Hace once años, poco después del atentado terrorista del 11-M, este
cronista, en un viaje a Roma, tuvo la oportunidad de tener una larga
conversación con Jorge Dezcallar en la embajada española en la Santa
Sede. Dezcallar, que acababa de ser cesado como director del CNI (Centro
Nacional de Inteligencia) por el Gobierno de Zapatero, había sido
recuperado por Moratinos para el servicio diplomático y le había
conseguido la embajada española en el Vaticano.
Fue allí, en el verano
de 2004, cuando tuve la oportunidad de que Dezcallar, en uno de los
hermosos salones del edificio de la plaza de España de Roma, sede de la
embajada, me explicase detalles del mayor atentado cometido en la
historia de España (y de Europa, desde el final de la Segunda Guerra
Mundial) que guardé en secreto a petición suya ya que me advirtió que
aquello que me contaba, iba más allá que el Off the récord, habitual.
Parte de lo que entonces me contó acaba de hacerlo público en su
interesante libro (“Valió la pena” Ediciones Península, octubre 2015)
que, aunque es un amplio relato sobre sus experiencias en una carrera
diplomática brillante (director general de Asuntos Exteriores y
embajador en Marruecos, Vaticano y Washington), es un duro alegato
contra el comportamiento del expresidente José María Aznar y su círculo
más íntimo en parte del Gobierno, y sobre todo, entre los que le
rodeaban en el Palacio de La Moncloa. Un comportamiento que denota una
falta total de escrúpulos para aprovechar el atentado para ganar unas
elecciones (que además perdió) insistiendo, hasta el ridículo, en la
autoría de ETA y engañando hasta a la misma ONU que aprobó una
resolución condenando el “atentado de ETA”.
Estos días, con los atentados de París se puede comparar el
comportamiento del presidente francés Hollande y del expresidente
español, sobre todo, en la forma de manejar la crisis uno y otro, una
comparación de la que parece haber aprendido el ahora presidente Mariano
Rajoy.
Aznar, sabiendo como sabía que los autores del atentado eran
islamistas, mintió, como revela Dezcallar, seguro de que si convencía a
la opinión pública de que era ETA la autora, ganaba las elecciones. De
lo contrario (“esto huele a islamista que apesta” le decía ya,
telefónicamente, en la jornada de reflexión, el entonces director del
CNI) perdería, como así ocurrió, las elecciones, las ganó de forma
imprevista (“presidente por accidente”) Rodríguez Zapatero. Y él le
aclara, eso sí telefónicamente, el inconfundible olor islamista radical
del atentado, porque su presencia fue vetada en todas las reuniones de
crisis que hubo durante aquellos días en Moncloa.
Como sería de kafkiana la situación que los agentes del CNI tenían
que tomar la información de los medios de comunicación, y de las
imágenes de la televisión. Había orden de que la Policía y la Guardia
Civil aislasen al servicio del Inteligencia, cuando precisamente ese
servicio era el que tenía más información, sobre las células islamitas
radicales y sobre los análisis que hacían los servicios de espionaje de
todos los países occidentales y sobre lo que se preparaba. Durante esos
días, Aznar no sólo aisló a Dezcallar, y le marginó de todas las
decisiones, sino que, y fue lo peor, le echó la culpa al CNI de ser la
principal fuente de la autoría de ETA, mandando desclasificar uno de los
primeros documentos en los que se hablaba de la banda terrorista, y
prohibiendo la desclasificación de otros, mucho más completos, que
decían exactamente lo contrario.
El libro de Dezcallar es demoledor sobre el comportamiento torticero
de un Presidente de Gobierno y de su camarilla que, por ganar unas
elecciones, fueron capaces de todo: de mentir, de manipular, de
desprestigiar a un servicio del Estado, de utilizar todo tipo de
artimañas para que se cumpliesen sus deseos. La gran obsesión de Aznar
aquellos días no era sólo ganar como fuera, sino, como le confiesa al
propio Dezcallar, no quedar como mentiroso. Con ese comportamiento no
sólo se cargó todo lo bueno que había hecho el CNI en su lucha por
profesionalizarse, y “civilizarse”, sino que provocó la dimisión de
Dezcallar que Aznar no quiso aceptar bajo ningún concepto para que no
trascendiese el conflicto interno que se vivía y que llegó al extremo de
no querer recibirlo después de haber perdido las elecciones. Es más, ni
siquiera se dignó contestar a la carta de despedida que le escribe
Dezcallar, poco antes de ser cesado por el recién llegado Rodríguez
Zapatero.
A Dezcallar le sucede un pariente del que fue ministro de Defensa
José Bono, un tal Alberto Sáez, que pone patas arriba todo el servicio,
comete todo tipo de arbitrariedades, creyendo que aquello era un regalo
para su disfrute y solaz… Un auténtico desastre, que tuvo que empezar a
arreglar con paciencia y habilidad el actual Jefe, el general Félix Sanz
Roldán, uno de los más brillantes militares de nuestro Ejército. Tan
brillante que su mandato ha tenido que ser prolongado.
(*) Periodista
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