una lluvia fina que no molestaba. Los cipreses señalaban el camino del cielo entre las paredes de aquel modesto entorno donde la familia y los amigos guardaron un riguroso silencio después de que Fátima leyera unos versos de Vicente Medina y alguien más, que no apreciaba a ver desde donde yo estaba, le dijera su poema lleno de esperanza.

No era un entierro más, sino que a la pena se sumaba una respetuosa laicidad que sobreponía. Por eso alguien tuvo que rezar para sus adentros. Finalmente, ya terminada la relación del ataúd donde reposaba y las personas que le sentían más cercana, alguien dijo con agradecimiento: "Encarna Zorita, luchadora".

Esa tarde, en el cementerio de La Alberca, que aún no es propiedad de la Iglesia, dejábamos a la última maestra murciana del Plan Profesional de la República. Se llamaba Encarna Zorita Piquer, pero Pilar Barnés le llamaba con cariño 'La Zoritica'. Ellas, junto a Clara Smilg, formaban un trío de esa raza de maestras de la República que bebieron de una pedagogía en libertad desde la iniciativa pedagógica de Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate o Nicolás Salmerón en la Institución Libre de la Enseñanza.

Yo había oído hablar de ellas como de José Castaño, el hombre del grupo que aún va todos los días a la escuela que lleva su nombre, una tarde luminosa en la calle Redón de Lorca, donde vivía Pilar, cerca de mis padres. La tía Pilar, como Pepe, Clara y Encarna, se encontraron en las aulas de aquel Magisterio inigualable y en la FUE. Y contrajeron con la República una relación moral determinante e imborrable, que dio sentido a sus vidas hasta después de la terrible peregrinación de derrotados en la guerra más incivil de la historia europea y, después, en el cruel fascismo y el necio postfranquismo. Por eso, unos días antes de morir, 'La Zoritica', le dijo a su hijo Pepe: "¡Viva la República y las Maestras de la República!".

Esa tarde estuve cerca del único maestro que queda de aquel Plan Profesional, mi amigo Pepe Castaño. Me hubiera gustado saber qué pensaba. Tan sólo me dijo: "¿Te has dado cuenta de que soy el único que queda?". Y es que se van. Se van los que hace poco fueron homenajeados por la Asociación de Maestros en Defensa de la Escuela Pública. Ésa, la que durante toda su vida defendió Encarna Zorita. La que defendió y a la que sirvió con todo su cuerpo y con toda su alma, que es tanto como decir con la pasión que contrajeron en la Institución Libre de la Enseñanza. Pasión por lo público como servicio, pasión por la libertad, la que sufrieron en su juventud.

Por eso el entierro de Encarna, aunque era una mujer menuda, fue un gran entierro, quiero decir un momento riguroso y solemne en el que todos los presentes sabíamos que en La Alberca se depositaban unos huesos que combatieron por una pedagogía no adelantada jamás, la educación en el respeto humano, en la justicia y en la libertad, desde unos planteamientos metodológicos que asombraron al mundo. A eso me refería a que fue un gran entierro. Porque dejábamos en aquel sencillo cementerio parte de una historia de España y la intrahistoria de una maestra republicana, de una luchadora formidable.

Sus hijos saben de dónde vienen. Lo explicó, en acertadas palabras Pepe Fuentes Zorita. No las repetiré. Es imposible hacerlo de memoria con la exactitud de su visión de hijo orgulloso de unos padres que han sido razón de honor. Ya fuera del cementerio, nos despedimos, no con muchas ganas. Tal vez porque entre nosotros, entre todos nosotros, había una resistencia a creer que todo acaba en ese silencio que decía San Juan de la Cruz ("música callada, soledad sonora"). Eran más de las seis de la tarde cuando aún la primavera no terminaba de ofrecernos su sol. Pero sabíamos que Pepe, el maestro José Castaño, volverá mañana al colegio, como cada día. Y será con buen tiempo, en primavera.

Y fue entonces cuando, ya fuera de las tapias donde quedaba Encarna Zorita, mirando los ojos de quien un día fuera un joven capitán de la República, mi respetado amigo José Fuentes Yepes, recordaba, con un seco nudo en la garganta, unos versos de don Antonio Machado: "Allí el maestro un día / soñaba un nuevo florecer de España".

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