En apenas dos meses, el próximo 23 de junio, el Reino Unido (en
adelante, R.U.) decidirá en referéndum si permanece en la UE -una “UE
reformada” al “dictado” de las exigencias del Premier conservador David Cameron- o si practica el Brexit.
Vaya por delante que no creo posible entender esta enésima señal de
pérdida de confianza en el proyecto europeo por parte de sus Estados
Miembros (EE.MM.) sin encuadrarla en su contexto: la descomposición
factorial de la integración europea desde que se ha cronificado la peor
crisis de su historia. Y esta es la crisis que arrancó en 2008, la que
ha venido encadenando esta Gran Recesión todavía no superada en sus
macromagnitudes raquíticas, enormes índices de paro y exasperación de
las desigualdades.
La crisis de “deuda soberana”, la del euro, la del
Grexit, la de la catástrofe humanitaria que hemos dado en (mal) llamar
“crisis de los refugiados”. Y la crisis de fronteras y el
desmantelamiento de Schengen impuesto tras los atentados perpetrados por
la mutante amenaza del terrorismo yihadista en una nueva “emergencia
seguritaria” europea.
Y vaya por delante también mi convicción de que nada de lo que
venimos padeciendo en el curso de esta glaciación europea es accidental
ni producto de ninguna fatalidad, sino de una política abyecta y
contraproducente, vista sus consecuencias), impuesta por una correlación
de fuerzas hegemonizada por las derechas europeas (política,
ideológica, mediática y financiera) para desarbolar el Estado Social y
la dignidad del trabajo.
La decisión (equivocada y autolesiva) del referéndum Brexit
exhibe, sin duda, un componente nacional, de orden doméstico y
británico: David Cameron embarca a toda la UE en un envite decisivo. En
su último empeño como candidato a Primer Ministro (ha anunciado que no
volverá a presentarse), Cameron se compromete a “renegociar” el estatus
del R.U. en la UE en un pulso “make or break”. El conservadurismo
británico practica así una vez más el error de pretender contrarrestar
la pujanza de la extrema derecha nacionalista y eurófoba (UKIP, de Nigel
Farage) abrazando sus banderas.
Pero el efecto está ahí, y es sumamente
tóxico para la lógica europea: un pulso contra la integración, una vez
más de la mano de una Comisión débil (incapaz de embridar a los Estados
Miembros díscolos ni de recompensar a los que más se esfuercen por
mantener la vocación europeísta), y de un Consejo presidido por un
incompetente presidente del Consejo, el polaco Donald Tusk
(manifiestamente inepto para ese desempeño).
Tras teatralizarse un simulacro de “duras negociaciones”, Consejo y
Comisión Europea consienten a David Cameron hacer frente a la campaña
del “sí” a “la permanencia en la UE condicionada por las exigencias
británicas”.
En síntesis, los “logros” de Cameron se recitan como sigue:
a) Se pone oficialmente fin a la voluntad de alcanzar un “even closer
union” (unión cada vez más estrecha). El R.U. se desvincula.
b) Nueva acuñación de la “subsidiariedad”: toda legislación europea
quedaría paralizada si lo decide con su voto el 55% de los parlamentos
nacionales (lo que, de paso, privilegia a los EE.MM. con dos Cámaras
-España, R.U., Francia- frente a los unicamerales (Portugal, Países
Bajos…)).
c) Derecho de “intervención” de R.U. sobre la “Eurozona”. Dicho en
otras palabras: prerrogativa de freno sobre las decisiones del Eurogrupo
sobre el conjunto de la UE impuesto por aquellos EE.MM. que
voluntariamente no pertenecen al “Eurogrupo”.
d) Compromiso “político” (“Acuerdo de caballeros” (!!!), sin ninguna
eficacia normativa ni vinculante) para reformar las directivas sobre
libre circulación de personas, de trabajadores y sobre el derecho de
acceso a prestaciones de la Seguridad Social.
De lejos, este último “compromiso político” es el más grave e
inaceptable de todos. Por ser inconstitucional, contrario al derecho
europeo (art. 18 TFUE y su interpretación conforme a la Carta de
Derechos Fundamentales de la UE (CDFUE)), y por ser una violación de la
prohibición de discriminación por razón de nacionalidad (que protege a
los trabajadores de un Estado Miembro en otro Estado Miembro, y cónyuges
o familiares directos en el acceso a prestaciones) desde el origen de
la construcción europea (antiguos arts. 7 y 49 del TCEE de 1957).
De lejos, además, este último punto resulta inalcanzable sin su
aprobación por el Parlamento Europeo (PE). No se trata de su mero
“consentimiento” (consent), sino de su aprobación del procedimiento legislativo ordinario (codecisición)
y que hace del PE pleno legislador sujeto al carácter jurídicamente
vinculante de los derechos fundamentales consagrados en la CDFUE.
Somos muchos los que hemos opinado en público que no es verdad -no siempre- que un “mal acuerdo es mejor que un desacuerdo”.
Esa máxima leguleya no debe ni puede servir de carta blanca a la
regresión nacional ni a la desarticulación de los logros más preciados
de la construcción europea. El primero de los cuales, de largo, la libre
circulación; el espacio Schengen sin fronteras internas y la no
discriminación entre nacionales de la UE, ciudadanos todos europeos
protegidos por la CDFUE ante los actos de aplicación del derecho europeo
y sus instituciones.
El carácter “político” (no jurídico) de esos compromisos no los hace
irrelevantes -expresan el pésimo estado de la UE, pero tampoco los hace
menos abyectos. No lo hace menos preocupantes ni inaceptables.
Entristece que los británicos (de todas las opciones políticas) se
apresten a acometer este referéndum desalentando cualquier implicación
europea en el debate. A los demás europeos se nos disuade de intervenir
en “su” campaña por temor a resultar “contraproducente” en un entorno
cada vez más contaminado por la hegemonía de los medios de comunicación
antieuropeos (cuando no eurófobos) que dominan la formación de la
opinión pública en el R.U.
No deseo que el R.U. salga de la UE. Que salga el “sí” es mal menor
respecto del desastre que sería su “Brexit”. ¡Pero eso no hace buena la
desastrosa cadena de errores y de pasos perpetrados en la dirección
equivocada que nos ha traído hasta aquí!
(*) Europarlamentario socialista español