¿Qué hace ahí, Mariano Rajoy, maullando en el capialzado del alféizar,
rayando el vinilo de la Constitución con sus falsetes, merodeando de
puntillas cual aristogato escaldado a la espera de que el agua del
hemiciclo alcance la temperatura justa para dignarse zambullirse en
ella? Podíamos imaginar que le dijera 'sí' al rey, que le dijera 'no' al
rey, incluso que le dijera que todavía no podía decirle ni 'sí' ni
'no'. Lo que no podíamos imaginar es que le dijera 'en principio sí,
pero tal vez no', o sea, todo al mismo tiempo, como si las consultas del
jefe del Estado fueran un mal chiste de gallegos.
Cumplido el trámite, el tío Teo sigue encampanado en el árbol de
Fellini con la tabarra de su "¡Voglio una donnaaa...!" sin que haya de
momento ningún indicio de que la monja enana vaya a comparecer para
retirarlo de escena. Ahora se siente ungido con los santos óleos del
encargo regio y grita el doble de fuerte que la "voluntad de los
españoles" es que él gobierne. Él, sólo él y nadie más que él.
¿Bajará
a la tierra para cumplir el inequívoco deber, inherente a su aceptación
formal, de presentarse a la investidura? Depende. Ya nos ha dicho que
sólo si es para ganarla. Y su demoiselle de Avignon, cubista hasta en
los balbuceos, dispuesta a pasar por tonta con tal de no dejar de
complacer al único cliente que ha pasado por su vida, tampoco ha
garantizado otra cosa.
Ya sabíamos que el concepto de democracia parlamentaria de Rajoy
implica que, como cabeza de la lista más votada, tiene una especie de
derecho ontológico a gobernar, al margen de que obtenga o no los apoyos
legalmente necesarios. Lo que no sabíamos es que esa obcecación pudiera
llevarle a condicionar la aplicación de la Constitución a su
conveniencia, precisamente en un momento en que ese relativismo va a
convertirse en la mejor coartada de los separatistas. Si tú no cumples,
qué autoridad moral tienes para exigir que lo hagamos nosotros.
A
menos que a lo largo de la próxima semana la presidenta del Congreso
ponga fecha al pleno de investidura dentro del mes de agosto, quedará
claro que la argucia de Rajoy al aceptar sólo "intentarlo" supone
bloquear el proceso democrático hasta que Ciudadanos y el PSOE cedan a
su chantaje. Equivale a parar el reloj y situar el orden constitucional
en ese limbo en que están los pasajeros que ya han entregado la tarjeta
de embarque para entrar en el finger pero no han accedido aún a la
cabina del avión. Por decirlo con el refrán favorito de Pepe Bono: aquí
ni se muere padre, ni cenamos.
Y lo más significativo de todo es
la posición de debilidad e impotencia en la que la artimaña de Rajoy
deja a un jefe del Estado que tras aplicar el artículo 99.1, ve
cuestionado el subsiguiente automatismo del 99.2. ¿Para qué diablos
sirve el rey si tras la ronda de consultas y su designación de un
candidato, las muy tasadas previsiones constitucionales pueden cumplirse
o no?
La forma en la que el registrador de la propiedad ha
bloqueado su plaza vitalicia en la Moncloa, para que Felipe VI no pueda
ofrecérsela a otro, evoca la famosa escena del evangelio de San Juan
cuando, tras la Resurrección, María Magdalena confunde a Jesús con un
hortelano y él detiene en seco su aproximación diciéndole: "No me
toques, pues todavía no he subido al padre".
Es el noli me tangere
latino que también ha sido traducido como "no te acerques" o "no te
interpongas en mi camino". Quien tiene una misión tan sublime como la de
Rajoy –“subir al padre” es para él volver a tumbarse a la bartola en la
Moncloa- no puede ser molestado por otras necesidades o urgencias;
quien ha adquirido ya su naturaleza divina, resucitando de entre los
muertos como los draculinos de la procesión de ataúdes de As Neves,
no debe sufrir ni tan siquiera el roce de ningún mortal y menos aún de
una mujer de dudosa reputación o un rey destinado a servir de adorno. Y
como si se tratara del superhéroe de un cómic, el Mesías de Pontevedra
tiene los poderes mediáticos necesarios para paralizar a quien se le
aproxime.
Desde los albores del cristianismo la escena del noli me tangere,
por su fuerte misticismo, por su sexualidad reprimida, por su
representación simbólica de lo sobrenatural, fascinó a los grandes
genios de la pintura. Fra Angelico, Botticelli, Durero, Holbein, Mengs,
Tiziano, Breughel, Poussin... todos dejaron su noli me tangere; pero el más impresionante es el de Correggio y lo tenemos en el Prado.
Merece
la pena detenerse delante de ese cuadro. La posición de bloqueo y
dependencia en la que queda María Magdalena, arrodillada entre el
sometimiento y el éxtasis, favorece una interpretación machista de la
vida. Pero la feminización del cuerpo semidesnudo de Cristo con su torso
imberbe y el grácil movimiento de sus manos y pies ante una figura que
le adora tapada hasta el tobillo, sugiere una inversión de los roles
tradicionales en un horizonte de sensualidad magnética y confusa. El
Cielo vuelve a ser el paraíso prohibido y la redención y el pecado se
transforman en una misma cosa.
No es de extrañar que, como sostienen algunos eruditos, ese fuera el camino de la inspiración que llevó a Picasso a pintar La Vie,
obra maestra de su periodo azul. En ella vemos a una pareja desnuda y a
una madre que, al acercarse con un niño en brazos, recibe del hombre el
mismo gesto de rechazo del noli me tangere. Para unos, Picasso
representaba la necesidad de sustituir la protección de su madre como
pintor figurativo por la experimentación de la vanguardia; para otros,
trataba simplemente de plasmar el hedonismo egoísta del individuo frente
a los problemas y miserias de su entorno.
Esta segunda mirada es
la que nos ayuda a completar la analogía entre la obra de Correggio y la
posición de inferioridad y parálisis en la que el ensimismamiento de
Rajoy ha dejado a Felipe VI y con él a la sociedad española. Si el rey
le pidiera ahora que cumpliera con su obligación de acudir a la
investidura para poner en marcha el reloj institucional y dar paso, si
es derrotado, bien a un nuevo candidato, bien a unas terceras
elecciones, sería acusado de borbonear por el aparato mediático del
Gobierno.
Curiosamente con el paso del tiempo la expresión noli me tangere,
vinculada a los albores del cristianismo, fue adquiriendo de forma
extensiva, otras dos acepciones, aparentemente contradictorias con la
original, que también vienen mucho al caso. Una de ellas en medicina, al
denominarse así a aquellas úlceras cutáneas propensas a extenderse si
eran sometidas a cualquier tratamiento local.
En nuestro Diccionario de Autoridades de 1732 la voz nolimetángere -escrito
todo junto- se define como "llagas malignas en el rostro, especie de
cáncer, tan difícil de curar, que con los remedios se empeoran, por lo
cual les dieron este nombre, como quien dice no las toques". Algo
similar puede encontrarse en el Tomo XI de L'Encyclpedie, publicado en
1765 -¡catorce años después que el primero!-, que identifica noli me tangere como
"une eruption maligne au visage". Y añade: "On l'appelle ainsi, soi
parce qu'elle peut se communiquer par l'attouchement, ou parce qu'en y
touchant on augmente la malignité".
Exactamente por esa doble vía
es por la que se han transmitido las úlceras de la corrupción en el PP.
En primer lugar por el contagio entre sus dirigentes. En segundo lugar
por el agravamiento de la malignidad mediante la manipulación del
encubrimiento. Eso y no otra cosa es lo que refleja el auto de la juez
Freire cuando describe la destrucción de los ordenadores de Bárcenas
como forma de sustraer pruebas de la financiación ilegal -y los
sobresueldos de Rajoy- a la acción de la justicia. Algo equivalente a la
mutilación de las cintas del caso Watergate con la pobre Carmen
Navarro, más que tesorera, chica de los recados de Génova, en el papel
de Rose Mary Woods, aquella secretaria de Nixon a la que trataron de
hacer pasar por patosa cuando, casualmente, borraba todo lo que
perjudicaba al presidente.
Es verdad que hay una parte de la sociedad española -conservadora u
oportunista- que por muy patentes que sean las escrófulas nunca verá a
Rajoy como un leproso político. Lo mismo pasaba con González y los GAL.
Es la España de las tragaderas y los intereses creados a la que conviene
recordar la tercera acepción del noli me tangere. Corresponde a
la botánica y se refiere a una balsamina silvestre del orden de las
trepadoras cuyos frutos maduros estallan al mínimo roce o contacto,
dispersando con fuerza sus granos y semillas.
Lo que se esconde
tras la estólida tozudez del estafermo, lo que ocultan todas estas
tretas del lenguaje y la conducta, es en realidad la crítica debilidad
de un presidente de mírame y no me toques. Si no revienta en la
investidura, lo hará en los presupuestos o en otra votación decisiva en
el Congreso, fragmentando a su partido en mil pedazos de difícil
recomposición pues ya se ha ocupado él de no tener ningún "sucesor
natural". A lo mejor ha llegado el momento de que otros se lo busquen
-del rey abajo, cualquiera-, en buena inteligencia con Ciudadanos y el
PSOE.
(*) Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario