Imaginemos un cambio político de ficción. Un Estado español sujeto a
la división de poderes. Represéntese por un momento la posibilidad de
que las fuerzas políticas que quieren remover nuestra inmadura
democracia lo consiguen, forman un nuevo Gobierno, y aprovechan para
preservar legalmente la independencia del Poder Judicial y del
Ministerio Fiscal. Quizá, entonces, cientos de personas integradas en el
PP o sus aledaños comenzarían a ser citadas por hechos de corrupción
ante la justicia española.
Para reforzar este ciclo el nuevo Gobierno
podría aprobar una Ley Anticorrupción, minando todas las ventajas de la
delincuencia actual a la hora de ocultar los frutos del delito.
Asimismo, cabría reforzar la posición de los testigos y denunciantes,
resarcirles ampliamente para que no les depare ningún perjuicio
participar en el proceso, y sancionar severamente a quienes pretendan
manipularles o amenazarles. Imagine que como en EE.UU. nuestra
legislación llega a tipificar el delito de perjurio del imputado o
acusado.
Ante esta avalancha legal, pese a su legitimidad y proporcionalidad
frente a una corrupción galopante, los populares manifestarían que están
siendo “perseguidos”, y que se estaría “fabricando” una legalidad
específicamente proyectada a encarcelarles. Es exactamente lo mismo que
está haciendo hoy el Gobierno Central frente al procés independentista
de Catalunya, sólo que deformando hasta límites insospechados la
adecuada interpretación de las normas y el funcionamiento de las
instituciones.
Mediante reformas legislativas apresuradas e
inapropiadas, el Gobierno ha involucrado al Tribunal Constitucional en
el conflicto de Catalunya desnaturalizando su posición, arrastrándole
hasta el lodazal de la pelea como si de un juzgado de instrucción se
tratase. El Gobierno ha desviado a un Tribunal de “garantías” hacia el
círculo represivo o sancionatorio.
El PP expresa así su desconfianza en la Justicia ordinaria derogando
“de facto” para Catalunya la práctica judicial al uso, cargando en las
espaldas del Alto Tribunal responsabilidades que no le corresponden por
ser más propias del “Poder Judicial”. Y en lo tocante al Ministerio
Fiscal, no olvidemos que inicialmente la Fiscalía de Catalunya se negó a
formular acción penal contra el expresident Artur Mas.
Nunca antes toda
una fiscalía territorial se había posicionado de tal modo contra el
criterio de la Fiscalía General. En noviembre de 2014, Torres Dulce
impuso la imputación de desobediencia contra el expresident. Presionar
en tales términos al Ministerio Público revela la presencia de un ánimo
extrajurídico desde una posición de influencia política, alterando
descaradamente la práctica judicial imperante.
La Constitución española (CE), nacida el día 29 de diciembre de 1978,
fue el vástago predilecto de la denominada “transición política”. Sin
embargo, su reparto competencial entre el Estado y las Comunidades
Autónomas es ambiguo, contradictorio, disperso, insuficiente e
inconcluso. La versión formal de nuestra Constitución se ha venido
completando mediante los diferentes Estatutos de Autonomía. La redacción
de estos no supone ni mucho menos una mera aplicación de la
Constitución, sino, más bien, el fruto de un mecanismo paccionado entre
el Estado y cada Comunidad Autónoma. Para que este proceso de
consolidación constitucional funcione, ha sido crucial un entendimiento
fruto de las relaciones más elementales de lealtad entre el Poder
Central y los diferentes Poderes Autonómicos.
El Estado de las
Autonomías y el Estado Central encuentran en la Constitución una nave de
integración, pero insuficiente si no se abastece de nuevos contenidos
mediante la aprobación o renovación de los diferentes Estatutos de
Autonomía. Este complejo programa de actuación implica una voluntad
constituyente diferida en el tiempo, diacrónica, que se va actualizando
conforme avanza La Constitución Estatutaria del Estado Autonómico
(bloque de la constitucionalidad).
En definitiva, la Constitución de 1978, a la hora de regular el
Estado Autonómico, nace muy incompleta por la resonancia del franquismo,
el ruido de sables y los fantasmas que minan nuestra compleja historia
política y social. Sin lealtad entre los diferentes protagonistas (el
Estado Central, Catalunya, Euskadi, Galicia, Andalucía y el resto de las
Comunidades) este sistema ha colapsado con la crisis del Estatut.
La crisis estatutaria en Catalunya es a todas luces netamente
política. En el año 2006 se aprobó un nuevo Estatut, confirmado por el
Parlament catalán, el Congreso de los Diputados y -lo que es más
relevante- por referéndum del pueblo de Catalunya, bajo una mayoría
superior al 70% de los votos emitidos. En el Parlament sólo se opuso a
su aprobación el PP. Y en el Congreso, se opusieron de nuevo el PP,
rechazándolo como excesivo; y ERC, por considerarlo insuficiente.
Como el PP no aceptó el mandato dimanante del poder constituyente
encarnado en el citado referéndum, el día 21 de julio de 2006 formuló
recurso de inconstitucionalidad contra el Estatut ante el Tribunal
Constitucional. Fue presentado por Federico Trillo y Soraya Sáenz de
Santamaría. El Tribunal Constitucional rechazó aspectos cruciales del
Estatut, tales como el reconocimiento de la nación catalana y el uso
preferente de su lengua dentro de la Comunidad Autónoma.
Esta resolución
de nuestro Alto Tribunal implica una doble ruptura. Por una parte, se
quiebra la lealtad institucional como motor estatutario dirigido a
completar nuestra Constitución formal, pues el PP consigue, a través de
una instancia no constituyente, quebrar la voluntad popular y lo
acordado por dos parlamentos.
Por otra parte, implica que el pueblo de
Catalunya deba regirse por un Estatut que no ha aprobado, y cuyas
determinaciones se adaptan exclusivamente a la voluntad del PP (con muy
escaso respaldo ciudadano en Catalunya) y de un Tribunal desdibujado y
politizado al extremo.
El día 23 de enero de 2013 el Parlament aprobó por amplia mayoría la
“Declaración de Soberanía y del derecho a decidir del Pueblo de
Catalunya”. Pese a que el Tribunal Constitucional la suspendió
(8/5/2013), los independentistas sometieron a votación del Parlament las
“Conclusiones de la Comisión de Estudio del Proceso Constituyente”. Al
consolidar bajo tal frontalidad esta voluntad de poder, la soberanía
nacional catalana entró en pugna con el Gobierno Central. Una
“Declaración de soberanía” de tal naturaleza imponía un nivel de diálogo
político de máxima intensidad.
Pero el PP no es un partido que actualmente pueda asumir
políticamente estos hechos. Muy debilitado por las tramas de corrupción
protagonizadas por sus miembros, y especialmente por el desastre
financiero de las Cajas y la Gürtel, Rajoy carece hoy de legitimidad y
fortaleza política para lidiar con sus ultras de extrema derecha y, al
unísono, con ERC, PDeCAT y La CUP. El pacto político debe orientarse
hacia un referéndum pactado en Catalunya en relación con la
independencia.
Pero Rajoy sabe perfectamente que tal acuerdo le llevaría
a perder millones de votos. A su vez, los populares no pueden afrontar
la pérdida del poder político en el Gobierno Central, pues ello podría
implicar que cobrase realidad la ficción de un Estado con división de
poderes. Se abriría así un horizonte punitivo que podría incluso suponer
la desaparición del PP. Si ya les va mal con una fiscalía controlada
por un Fiscal General del Estado “reprobado”, es de prever que con una
acusación pública y una maquinaria judicial independientes se jugarían
la supervivencia política.
Al ser inasumible políticamente el conflicto lo coherente sería
dimitir, para liberar al Estado en su totalidad de la escasísima
legitimidad del Gobierno. Pero no hay sucesor de Rajoy ni democracia
participativa en el PP, y con su dimisión no desaparecería del horizonte
la posibilidad de que un cambio político tuviese éxito. Justo parece lo
contrario.
Bajo estas premisas, el PP, sitiado por su corrupción y muchos
callejones sin salida, tiró de su rancia “realpolitik” arropado con la
bandera rojigualda y una legalidad perturbada. Para afrontar la ofensiva
soberanista de Catalunya, el Gobierno Central abrió dos frentes, a
nivel penal (i) y jurídico-constitucional (ii). Pero, siendo el
trasfondo del problema de naturaleza netamente política, el discurso
jurídico en ambos frentes ha sido barrido por estrategias puramente
electorales y partidistas. Por lo demás, la política como plasmación del
poder constituyente no encuentra cabida en el Derecho, salvo
subvirtiéndolo, convirtiéndolo en una mascarada de excesos donde nada es
lo que parece. Se escenifica el carnaval del “posderecho”, la
perversión de lo jurídico por excelencia.
Sólo en este contexto cabe
concebir el ambiente de proyecciones neuróticas y catastrofistas montado
por diversos dirigentes del PP para Catalunya, lanzando toda clase de
amenazas, anticipando consecuencias negativas para actos futuros,
mediatizando a otros poderes del Estado que deberían ser independientes,
previendo que habrá televisiones intervenidas, funcionarias
expedientadas o separadas del servicio, despidos masivos, generando una
atmósfera represiva incompatible con el Estado de Derecho de una
Democracia.
En cuanto al frente penal (i), por una parte, el Fiscal General del
Estado, mediante Instrucciones dirigidas a evitar el referéndum de 1 de
octubre, descarriló invadiendo las competencias jurisdiccionales de la
magistrada del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya “que ya venía
conociendo del asunto”. Y, por otra parte, se ha desproporcionado la
calificación penal de los hechos relacionados con el procés, atribuyendo
conductas sediciosas a manifestantes simplemente indignados ante un
Gobierno en absoluto dialogante y de impronta corrupta.
Lo que en la
práctica judicial del día a día no pasaría de ser un delito de
desórdenes públicos (artículo 557 del Código Penal), o de daños
(artículo 263.2.4º del Código Penal) o de atentado (artículo 550 del
Código Penal), el PP lo somete a su turbocompresor del “posderecho” y la
judicialización de la política. Como resultado, unos meros
manifestantes son vistos por Fiscalía como sediciosos. Sedición implica
“alzamiento” contra los poderes del Estado, con ánimo de derrocarlos
para alcanzar la independencia de Catalunya.
Sin embargo, nos referimos a
manifestantes pacíficos, que no iniciaron acción alguna “susceptible
de” afectar al núcleo esencial de los poderes del Estado, o propiciar su
derrocamiento. Esta desproporción se ha culminado ingresando en prisión
preventiva a Jordi Sànchez y Jordi Cuixart, líderes sociales presentes
en múltiples manifestaciones similares a la del pasado 20 de septiembre
ante la Conselleria de Economía, por cuyo desarrollo se entendió que
habían delinquido.
Esta descomunal subversión de las leyes desembocó en la negra
explosión de autoritarismo del pasado 1 de octubre. A alguien se le
ocurrió que se había prohibido votar a toda la sociedad civil catalana,
cuando ni tal prohibición se estableció por el Tribunal Constitucional,
ni cabe concebirla tan generalizadamente en un Estado de Derecho
Democrático, ni puede relacionarse la prohibición de organizar un
referéndum con el hecho -muy distinto- de votar en el mismo.
En cuanto al frente jurídico-constitucional abierto contra la
Catalunya independentista (ii), el artículo 155 CE habilita al Gobierno
Central para adoptar en ciertos supuestos medias coercitivas contra las
Comunidades Autónomas, colocando a los cargos de éstas en inferioridad
jerárquica respecto de la Administración Central. La aplicación de este
precepto ya se ha adelantado “de facto” por Rajoy y algunos de sus
ministros, saltándose de la forma más descarada el preceptivo y
vinculante control del Senado. La intervención autonómica que ahora
pretende imponer el Gobierno viola el propio Estatut (artículo 67.7),
inventándose una nueva causa de cese del President.
El artículo 155 CE es como una caja negra que, sin embargo, se
encuentra casi vacía y sin estrenar. La maldición histórica para España
supone que el PP, el partido de la Gürtel, del rescate bancario y de la
corrupción galopante, sea quien decida si procede destaparla en
Catalunya.
A lo largo de la crisis del Estatut, el Gobierno de Rajoy ha
reinventado nuestro Ordenamiento Jurídico bajo una propaganda de
posverdad que, inevitablemente, ha desembocado en el posderecho. No le
quedaba otro remedio; ante la opinión pública debía convertir hechos
políticos constituyentes en un asunto delictivo común, sujeto al Código
Penal mediante una exhorbitante judicialización de la política. El PP
rellena lo que la norma no contempla focalizado en eliminar a sus
enemigos políticos. Pero el artículo 155 CE no prevé una suplantación
política, sino una reorientación jerárquica, puntual y meramente
administrativa.
No puede concebirse que dicho precepto habilite para
para convocar elecciones o regular estados excepcionales a capricho, al
margen de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de
alarma, excepción y sitio. En un precepto tan escuálido y cuya
aplicación carece de precedentes, resulta descabellado dirigirse hacia
las interpretaciones más extremas, sobre todo cuando conducen a imponer
un régimen autoritario en Catalunya. Algo así, tan lesivo para el
equilibrio de los poderes del Estado Autonómico, o se prevé
expresamente, o forzoso es concluir que no se contempla. Pero el
Gobierno Central, enfermo de corrupción, intenta obtener legitimación
como pacificador de Catalunya, cuando en realidad una mayoría social en
España, más bien, necesita protegerse del PP.
Mediante tal uso del artículo 155 el Gobierno Central expresa un
manifiesto sesgo autoritario, no sólo porque pretende suplantar a todos
los cargos democráticos de Catalunya (vulnerando el artículo 23 de la
Constitución y el propio Estatut), sino también porque asimismo desplaza
al propio Poder Judicial. Es decir, prejuzga la comisión de hechos
sediciosos, y anticipa unilateralmente el reproche penal, sin que
concurra resolución judicial firme. Entre tanto, fiscalía no se opone a
que vaya conociendo de la supuesta sedición una magistrada instructora
de la Audiencia Nacional, órgano judicial incompetente para abordar el
asunto.
Al afrontar de modo tan impropio la crisis de Catalunya, por muchas
cortinas de humo que monte, el Gobierno Central no puede evitar que se
manifieste su debilidad en dos aspectos: Su incomprensión y su
incoherencia.
La incomprensión estriba en que la Constitución Española nunca ha
encajado con la mentalidad del PP. Ya desde su tramitación en el
Congreso votaron en contra de su aprobación cinco diputados de Alianza
Popular, entre ellos Álvaro de Lapuerta, tesorero del PP (1993-2008) e
imputado en el caso Bárcenas. Respecto de estos disidentes Manuel Fraga,
lejos de contrariarse, manifestó que nunca se había sentido tan
portavoz de Alianza Popular, y que la referencia a las “nacionalidades”
era incompatible con la unidad de la Nación (artículo 2 CE).
El PP no habita en una España plural, sino en una plataforma
territorial de intereses dominados por un reducido grupo oligárquico,
actualmente en declive a nivel internacional. Una España diferente está
emergiendo de las cenizas de la crisis, consciente por dura experiencia
de que la senda autoritaria del actual Gobierno conduce a la pobreza y a
la arbitrariedad, bajo represión y mordaza. El PP no ostenta la
legitimidad y el respaldo social indispensable para resolver esta
crisis. Basta su mera presencia para que millones de personas incluso
desprecien los símbolos de los que se rodea. El mero discurso
jurídico-formal ya suena vacío. Demasiada gente se ha enterado de que
nuestra forma de gobierno no se rige por la división de poderes. No
menos personas advierten que el Gobierno Central politiza el Derecho y
judicializa la política, introduciendo troyanos en el sistema que
aniquilan el Estado de Derecho.
Sr. Rajoy, no justifica la denegación del diálogo su debilidad
política para afrontar la negociación. En asunto tan relevante se impone
la lealtad institucional, el deber de ser respetuoso con el programa
constituyente de la Constitución de 1978. Todo el mundo ha comprendido
esto y el sistema nunca antes se había infartado. El bloqueo actual, Sr.
Rajoy, carece de precedentes, y no puede leerse en clave de media
docena de preceptos penales, mal colgados en esa percha infinita que
representa para Vd. el artículo 155 CE. Sería fantástico para su
mentalidad que el término “nacionalidad” pasase al mismo cajón que otros
términos y expresiones como, por ejemplo, “el derecho a disfrutar de
una vivienda digna”. Se comprende. Pero los partidos independentistas,
respaldados por millones de personas, no lo toleran.
Al desarrollar esta estrategia, la incoherencia del PP resulta
extraordinariamente llamativa. Por una parte, acude al Derecho para
embutir un problema político del máximo rango -constituyente- en media
docena de tipos penales. Resulta extravagante a simple vista. Pero, por
otra parte, mediante tal estrategia ni siquiera se va a conseguir
superar la crisis, sino más bien incrementarla o enquistarla. Los tipos
penales de la rebelión o sedición no le van a resolver el problema
político en Catalunya, Sr. Rajoy. Me cuesta creer que Vd. no se dé
cuenta. No se trata de una milicia armada, de un grupo terrorista o de
sesenta coroneles hastiados de la corrupción y que deciden alzarse
contra los altos organismos de la nación. No, en absoluto, Sr. Rajoy.
Hablamos de varios millones de personas que se manifiestan muy
pacíficamente. Tras múltiples y reiteradas manifestaciones masivas, sólo
en una de ellas se produjeron daños criminalizados en 3 vehículos
públicos. Gran número de personas que viven en Catalunya quieren decidir
si se independizan de España. Es imprescindible escucharles, dialogar y
negociar con ellos. El posderecho que le han recomendado, una cuantas
sentencias, requerimientos y encarcelamientos ilegales e ilegítimos son
inútiles para resolver el grave problema ocasionado. La indignación
generalizada no se resuelve a palos, o imponiendo un régimen autoritario
mediante una reinvención disparatada del Derecho.
La implosión del Estatut ha discurrido en paralelo con la explosión
del Régimen del 78. Legitimidades e ilegalidades. El frenético carnaval
jurídico, esta clamorosa subversión de las normas, se debe a que no se
ha querido afrontar la naturaleza y alcance del conflicto político
invocado por Catalunya. Es imprescindible que la crisis se reconduzca a
través de una convocatoria electoral. Reordene todo esto, señor Rajoy,
porque su versión del 155 CE es tan ineficaz como entrar en la
independencia sin al menos contar con el 60% del censo electoral a
favor.
(*) Ex magistrado