El pasado 14 de octubre
falleció fulminantemente Emilio Valerio víctima de un derrame cerebral
y, quién sabe si también, de las consecuencias derivadas del acoso
inclemente que sufrió por parte de varios funcionarios públicos que,
sirviéndose de las potestades de las que dispone el Estado y ellos
ejercitan, usan y abusan de ellas en contra de los ciudadanos, en este caso
contribuyentes, que somos los que pagamos su sueldo.
Esta introducción obliga a exponer someramente el lacerante vía crucis por el que infundadamente se hizo pasar a Emilio Valerio.
El
afectado era propietario junto a su mujer de un pequeño grupo de
empresas que explotaba y dirigía con entusiasmo y no poco éxito hasta
que la administración tributaria
se cruzó en su camino.
Tras una inspección fiscal poco edificante en su
desarrollo y formalidad, los funcionarios actuantes consideraron —sin
base o fundamento alguno— que las empresas de Emilio Valerio constituían
un grupo artificioso ideado para la emisión masiva de facturas falsas
entre ellas y que, fruto de ello, en sus declaraciones tributarias se
habían deducido fraudulentamente elevados importes de IVA.
Con base en lo anterior, la
administración tributaria formuló una denuncia por posibles delitos
fiscales contra él y contra su mujer. La ausencia de base y de
fundamento las afirmo con conocimiento de causa, dado que por haber sido
perito de la defensa en el procedimiento judicial posterior, analicé los hechos y las circunstancias concurrentes en el caso.
Pese a su evidente carácter infundado, la denuncia fue asumida
íntegramente y de forma absolutamente acrítica por parte de la Fiscalía,
que procedió a acusar a ambos cónyuges de la comisión de 31 delitos
—contra la Hacienda Pública, por falsedad documental y de frustración
contra la ejecución—.
Con la acusación, el fiscal del caso
solicitó la condena de ambos cónyuges al pago de más de nueve millones
de euros y al cumplimiento de más de 37 años de cárcel (cada uno). El Servicio Jurídico de la Administración asumió en todos sus términos la denuncia y la acusación que he reseñado.
Abusando de la presunción de veracidad atribuida a lo manifestado por
funcionarios en documentos públicos y de las consecuentes potestades de
las que dispone el Estado, Emilio Valerio y su mujer sufrieron el embargo de sus ingresos y bienes,
circunstancia que les ocasionó evidentes dificultades para sufragar los
gastos del ejercicio de su derecho a la defensa e incluso para afrontar
sus propios gastos vitales.
También tuvieron que soportar el descrédito
social que ocasiona una acusación como la que se les hizo y, por
supuesto, la práctica ruina de su pequeño grupo empresarial.
No es difícil imaginar la presión psicológica que les ocasionó todo
lo expuesto a lo que sumó la zozobra provocada por la amenaza de ingreso
en prisión que sobre ellos pesaba. Yo no le he de imaginar, pues lo
percibí directamente durante el tiempo en el que estuve elaborando el
informe pericial que luego defendí y ratifiqué en el juicio posterior.
Pude personalmente comprobar el drama que vive cualquier
contribuyente acusado de semejantes delitos cuando en realidad la
acusación no responde más que a ficciones inventadas y recreadas por los acusadores.
Pasado un tiempo, en 2021 tuvo lugar el juicio del caso. Valorando
las intervenciones de los acusadores, de los defensores, de los testigos
y de los peritos que intervinieron en sus sesiones y comprobando las
pruebas existentes, el tribunal actuante sentenció la absolución de los
dos acusados por no estar acreditado ni que el grupo de empresas fuera
una artimaña para la defraudación ni que las facturas pretendidamente
falsas lo fueran.
Pero aún más, en el contenido de la sentencia
los juzgadores descalificaron de forma contundente la actuación llevada a
cabo por los funcionarios de la Administración, constatando los múltiples defectos y carencias de la inspección tributaria que llevaron a cabo.
Evidentemente, la descalificación a los inspectores tributarios puede
—debe— extenderse al fiscal actuante por haber asumido de modo acrítico
lo que ellos realizaron y concluyeron y también, por el mismo motivo,
al abogado de la Administración que intervino en el caso.
Ninguno
de ellos ha tenido consecuencia negativa alguna por el calvario que, de
modo absolutamente infundado, hicieron pasar a dos ciudadanos.
Lamentablemente, la historia no acabó aquí. Derrotada justa y estrepitosamente en sede penal, la Administración tributaria decidió continuar el acoso a los contribuyentes en vía administrativa y,
entre otras cuestiones, mantuvo embargado su patrimonio prolongando así
las dificultades económicas que para vivir, defenderse judicialmente y
gestionar sus empresas, se ocasionaban a los dos afectados.
No es necesario extenderse para que el lector se haga cargo de los
sufrimientos de todo tipo que llevaban —llevan— arrastrando desde hace
tiempo Emilio Valerio y su mujer por todas las consecuencias ya citadas.
En un escenario así, la elevada presión soportada puede llegar a
jugar malas pasadas psicológicas y físicas y, desgraciadamente, estas
últimas son las que han pasado factura a Emilio Valerio el pasado
miércoles, fatídico día en el que un derrame cerebral culminó
la obra impulsada por el grupo de funcionarios a los que me he referido.
Solo ellos sabrán si pueden tener la conciencia tranquila, si pueden
dormir con normalidad, o si consideran que ejercitaron sus funciones con
la responsabilidad que es exigible a los servidores públicos en quien
confiamos el ejercicio de las casi ilimitadas potestades públicas que
les confiamos.
Espero que cuando menos ahora sean conscientes de que
acosar de ese modo y sin fundamento a cualquier persona, ocasiona al
acosado daños que pueden llegar a ser irreparables, como irreparable es
el fallecimiento de Emilio Valerio.
En mi opinión, lo que he descrito es un supuesto de flagrante abuso
de los poderes del Estado, en este caso de especiales dimensiones, que
en esta ocasión y lamentablemente ha finalizado de manera especialmente
dramática.
Es ya la hora de plantearnos como sociedad que nuestras leyes
no pueden basarse en considerar que el Estado es todo y que el
individuo es nada, que el nivel de las potestades de las que disponen los funcionarios públicos es excesivo,
que en todo caso es necesario establecer un control riguroso del modo
en el que las ejercitan, y que debe regularse la exigencia de la
pertinente responsabilidad a aquellos que las ejercen sin responder a
los criterios de legalidad, responsabilidad, proporcionalidad y mesura.
(*) Técnico Auditor del Estado, Inspector de Hacienda, ex director de la Agencia Tributaria y ex presidente de la SEPI