Y no hemos hecho más que empezar. El bipartidismo, causa y efecto del régimen
del 78, se resiste a morir y, como Proteo, muda de formas pero sigue
siendo él mismo. Bueno, bueno, cuatro partidos no son dos; ya puede
hablarse de multipartidismo. También pudo hablarse antes, recordando IU y
UPyD más recientemente, pero aquello fue un fracaso. Cuatro partidos
pueden funcionar como un bipartidismo doble. Depende de las distancias.
Todo depende siempre de las distancias. En la esgrima, en la guerra, en
el deporte, en los amores y odios. Pero las distancias políticas se
miden de dos modos muy distintos: en votos, fáciles de contar, y en
ideologías, difíciles de escudriñar.
Metroscopia,
que tiene la ventaja de poder acompañar sus datos con relatos
interpretativos en mucha mayor medida que el CIS, obligado al neutral
silencio de la administración, augura coaliciones necesarias, aunque
señala que la mayoría de la población prefiere gobiernos minoritarios
con apoyos ocasionales. El recio individualismo español abomina de las
coaliciones, vistas como apaños, pasteleos. No hay eso que se llama la cultura del pacto.
En Europa, los gobiernos de coalición son la regla. Últimamente hasta
en el Reino Unido, baluarte del gobierno de partido único por la vía del
winner takes all. Menos regla pero no infrecuentes las grandes coaliciones. Costumbres desconocidas en el plano estatal y solo practicadas en alguna Comunidad Autónoma.
La
creciente verosimilitud de un sistema de cuatro partidos en una
horquilla de apoyo apretada plantea algunas curiosas cuestiones. La
primera, la orientación de la propia campaña. No es lo mismo pedir
mayoría, incluso mayoría absoluta, cuando hay probabilidades razonables
de obtenerla que cuando no las hay. No se pueden decir las mismas cosas
porque, al contrario, las probabilidades hablan de coaliciones.
Y
las coaliciones pueden ser de muchos tipos. No será lo mismo una entre
el primer y el cuarto partidos que entre el segundo y el tercero. Es
preciso esperar a ver quién ocupa cada lugar. Y, luego, considerar las
posibilidades en función de las distancias ideológicas, no dando nada
por supuesto. Al contrario, encajando la dificultad añadida de que dos
de los contendientes, Podemos y Ciudadanos, vienen anunciando
pragmatismo e indiferentismo ideológico.
Cada
gran adversario se juega en esta partida una apuesta distinta. El PSOE,
su condición de partido institucional, dinástico y hegemónico en una
izquierda de contornos difusos. Podemos, la vieja ambición comunista de
superar la socialdemocracia y sustituir su hegemonía por la de una
izquierda radical, libre de su propio pasado. El PP, su condición
también del otro gran partido dinástico del centro derecha. Ciudadanos,
la verosimilitud de una opción de centro, moderado y moderno frente a un
PP anquilosado en una derecha extrema.
Son esas estrategias las que,
vistos los resultados (que van a ir adelántandose en cierto modo en las
elecciones intermedias) dictarán al final la política de alianzas. Para
entonces, la capacidad de admitir alegremente coaliciones que hoy se
considerarían contra natura se habrá ensanchado tanto como la
desembocadura del Amazonas. Como saben muy bien esos que dicen que votar
a quienes no sean ellos es como hacerlo por Stalin, por Hitler o por el
Pato Donald.
La
situación más problemática en lo ideológico parece la de Podemos por
ser el partido que menos se compadece con la realidad circundante y más
radicalmente propone alterarla. Un programa así requiere un apoyo
electoral masivo. Uno en el rango del 20 al 25% no da para tanto y solo
para encarar gabinetes de coalición en los que hay que transaccionar con
los principios.
El
otro extremo de consideración es el de la veteranía de las
organizaciones. Mal que bien el PP y el PSOE cuentan con estructuras
partidistas con experiencia de gobierno en todos los niveles, mientras
que Podemos y Ciudadanos están creándolas ahora. Se estrenarán como
gestoras cuando accedan a la administración.
Ruego
último de Palinuro: ojalá España se haga europea de una vez y practique
la prudente política del acuerdo y el pacto. Si ningún partido está en
posición de aplicar su programa (o su antiprograma, como en el caso del
PP) hasta el final, los beneficiados seremos siempre los ciudadanos.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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