Como en la "recóndita armonia di bellezze diverse" con que comienza Tosca,
siempre me he sentido a la vez francófilo y anglófilo. Por muy
secularmente enfrentadas que estuvieran, no era difícil conciliar la
pasión histórica y cultural por la "bionda" diosa Britannia y por la "bruna"
activista Marianne. Una morena y una rubia en lo más alto del podio de
la civilización. Ahora, como el bígamo que, decepcionado por el
ensimismamiento de una de sus amantes, obtiene la mejor de las
recompensas al arrojarse en el regazo fecundo de la otra, debo decir que
las horas sombrías del Brexit están quedando sepultadas bajo el
luminoso renacer francés.
Todavía no somos conscientes de lo que para el impulso del centrismo
liberal y el desbloqueo de la UE supone el triunfo de Macron. Si las
jornadas que dieron paso en 1830 a la Monarquía burguesa de los Orleans,
tras la segunda caída de los Borbones, fueron bautizadas como “las tres
gloriosas”, desde esa perspectiva europeísta, bien podríamos hablar hoy
de las “cuatro gloriosas”. No cabe mejor denominación para las cuatro
noches electorales -en las dos vueltas tanto de las presidenciales como
de las legislativas- que han albergado el mayor terremoto político
registrado en una democracia europea durante el último medio siglo.
Como escribe Albert Rivera, en el prólogo del libro de Macron provocadoramente titulado Revolución,
“precisamente el país donde nació la dicotomía entre la izquierda y la
derecha ha sido el que ha asestado el golpe definitivo a la alternancia
en el poder de los viejos partidos”. Pero aún hay algo más importante
que esta gozosa manumisión de millones de votantes, esclavizados por las
cadenas de la utilidad en la prisión del turnismo bipartidista.
Lo sustancial es que la Francia con vocación universal de Voltaire y
l’Encyclopedie, imbuida de su compromiso con el progreso humano, ha
aplastado en las urnas a la Francia endogámica, encerrada en la
trinchera identitaria de su hexágono. Una trinchera ante la que se
turnaban en la guardia Juana de Arco, el soldado Nicolás Chauvin que,
herido en 17 batallas napoleónicas, engendró la petulancia chovinista, o
el mismísimo general De Gaulle. Ellos encarnan la "grandeur de la France". Lo que el historiador Lucien Fabvre describía como "el prejuicio de la predestinación".
La batalla entre globalización y amurallamiento o, lo que es lo
mismo, entre racionalismo y populismo o, lo que es lo mismo, entre libre
comercio y proteccionismo o, lo que es lo mismo, entre
multiculturalidad e identidad nacional, se ha recrudecido en todo el
mundo desarrollado con motivo de la última crisis económica. La llegada
masiva de inmigrantes y el terrorismo islamista han sido los atizadores
de un fuego que ya estaba ahí, como cada vez que los vientos del cambio
revolucionario avivan las llamas defensivas de la reacción romántica que
protege el mundo del ayer.
Se trata de una batalla transideológica que se libra dentro de cada
Estado-Nación. Desgraciadamente, en el Reino Unido -y esto es algo que
las carrozas, tiaras y cenas de gala no vienen sino a realzar- la
reacción ha ganado la partida. Por eso un xenófobo como Nigel Farage
marcó la agenda, por eso los tories están en manos de una mediocre como
Theresa May y un lunático pomposo como Boris Johnson, por eso los
laboristas partidarios de repetir el referéndum fueron doblegados por
Corbin, por eso los lib-dem no levantan cabeza y hasta Nick Clegg se ha
quedado sin escaño.
En Francia ha sucedido lo contrario. El ciclón Macron ha noqueado
simultáneamente a Le Pen y Melenchon, los extremos tangentes en el punto
de contacto de la eurofobia. Pero antes, había dejado en la cuneta al
antiguo RPR de Sarkozy, Juppé y Fillon y al PSF de Hollande, Valls y
Hamon, los dos viejos partidos, bloqueados tanto por la corrupción como
por la pereza ideológica.
El ímpetu transformador de Macron ha doblado el pulso tanto a los
inmovilistas como a los partidarios de la marcha atrás, bajo uno u otro
disfraz. Por eso la reforma educativa, la reforma laboral y otras
desregulaciones, la ampliación de los derechos civiles, la reducción del
número de diputados y senadores, la desaparición de sus blindajes, la
lucha contra el cambio climático o el apoyo al emprendimiento y la
atracción de "talento extranjero" configuran
hoy la más ambiciosa agenda regeneracionista jamás asumida por un
gobierno europeo. Si la experiencia sale bien y resulta contagiosa,
nuestro continente será dentro de unos años bastante mejor que hoy.
La “revolución” de Macron resultará sin duda menos sangrienta que la
que comenzó con la toma de la Bastilla, menos épica que la de la Comuna
de París y menos contracultural que la de mayo del 68; pero puede llegar
a enlazar con todas ellas, dentro de la cadena de acontecimientos que
desde Francia han moldeado el imaginario colectivo del progreso de la
civilización humana.
No estamos hablando sólo de grandes seísmos políticos. No olvidemos
que durante toda la segunda mitad del XIX y el primer tercio del XX el
francés fue la "lingua franca" de la cultura,
la diplomacia y los salones aristocráticos. Algo tuvieron que ver, por
cierto, en todo ello las leyes del ministro Jules Ferry, implantando la
educación obligatoria en francés, y sólo en francés, en un país
lingüísticamente mucho más atomizado que la España actual.
Francia aporta también a nuestra era el compromiso activo de los intelectuales en la vida pública. Tras el papel de Zola en el "affaire" Dreyfuss,
vendrán la implicación de André Malraux en la guerra de España, el
existencialismo de Sartre, el feminismo de Simone de Beauvoir y el
humanismo absurdista de Albert Camus.
Por algo dijo Gertrude Stein que "París era donde se
podía encontrar al siglo XX". Y es que entreverados con los ensayos,
novelas y dramaturgias de esos grandes creadores, la capital francesa ha
exportado al mundo bienes culturales aun más intangibles, desde el pret-a-porter al Chanel Nº 5 con el que se desnudaba Marilyn, desde Les demoiselles d’Avignon que consagraron a Picasso como retratista de la condición humana, hasta la bande dessiné que, con Asterix al frente, transformó el tebeo en comic, y el comic en género literario.
Frente al auge del Frente Nacional y la deriva xenófoba de gran parte
de la izquierda proveniente del comunismo, Francia y en especial París
-fieles a su tradición de tierra de asilo y gran crisol multicultural-
se han convertido durante las últimas décadas en el gran bastión europeo
de la diversidad. Lo fueron en la gloria deportiva del Mundial del 98
cuando los bleus que conquistaron el título, capitaneados por Zidane, eran en realidad un equipo black-blanc-beur,
o sea de negros, blancos y magrebíes, con oriundos de las Antillas,
Guyana o Nueva Caledonia en su arrollador despliegue sobre el césped.
Pero también lo fueron en las horas amargas de los recientes atentados
islamistas que eligieron la sede de una revista, las inmediaciones de un
estadio, la sala de una discoteca o el cosmopolita paseo marítimo de un
edén turístico, como símbolos de todas las libertades que expresan la joie de vivre a la francesa.
"Batida por las olas, pero sin hundirse", como dice el lema del escudo de la ciudad de París -Fluctuat nec Mergitur-, la Francia que confía más en el poder blando de sus ideas que en la "force de frappe" de
sus cabezas nucleares vuelve a emerger victoriosa de una de sus más
decisivas encrucijadas. Es todo un símbolo que el arrogante Trump, que
aun antes de tomar posesión recibió en su torre de oropel a Marine Le
Pen, pensando que con ella clavaría el último remache en el ataúd de la
Unión Europea, haya acudido a rendir pleitesía a Macron con ocasión del
14 de julio.
El presidente más joven de la historia de Francia, avalado por la
autenticidad de su vida personal y la inteligencia de su trayectoria
política, se ha convertido ahora en depositario de esos valores cívicos
que han trascendido a todos los regímenes, pues no en vano hasta
Napoleón, al coronarse a sí mismo emperador, juró "defender la integridad de la República".
Para los españoles, unidos a nuestros vecinos por periódicos espasmos
transpirenaicos de amor y odio, el desenlace de esa pugna, en la que la
apertura ha triunfado sobre la cerrazón, supone una maravillosa noticia
y engendra una gran oportunidad. El eje París-Berlín necesita ahora
convertirse en un trapecio isósceles, con Madrid y Roma en sus vértices
inferiores, para compensar la pérdida de peso político que implica el
bréxit con una mayor cohesión del occidente continental.
La mejor manera de sacar partido a la ocasión sería poniendo nuestro
sistema político en orden de combate reformista, lo cual -a diferencia
de lo sucedido en Francia- no puede ser cosa de uno, sino de dos. Es
curioso que en las últimas semanas proliferen quienes tratan de
empequeñecer tanto a Albert Rivera como a Pedro Sánchez, midiéndoles por
el rasero de Macron. Que si el líder de Ciudadanos carece de su
preparación económica, que si el secretario general del PSOE nunca
tendrá la madurez necesaria para asumir su pragmatismo. Pero siendo
cierto que Macron fue un gran ministro de Economía y que ha construido
un proyecto liberal desde bases socialdemócratas, el milagro que ha
protagonizado nunca hubiera sido posible sin el sistema electoral
francés que convierte los veintitantos por ciento de la primera vuelta
en sesenta y tantos por ciento en la segunda.
El modelo proporcional español únicamente generaba mayorías absolutas
con el bipartidismo. En un esquema de cuatro grandes partidos
nacionales, sólo una alianza de dos de ellos puede obtener el suficiente
apoyo social para afrontar algo similar a lo que tiene entre manos
Macron. Cuando, día tras día, se demuestra que el inmovilismo de Rajoy
forma, en la práctica, una bloqueante conjunción de suma negativa con la
enmienda a la totalidad de Pablo Iglesias, es natural que quienes
anhelamos la regeneración democrática depositemos nuestras esperanzas en
un nuevo abrazo de los ocupantes de los espacios interiores, dentro del
cuarteto que configura el espectro político.
No estoy propugnando ni que Rivera vuelva a las andadas socialdemócratas, ni menos aun que Sánchez se derechice. Para que la "solución Mac-Ron" sea
posible, es imprescindible que ambos ganen territorio electoral en sus
duelos simultáneos con PP y Podemos: los votos de Rivera están en el
centro derecha y los de Sánchez en la izquierda. Que se les acuse de
pelear por esos espacios es el mejor de los síntomas. Pero lo que me
parece obvio es que, para acometer el histórico reagrupamiento
transversal de la España que apuesta por el cambio, a través de la
reforma constitucional, al día siguiente de que vuelvan a contarse los
sufragios, tendrá vigor el viejo principio maoísta, según el cual "uno se divide en dos".
(*) Periodista y editor de El Español
http://www.elespanol.com/opinion/carta-del-director/20170715/231676833_20.html