La noche de las últimas elecciones en EE
 UU, después de cenar, me dispuse un whisky ante el televisor, decidido a
 atravesar, como cuando los Oscar, una madrugada emocionante adecuada a 
la gente de mi edad, es decir, en el after hours de mi sala de estar. 
Elegí un canal en cuyo plató se alineaban expertos en política 
internacional, corresponsales en España de las cabeceras norteamericanas
 más sonoras, especialistas en el sistema electoral USA y otros 
tertulianos de postín. 
La única incógnita que tan extraordinario panel de analistas nos transmitía a los espectadores se refería a la hora en que Hillary Clinton sería proclamada de facto presidenta de los EE UU. Nunca unas elecciones habían estado tan resueltas de antemano.
La única incógnita que tan extraordinario panel de analistas nos transmitía a los espectadores se refería a la hora en que Hillary Clinton sería proclamada de facto presidenta de los EE UU. Nunca unas elecciones habían estado tan resueltas de antemano.
 Sin
 embargo, conforme avanzaba el recuento, los primeros estados se 
decantaban a favor de Donald Trump. «Ya tenemos los resultados de 
Colorado», por ejemplo, anunciaba el moderador. Pero los expertísimos 
hacían ademanes como si la cosa estuviera prevista: «Los republicanos 
siempre ganan en Colorado». Se referían a la América profunda, por lo 
visto inamovible desde los tiempos del Catapún.
 En
 el mapa que presidía el estudio, los diversos estados se iban pintando,
 poco a poco, del color republicano. Sin embargo, esto no parecía 
inquietar a los especialistas convocados. La clave, decían, estaba en 
las zonas más pobladas y, por tanto, más cultas y concienciadas, donde 
además existía un mayor número de compromisarios y donde 
tradicionalmente ganaban los demócratas. Todo transcurría, pues, según 
un guion nada inquietante, y esto a pesar de que el mapa se coloreaba a 
lo bestia en favor de Trump.
 A 
una incierta hora de la madrugada me quedé catalítico en el sofá, con 
Trump avanzando por los territorios de EE UU, pero en mi paz de 
espíritu, pues los tertulianos insistían en que Hillary andaba sobrada y
 que un patán jamás podría ganar las elecciones en un país que había 
votado dos veces consecutivas al negro Obama, una personalidad progre y 
exquisita. 
Me sumergí en modo clis hasta las horas en que ya clareaba el día, y al despertar, el televisor, que había permanecido encendido, me transmitía la señal del pánico. No había duda: Trump había ganado las elecciones. Recurrí al móvil y a la tableta por si todavía estuviera soñando, pero los titulares eran inequívocos.
Me sumergí en modo clis hasta las horas en que ya clareaba el día, y al despertar, el televisor, que había permanecido encendido, me transmitía la señal del pánico. No había duda: Trump había ganado las elecciones. Recurrí al móvil y a la tableta por si todavía estuviera soñando, pero los titulares eran inequívocos.
 En
 el plató, los mismos expertos que vaticinaban horas antes el cómodo 
triunfo de la Clinton, ya insinuaban que quizá esa señora no había sido 
la mejor candidata de los demócratas, especulaban sobre los insondables 
secretos de la América profunda que se escapaban a la comprensión de los
 sociólogos de mesa camilla, ellos mismos sin ir más lejos, y se 
quedaban estupefactos ante la reproducción de vídeos en que mexicanos 
afincados en EE UU afirmaban haber votado a Trump por compartir la 
voluntad de éste de parar la entrada a su país de más mexicanos.
 Todavía
 hay quienes andan indagando en los motivos de este disparate imposible,
 y la explicación no debe estar resuelta a la vista de que el único modo
 de desprenderse de Trump parece confiado a que alguna de sus 
trapisondas lo conduzca a la inhabilitación. Pero lo cierto es que está 
por ver la existencia de una alternativa ilusionante frente a un tipejo 
de sus características. Los inhábiles, a la vista de la situación, son 
los demócratas.
 Ocurre tres 
cuartas partes de lo mismo en el resto de los países de cualquier 
continente que han sido asaltados después por este extraño fenómeno, 
pongamos Italia. Si acaso, Francia, que se libró de chiripa de los Le 
Pen con la fórmula Macron, y aún así la izquierda no se lo agradece, 
porque Macron es de derechas. 
La tragedia es que donde quiera que hay un émulo de Trump no se percibe alternativa, como si la ultraderecha hubiera barrido cualquier argumentario que se lo oponga, o más atinadamente, porque la izquierda se muestra incapaz de salir de su (¿se dice ahora así?) zona de confort.
La tragedia es que donde quiera que hay un émulo de Trump no se percibe alternativa, como si la ultraderecha hubiera barrido cualquier argumentario que se lo oponga, o más atinadamente, porque la izquierda se muestra incapaz de salir de su (¿se dice ahora así?) zona de confort.
 Y
 hoy es la hora de España. La calle canta en cada esquina, barra de bar o
 cola de supermercado, desenvuelta. Vox marca el debate. Desde las 
tribunas universitarias hasta los analfabetos funcionales, desde los 
lobbys neoliberales hasta los espectadores entretenidos en Sálvame 
D'Luxe. Todos impulsados por un líder a caballo que no ha leído un libro
 en su vida, aunque algún ilustrado haya blanqueado su ignorancia 
escribiendo un libro sobre él. 
El PP le ofrece ministerios; Ciudadanos, que venía a corregir al PP por el centro cuando el PP todavía no había derrapado tan a la derecha como con Casado/Teo, no duda en sumergirse en esa derecha que incluye a la ultraderecha ya independizada del yugo PP, y esto aunque el liberalismo de C's parezca incompatible, en cuanto a libertades públicas, con el liberalismo ultrarreaccionario de Vox.
El PP le ofrece ministerios; Ciudadanos, que venía a corregir al PP por el centro cuando el PP todavía no había derrapado tan a la derecha como con Casado/Teo, no duda en sumergirse en esa derecha que incluye a la ultraderecha ya independizada del yugo PP, y esto aunque el liberalismo de C's parezca incompatible, en cuanto a libertades públicas, con el liberalismo ultrarreaccionario de Vox.
 La
 oposición a esta perspectiva la lidera un PSOE que intenta atrapar el 
voto útil de la izquierda, es decir, el que pueda recuperar de las 
anteriores fugas hacia Podemos, pero intentando a la vez que Podemos no 
decaiga, pues lo necesitaría como aliado. ¿No parece algo 
esquizofrénico? Podemos, por su parte, parece haberse errojonizado sin 
Errejón, con un líder, Iglesias, al que ya sólo le queda volver a 
reivindicar otra vez a Alexis Tsipras, pero esta vez por haberse ido a 
la derecha.
 Si cuando en los 
años de la emergencia de Podemos a algunos les pareció aburrida la 
reedición de los nombres de Marx, Gramsci y otros etcéteras (toda 
aquella jerga de los años 70, siglo XX), cabe imaginar lo que significa 
para generaciones como la mía, que estudió Primaria en la escuela 
franquista, la reaparición en las crónicas políticas, medio siglo 
después, de nombres que enseñoreaban la Enciclopedia Álvarez de Tercer 
Grado, como Indíbil y Mandonio, Don Pelayo, Viriato, Isabel y Fernando, 
el Cid Campeador, el Gran Capitán, Carlos I de España y V de Alemania o 
Millán Astray. Sólo faltaba Isabel Pantoja, y ya ha saltado del 
helicóptero No es un chiste. Está pasando.
 El
 fenómeno Vox, aunque poco intelectual, ya lo adelantó intelectualmente 
el pasado año el columnista de El Mundo Jorge Bustos en su libro Vidas 
cipotudas, que incluye una relación de perfiles de personajes de la 
Historia de España, machos (incluida alguna fémina), valientes, 
canallas, aventureros, arrojados y, sobre todo, patriotas que, metidos 
en una túrmix, arrojarían hoy el zumo desde el que podría reconstruirse,
 si bien algo caricaturescamente, un personaje como Abascal. Son señales
 que estaban por ahí, aunque escondidas en las librerías, donde nadie 
va.
 Hay quienes relativizan el 
calado de la irrupción de la ultraderecha en los Parlamentos aduciendo 
que, cuanta más presencia consigan, más obligadamente pragmáticos se 
mostrarán, y exhiben el ejemplo de Podemos, que se inauguró como un 
partido antisistema y ahora apela constantemente a la Constitución. Pero
 es evidente que Vox, como Trump para lo suyo y el resto de referentes 
de esta anomalía, es formalmente un partido, pero no un partido 
político, sino antipolítico.
 Su
 política es la 'no política', aunque oportunistamente, como en el caso 
de la Región de Murcia, haya recurrido a algunos políticos, caso de 
Lourdes Méndez. Y esto porque la proclamación de la bandera y el 
sonsonete de «España, España» no dice absolutamente nada ni siquiera 
para los intereses reales de la gente que lo vota masivamente. De este 
engrudo no puede salir ninguna actuación política al margen de 
autosatisfacciones simbólicas intraducibles a los problemas de la gente.
 Por
 tanto, la vacuna contra Vox será su propio triunfo y el colapso 
consecuente a su impericia. Pero mientras tanto, la consecuencia podría 
consistir en el desbaratamiento del resto de fuerzas políticas, 
arrojadas a crisis internas irresolubles y a la incapacidad para las 
alternativas, todo ello en un panorama de enfrentamiento político 
extremo con lenguaje guerracivilista. En definitiva, justo lo que nos 
hace falta.
 O sea, que Trump no
 iba a ganar, ¿no? Eso decían los comentaristas al cierre de las urnas. 
Pero cuando desperté, el dinosaurio estaba allí. Ahora está aquí.
(*) Columnista

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