echaron de
Era el domingo 2 de marzo de
2014. Hace menos de veinte meses. Para quien había sido atacado dos
veces por "un cachalote asesino, un odontoceto de la peor especie con
dientes como sables, dispuesto a mutilarte, triturarte y enterrarte en
cal viva en un santiamén", aquello parecía una calamidad más soportable.
Acariciaba incluso la idea autocomplaciente de Orwell de que en ningún
sitio se vive como en la panza "acogedora y hogareña" de una ballena.
Pero el caso es que había sido fulminado por el rayo.
Rajoy había sobrevivido a la
publicación de la prueba inequívoca de su complicidad con la corrupción:
el SMS a Bárcenas cuando ya sabía de sobras que tenía el fortunón en
Suiza. Yo no había sobrevivido en cambio a la ofensiva desatada por él
cuando me acusó en sede parlamentaria de "mentir", "manipular" y
"tergiversar" entre los aplausos de su grupo parlamentario. Ya no era el
director del periódico que había fundado un cuarto de siglo atrás; pero
estaba dispuesto a recorrer en sentido inverso el conducto por el que
había sido engullido domingo tras domingo. Tocaba reinventarse.
Así nació el Arponero Ingenuo.
Con esta declaración de intenciones: "Escribiré cada semana con la
esperanzada resignación del náufrago. Con el aire triunfal del
derrotado... A los decapitados ya nadie puede cortarnos la cabeza". Y
con una bella cita del especialista en cetáceos Philip Hoare en ristre:
"Un hombre debe perder la vida para salvarla". Lo primero de todo era
saber lo que tenía enfrente, mirar a la cara al Leviatan. Releí a fondo
Moby Dick y aproveché mi primer viaje a Londres para pasar unas cuantas
horas reflexionando en la Sala de las Ballenas del Museo de Historia
Natural, contemplando extasiado la envergadura de la Balaenoptera
Musculus "con sus 30 metros de eslora, su silueta abrumadora y un rictus
burlón en el hocico".
Significativamente aquel día se cumplía el centenario del discurso de
Ortega en el Teatro de la Comedia y me di cuenta de hasta qué punto su
reivindicación de una "nueva política" y sobre todo su diatriba contra
la "vieja política" seguía en vigor: "Nada puede soliviantar a un
patriotismo que mira las cosas con alguna sutileza como la supervivencia
de un gran partido exento de ideas políticas... El partido se compone
en su inmensa mayoría de gentes que no son otra cosa que miembros del
partido. El partido no vive de ellos, ellos viven del partido. He aquí
lo que es el partido: un recinto donde los últimos representantes de la
España vieja se hacen fuertes contra la nueva opinión pública".
Para colmo de coincidencias
aquella tarde murió Adolfo Suárez, el único dirigente político al que
habíamos visto quitarle poder a la ballena del Estado para devolverlo a
la sociedad civil. Hasta las Furias del Prado bajaron de sus cuadros
para rendirle homenaje viendo pasar su cortejo fúnebre. Enseguida se
publicó mi libro sobre el final del Trienio Liberal -La desventura de la
libertad-, basado en los papeles ocultos del primer ministro Calatrava y
resultó obligado reivindicar el éxito de la transición en contraste con
aquella época ominosa en la que la ballena era el Rey felón. O aquella
otra del Caudillo de España por la gracia de Dios. Pero, claro, la
cúpula de aquella clase política que alcanzó el consenso constitucional
del 78 estaba a la altura del momento histórico y luego todo fue
degenerando hasta desembocar en el antiliderazgo del oscuro registrador
de la propiedad de Pontevedra y su equipo de colaboradores a tono.
Las elecciones al Parlamento
Europeo con la irrupción de Podemos supusieron el primer gran
tantarantán a lo establecido y sin embargo quien dimitió a los pocos
días como un político cualquiera no fue el presidente del Gobierno sino
el Jefe del Estado. El Arponero explicó aquella mañana a quien quiso
escucharle que era "un mal final para un buen reinado" y un "pésimo
precedente para la institución". Recibió a Felipe VI con el "relincho
del caballo del Rey Patriota", haciendo suyas las palabras de
Bolingbroke: "La Majestad no es una luz propia sino reflejada... Tan
sólo un Rey Patriota puede salvar a una nación que se halla tan próxima a
su ruina". Pero advirtiendo que "a menos que su entronización vaya
acompañada de un impulso reformista, el reinado de Felipe generará
pronto la frustración que sigue fatalmente a las ilusiones mal
fundadas".
Rajoy siguió, naturalmente,
"estólido en su estrago" pues "ya domesticado en su cadena/ ni de su
daño y su baldón se irrita/ ni a los clamores del valor despierta". La
definición había surgido de los versos del Pelayo de Quintana. Y "por el
camino de la Reina Gobernadora" -el abortado intento de Rajoy de
cambiar la ley electoral de las municipales- , mientras la sede de la
calle Génova, como las ruinas de Itálica, devenía en "de lagartos vil
morada", nos topamos ya con "El Estafermo", mi artículo gozne inspirado
en un relato del excéntrico Gérard de Nerval que llevaba de paseo a una
langosta como si fuera a un caniche.
Enseguida me di cuenta de que
Rajoy era la hechura perfecta de aquel pobre hombre que sacaba pecho en
casa tras conseguir trabajo como estafermo en un remedo de las justas
medievales. Lo retraté como "una veleta manejada por el viento, un
diapasón que reverbera sonidos externos, un gong sobre el que golpea el
mazo ajeno, un pelele en el torneo político que sirve en la misma
carambola de saco de las bofetadas y títere de cachiporra". Como "el
autómata sin iniciativa, el papamoscas de la catedral de Burgos, el
hombre sin atributos de Musil; ahí plantado como un guardia urbano con
sus guantes, su porra y su silbato que, cuando menos lo esperas, te da
una leche por la espalda". Como "el brazo listo y el brazo tonto de la
ley, empalmados en un mismo priapismo" que "ni a conejuelo de gazapera
llega" porque no es sino "el crustáceo exánime, esa palinurus
interruptus que arrastraba Nerval simulando que había tracción entre sus
pinzas".
Con ser elocuente que el diario,
tantas veces indomable, que yo había fundado no publicara este
artículo, mucho más lo fue que, una vez colgado en medium.com,
se convirtiera en el más leído de mis casi cuarenta años como escritor
dominical. Era la demostración empírica de que no hace falta papel para
cumplir las tareas y misiones que una sociedad democrática espera de la
prensa. Siguió un desagradable mes de encadenamiento. Pero la senda
hacia la fundación de El Español estaba abierta, previo paso por el
Ateneo donde quedó prendido el Manifiesto "Contra unos y otros", delante
de muy cualificados testigos: "Hay que hablar con toda claridad. Es muy
difícil, casi imposible, que la nueva política pueda brotar de las
madrigueras en las que siguen atrincheradas las comadrejas de la vieja
política... La nueva política precisa de nuevos políticos y si fuera
necesario de nuevos partidos". Pronto las elecciones andaluzas,
municipales, autonómicas y catalanas comenzarían a darme la razón.
El 1 de enero lo anuncié:
"Nuestro periódico será universal pero se llamará El Español" y
enseguida expliqué en nuestro blog que "para poder seguir persiguiendo
ballenas, el arponero ha tenido que hacerse armador" porque "los mayores
barcos ponen rumbo a estribor tan pronto como surge en lontananza el
menor atisbo de cachalote blanco". Pero aun quedaban por delante nueve
laboriosos meses de gestación en los que me tocaba seguir ocupando como
articulista la proa de una frágil chalupa.
Por el camino había perdido a mi
gran cómplice creativo de un cuarto de siglo Ricardo Martínez pero
había encontrado ya a Javier Muñoz, luminoso productor de atmósferas
visuales. Pronto comenzamos a hacer travesuras tan literarias como
plásticas, rememorando de la mano de Modesto Lafuente las "tragaderas"
de los políticos que, según Fray Gerundio, engullen "ruedas de molino" y
lo que sea menester para agradar al jefe; adentrándonos en el "melonar
horrendo" en el que, según Anton del Olmet, el aspirante a medrar
"suaviza la lengua, llega a una antesala, penetra en un despacho y
limpia con prolija asiduidad las infructuosidades del ojete de un
prócer"; o recorriendo con la nariz tapada la "fermentada letrina", en
la que según Donoso Cortés, se anticipaban durante la era isabelina
todas las corrupciones de ahora.
Por unas horas mi arpón se hizo
tenedor en la Sala de las Batallas del Castillo de Versalles para tratar
de averiguar "si fue primero la delicada mordida en el foie gras, la
suave suspensión en la espuma de champiñón silvestre, la flexible
consistencia de las mullidas gougères que sirven de percutiente nido al
resto del manjar o la inesperada sorpresa, toma castaña, del fragmento
de marrón glacé que endulza un inolvidable bocado, salado y alado, poco
aerodinámico y nada rockanrol, pero muy color caramelo de ron". Y
también la lanza se tornó caña cuando tocó honrar en su centenario al
inmortal Francisco Giner de los Ríos, "tan desesperado del presente como
seguro del porvenir".
Por lo demás volaron venablos
por doquier. Hacia el revolucionario que decapitó a su compañero de
viaje, hacia Maria Dolores de las Mentiras, los inolvidables Hernández y
Floriández, el líder del PAIDECLA (Partido de las Ideas Claras vulgo
PSOE), el Monarca Castizo necrografíado por Ana Romero o por supuesto
los atrabiliarios maquinistas y fogoneros del último tren de Katanga que
llevan camino de mutar en tragedia la farsa catalana. Poco o mucho,
algo habrán contribuido mis arponazos a pinchar el "hombre globo" que
durante cuatro años lleva tomándonos a los ciudadanos por "besugos
filósofos, yacentes sobre la banasta". Esa es la misión del periodismo:
asaetear al poder.
Ha querido el destino que el
imberbe pavisoso que se prestó hace dos años a desencadenar todo este
proceso acabe de ser devuelto al ostracismo profesional del que nunca
debió salir. Ni siquiera merece que zapatee sobre su tumba. Su nombre
solo salpicará una nota a pie de página cuando los manuales expliquen
cómo se destrozan y crean los periódicos. En esta creación estamos hoy
un centenar de periodistas, directivos, comerciales y técnicos
"federados en una sola quilla" que decía Melville, dispuestos a recorrer
"todas las islas del mar y todos los confines de la tierra", rompiendo
aguas ya para "presentar todas las querellas del mundo ante ese
tribunal" de la civilización humana que es
la opinión pública. Pero no me llaméis más Ismael. El próximo domingo
leeréis la primera carta del director de El Español.
(*) Periodista