El día 21 será el momento de empezar a preguntarse qué pasó, cómo y por
qué en las elecciones generales del 20-D. En las vísperas solo cabe
describir algunas de las circunstancias que definen el contexto en que
va a tener lugar, de qué manera podrían incidir sobre su desenlace y
aventurar, de forma más bien especulativa, las consecuencias a corto y
medio plazo de una consulta que difiere notablemente de las que han
tenido lugar desde 1982.
Difieren en tres puntos muy concretos. En primer lugar, por la presencia de dos nuevos partidos que han irrumpido con pujanza en la política española, al tiempo que la credibilidad del PP se debilitaba por los numerosos casos de corrupción, las dudas sobre su financiación y los incumplimientos de sus compromisos electorales, y que el PSOE no conseguía recuperar los afectos perdidos tras su vacilante gestión de la crisis económica y el éxito de la estrategia de los emergentes tratando de identificarlo con el PP.
Difieren en tres puntos muy concretos. En primer lugar, por la presencia de dos nuevos partidos que han irrumpido con pujanza en la política española, al tiempo que la credibilidad del PP se debilitaba por los numerosos casos de corrupción, las dudas sobre su financiación y los incumplimientos de sus compromisos electorales, y que el PSOE no conseguía recuperar los afectos perdidos tras su vacilante gestión de la crisis económica y el éxito de la estrategia de los emergentes tratando de identificarlo con el PP.
En segundo lugar, por la extraordinaria volatilidad del electorado
que se refleja en la caída de las tasas de lealtad a los principales
partidos. Así, en elecciones anteriores la proporción de antiguos
votantes del PP que anunciaba su intención de votarlo de nuevo llegaba, y
a veces superaba, al 90%, mientras que en esta ocasión la mayoría de
los sondeos y, entre ellos el del CIS, anticipan que no alcanzará el
60%, mientras que la fidelidad al PSOE, que casi nunca fue tan alta, ha
bajado también notablemente.
Ese nuevo escenario introduce un elemento de incertidumbre acerca de
los resultados, ya que arrampla con los esquemas tradicionales de la
competición. Su mecánica es diferente cuando solo hay dos grandes
competidores, a mucha distancia de los demás, que cuando hay al menos
cuatro a nivel estatal y está prácticamente descartado que ninguno se
acerque a la mayoría absoluta y cuando, además, los electorados se han hecho más
volátiles e indecisos que nunca. La incertidumbre es aún mayor ante la
proliferación de encuestas —en torno a un centenar en los medios
nacionales este año— con vaticinios más diferentes que otras veces, lo
que alimenta más dudas que de ordinario sobre su fiabilidad. Y la verdad
es que no es fácil interpretar bien las respuestas de los entrevistados
en un clima de tanta disponibilidad, ante la presencia de nuevos
actores sin referencias anteriores y sin que haya habido tiempo para
revisar y actualizar los viejos procedimientos “culinarios”.
Al iniciarse la última semana de campaña los sondeos tienden a
coincidir algo más, lo que, por supuesto, no garantiza nada ni impide
que los resultados del próximo domingo sigan siendo más inciertos que
nunca, ya que pequeños movimientos en estos últimos días podrían
trastocar todas las previsiones y afectar al tercero de los puntos que
flotan en el aire: la mayor o menor capacidad del futuro gobierno para
encarar con talento el problema que plantea la amenaza de secesión de
Cataluña.
Sobre lo que hay, en cambio, una total certidumbre es sobre la
transformación sustancial del sistema de partidos que comportará estas
elecciones. Y esa certidumbre es la que abre mayores interrogantes tanto
en el corto como en el largo plazo, pero se ha creado una atmósfera tan
adversa frente al bipartidismo que su ruptura es bienvenida por muchos,
dando por supuesto que un sistema de partidos más plural remediará
todos los problemas que, con razón o sin ella, se le atribuyen.
Lo curioso es que este asunto no haya sido discutido ni por los
dirigentes políticos ni por los líderes de opinión ni por los expertos.
En apariencia al menos, a nadie le preocupa eso ni los cambios que de
ahí puedan derivarse para el funcionamiento de las instituciones, dando
por supuesto que todo será para bien, sin costes ni inconvenientes
dignos de mención. Por encima de todo, se supone que como ningún partido
podrá imponerse por sí solo habrá que hacerlo todo mediante pactos y
acuerdos.
Pero una cosa es que no se puedan tomar grandes decisiones sin
acuerdos y otra muy distinta que, precisamente por eso, los distintos
partidos se verán forzados a pactarlo todo sin que se indique cuáles
serán los incentivos de las distintas fuerzas políticas para llegar a
acuerdos sobre problemas tan serios y divisivos como el paro, la
precariedad, la desigualdad social, la corrupción, la amenaza de
secesión de Cataluña, la reforma constitucional o los grandes temas de
la política internacional.
Un primer problema será el relativo a la investidura y la formación
del gobierno. Esta vez, de cumplirse las previsiones de las encuestas,
no bastará a ningún partido de ámbito estatal el apoyo de los
nacionalistas vascos ni podrá contar con el de los nacionalistas
catalanes, y tanto Albert Rivera como Pablo Iglesias han repetido hasta
la saciedad que no apoyarán un gobierno del PP o uno del PSOE. Que o
gobiernan ellos o pasarán a la oposición.
¿Cambiarán de actitud a la vista de los resultados?
Un segundo problema, también en forma de interrogante, es el de cómo
podría contribuir un Parlamento fragmentado a propiciar y llevar a cabo
las reformas de las instituciones que defendieron desde sus orígenes los
partidos emergentes. Con un gobierno sin mayorías sólidas, el Congreso
de los Diputados será el eje de la política, el lugar en que se fragüen
los acuerdos posibles. Hay temas, como la lucha contra la corrupción,
sobre los que parece más probable que se alcancen. Otros, no tanto.
Los emergentes, Podemos y Ciudadanos, no han surgido para “completar”
o “embellecer” el sistema de partidos, sino para competir con el PP y
el PSOE, ofreciéndose como la gran solución para corregir el rumbo de la
democracia, reformando sus instituciones, incluidas la Constitución y
el sistema electoral. Pero cabría especular con la paradoja de que
tampoco su acceso al Parlamento facilite la instrumentación de las
reformas por las dificultades de consensuarlas.
El sistema político español fue concebido con la idea de evitar la
multiplicación del número de partidos y garantizar la estabilidad
gubernamental, y ha cumplido con eficacia ambos objetivos. Pero se han
producido abusos que han pervertido no ya las instituciones sino la
lógica, la razón de ser, de algunas de ellas, que requieren cambios
urgentes. Un ejemplo claro es el del Tribunal Constitucional que,
pensado para proteger a las minorías, se compone y recompone en línea
con el gobierno de turno.
Sinceramente, creo que la mayor complejidad del nuevo Parlamento no
constituye por sí sola una garantía para relanzar y revitalizar la
democracia española, pero es, sin duda, una gran oportunidad que no debe
desaprovecharse. ¿Revisar la Constitución? Si es preciso, ¿por qué no?
¿El sistema electoral? Pues claro. ¿Buscar la forma de abordar el
problema catalán? No hace falta insistir, aunque lo cierto es que sobre
estos temas se ha dicho muy poco a lo largo de la campaña.
Esta legislatura, por breve que sea, plantea un reto muy serio a los
viejos y a los nuevos partidos. Estos últimos tendrían que resistir la
tentación de precipitarse si aspiran a consolidarse de cara al futuro.
Los viejos, en cambio, deberían reflexionar muy pronto acerca de los
errores que les han generado pérdidas tan considerables estos últimos
años. Y todos han de aceptar la posibilidad de que a la confrontación
entre dos partidos suceda otra entre dos coaliciones de centroderecha y
centroizquierda.
(*) Catedrático de Ciencia Política en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid
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