Ante
la masacre continuada que lleva a cabo Israel en la Franja de Gaza,
la crítica que dirigimos a sus dirigentes y su ejército, resulta
poco más que estética, nada que ver con la algarabía con que nos
lanzamos contra Rusia en la guerra de Ucrania, en la que se enfrenta
a Occidente y la OTAN (es decir, a nosotros), y llena de
justificaciones y eximentes.
Como con sordina: queremos que quede
claro nuestro disgusto, sí, incluso nuestro horror ante las muertes
y las penalidades de dos millones de personas en Gaza, sí, pero sin
ser acres ni insidiosos, porque la razón está con Israel frente a
un pueblo que, de hecho y de derecho, carece de títulos para
oponerse a ese Estado tan valiente y avanzado, obra de Dios en la
Tierra Prometida: casi nada.
No
nos atrevemos, desde la sociedad visible (o sea, los políticos, la
prensa, las instituciones) a ser demasiado duros con los criminales
autores de esas atrocidades. Respondimos al desencadenamiento de esta
última crisis en Gaza, tras el extraordinario ataque (sangriento,
metódico, osado) de Hamás a Israel del 7 de octubre de 2013, con la
consabida y tantas veces utilizada comprensión hacia Israel, es
decir, reconociendo su “derecho a defenderse”, como si no
supiéramos en qué consiste en realidad ese “derecho”, ni cómo
lo utiliza el Estado israelí, que figura entre la media docena de
primeras potencias militares del planeta, contra el pueblo palestino
inerme, o los reducidos grupos armados que, sin embargo, la desafían
desde Gaza o el sur del Líbano, recordando que nunca se rendirán.
Y
enviamos a nuestros presidentes, ministros y gerifaltes de Occidente
a dar el más sentido pésame a quienes sabemos que devolverán el
ciento por uno del daño (y la humillación) recibidos. Con
declaraciones, convencidas y justicieras, de que Israel utiliza su
“legítimo derecho a defenderse”, frente a la “monstruosidad”
de Hamás, inadmisible en el mundo civilizado (que siempre está en
guerra, por cierto, provocándola y alimentándola) y que tanto
afecta a las cuidadas y bien educadas sensibilidades de nuestros
dirigentes.
Luego,
sin que hubieran pasado tantos días y la venganza del Tsahal
ya se sintiera en la martirizada Gaza, tras ese descaro del “derecho
a defenderse” tan generosamente concedido a unos invasores
lunáticos pero mimados por el poder internacional, esas proclamas no
han podido ser mantenidas, pero sí el apoyo político, militar y,
más que ningún otro, el “derecho a existir” dando vía libre a
la aniquilación de ese otro pueblo que tanto le estorba, el
palestino de la Palestina usurpada.
Abundan
los reproches, de tradición y circunstancia, sin llegar a la
condena, no vayan a incomodar a Israel. Se rehúye tocar el núcleo
político del “problema israelí” y nos dejamos llevar por el
espejismo y la adormidera del Pueblo Elegido, al que por designio
divino también los cristianos pertenecemos con sobrados motivos, ya
que mejoramos el judaísmo y su Mesías, cuya venida sigue
indefinidamente retrasada (lo que nuestro cristianismo resolvió por
la vía rápida, es decir, construyendo en unos decenios una
mitología indigerible, impuesta también a sangre y fuego y llenando
la Historia de horrores y masacres).
Porque
nosotros, en efecto, también somos Pueblo Elegido, y aunque no
figuremos en la Biblia, Yahvé es también nuestro Dios (¿Padre,
abuelo, antecesor? Dejemos esto), como Jesús de Nazaré nos enseñó
en su Nuevo Testamento en feliz y merecida continuidad con el Viejo,
por obra y gracia de los mitos del cristianismo (del paulinismo, más
bien, pero esta es otra historia), en un mundo en el que el sionismo
manda y controla, y con el que hemos emparentado por lo del Éxodo,
el Sinaí, las Bienaventuranzas y todo eso.
Y los mitos del
cristianismo son tan intocables como los del judaísmo; así que, la
colusión de los cristianos con los crímenes de Israel, están
inscritos en la Historia Sagrada, que sigue fluyendo en la historia
civil (¡y en la militar!) y que no tiene comparación (ni rival). De
ahí el silencio de las iglesias cristianas, abducidas por esa Biblia
que reconforta y es además tabla de salvación; y en especial la
Iglesia Católica que guarda un temeroso respeto hacia el sionismo
aniquilador como parte de su bien consolidada alineación con el
poder occidentalista (judeocristiano, claro, pero también
capitalista, tiránico, desigual...).
Un cristianismo que hace mucho
que no es anti judío, en abierta contradicción con sus orígenes
(vuelta a Pablo de Tarso, pero dejémoslo ahí), y mucho menos anti
sionista porque, como todas las derechas y ultraderechas occidentales
es, por encima de todo, islamófobo.
De
esa forma, nuestra sensibilidad, reprimida y pervertida por la fe
acomodaticia, pero impuesta y genética, no responde como debiera: se
trata de musulmanes, y nuestra historia (la de Occidente, o sea, la
judeocristiana) es clara y debidamente islamófoba de toda la vida, y
así debe continuar.
Los judeocristianos tildamos a los de Hamás de
terroristas (ya lo hicimos con todos los grupos del movimiento de
liberación de Palestina, prácticamente, por reclamar lo que era
suyo y atacar a los que los desahuciaban), pero nunca lo haremos de
la OTAN, la CIA, el Mosad, o el ejército y el gabinete israelíes,
entidades que son a fin de cuentas los guardianes de nuestro
bienestar, como creemos firmemente y que da cuenta de nuestra
degradación mental y, sobre todo, moral.
Porque se nos ha inculcado
que esas formaciones que siembran el terror, el asesinato y la
opresión por todo el mundo son paladines de la libertad y la
democracia, portadores de nuestros valores (occidentales, luego
judeocristianos) y como son de los nuestros, pues no tenemos
dificultad alguna en admitir y asimilar cualquiera de sus crímenes;
y se evidencia el grado de cinismo a que hemos llegado (usted y yo).
En consecuencia, se nos hace imposible mostrar la cercanía, como
sería de justicia, con los movimientos anti Israel,
estigmatizándolos como terroristas siguiendo siempre el guion y la
conveniencia de Israel.
Y
hasta los niños hambrientos, asustados, huérfanos y fugitivos
quedan ajenos, muy distantes de nuestra sensibilidad y nuestra escala
de valores (occidentales, o sea, judeocristianos). Porque, al fin y
al cabo, son musulmanes y -como dicen los líderes israelíes,
prodigio de humanidad y buenos sentimientos- liquidar a trece o
catorce mil de esos niños en seis meses de guerra alivia el futuro
de Israel, ya que “a los 16 años ya serían terroristas”.
La
depravación de los sentimientos que el occidentalismo y el
judeocristianismo nos han inculcado impide que hagamos la menor
traslación de los sufrimientos de esos niños hacia nuestros hijos y
nietos, imaginándolos despedazados por las bombas o llorando
errantes llamando a sus padres desaparecidos; nada de eso nos
estremece ni indigna: no son los nuestros.
La
concepción mental en la que nos movemos tranquila y sólidamente
considera a Yahvé como Dios propio y, como una invención de herejes
e impostores a esos musulmanes de Mahoma y su creación falsaria de
Alá, en los que solo gente inferior y fanática puede creer, servir
y honrar (nada que ver con nosotros, tan lejos de idolatrías y
supersticiones).
Ese cristianismo nuestro, sí, el residual de tantas
herejías heroicas que salían al paso de dogmas y fantasías
insoportables, verdaderos insultos a la inteligencia de meros
humanos, pero que fueron laminadas por la Cruz aliada con la Espada…
Y ahí seguimos, con el venerable Yahvé, conductor del Pueblo
Elegido y Supremo Supervisor de nuestra Historia Sagrada, más
conocida como Antiguo Testamento o, en definitiva, la Biblia.
Nuestro
occidentalismo, profunda y declaradamente judeocristiano, nos hace
aborrecer todo lo demás, como Rusia o el islam, representantes de
una ortodoxia herética empedernida o de una idolatría insoportable.
Además,
nuestra cultura es, por sobre cualquier otra cosa, selectiva por
supremacista y dominante, y de ahí que los mitos sionistas -como el
de la invencibilidad del Estado de Israel- los hagamos
instintivamente nuestros, y los defendemos convencidos, ya que
estamos en el mismo lado de la Historia y el Derecho (ambos
manipulados a nuestro gusto, pero...).
Y por ahí, desde luego, no se
nos va a hacer sufrir, y maldeciremos una y mil veces a los que
atentan contra nuestros ciudadanos y ciudades, porque son perversos
per
se,
y no necesitamos indagar en las causas de sus acciones ni en la
responsabilidad de España como intervencionista neo imperial, aunque
subsidiaria, debeladora de árabes y musulmanes (bueno, ya lo hicimos
en Marruecos y el Sáhara, pero de eso hace mucho tiempo y, por
supuesto, también teníamos razón ya que el destino de España en
África solo lo cuestionaba una izquierda ya desaparecida, por
otanista).
Más
que ningún otro pueblo europeo, el español siempre ha entendido al
islam y su cultura, y ha desconfiado del sionismo agresivo y
expansionista; y todo esto, con la floración continua y arraigada de
arabistas prestigiosos y de una elevada relación cultural (y hasta
familiar) hispano-árabe. Pero todo eso -arabistas, arabófilos,
instituciones de cooperación cultural- poco a poco ha sido arrasado,
desapareciendo o dormitando, víctima del temor y la influencia
israelíes.
No
olvidemos la fecha del reconocimiento diplomático de Israel contra
la opinión pública mayoritaria, 1986, ni sus protagonistas, el PSOE
“atrapado” en la Internacional Socialista, pro sionista, y su
líder, Felipe González (No debe extrañar que González, locuaz
cuando quiere “enderezar” el rumbo de España y zaherir a sus
compañeros de partido, no haya abierto la boca para decir lo que
piensa de las canalladas de Israel, que para él seguro que
pertenecen al “derecho a defenderse”).
Cuando
se reconoció a Israel se daba al traste con un mundo de verdadera
interpenetración cultural española y árabe, cargada de
entendimiento, afectos y espiritualidad. Y se daba paso a la nueva
ubicación de España en la escena internacional, integrada en el
imperialismo de la OTAN, atrapada por el cepo de la UE y del lado de
las atrocidades de Israel, que en aquel “año del triplete” no
permitía dudar de que nunca volvería a sus fronteras de 1967 y de
que Cisjordania y Gaza irían cayendo, por vía de los hechos
(militares, preferentemente) en las manos de uno de los Estados más
agresivos de la Historia.
Y se soltaban amarras con ese mundo en
general (con sus aspectos histórico-cultural-espirituales, primando
lo económico y lo tecnológico como trueque y espejismo), con franca
intención de ruptura e incomprensión; y eso incluía el desenganche
de la causa palestina, una de las más justas del mundo, pero que era
incompatible con el entendimiento con un sionismo triunfante.
Con el
tiempo, llegaron los atentados yihadistas, en respuesta a nuestra
triple alineación con esas estructuras claramente anti árabes y
anti musulmanas (OTAN, UE, Israel), igualándonos con tantos otros
países en el desasosiego y la histeria: un final macabro a aquel
esplendor que tanto tuvo de realidad y de promesa.
Asumir
con tan poca intranquilidad esta nuestra condición de cómplices e
hipócritas nos sitúa como felones y miserables ante la tragedia de
Gaza y la arrogancia de Israel. Es un drama y desde luego una
injusticia, pero no vamos a ser castigados por tanta insania, sino
que los terroristas, asesinos y racistas que arrasan Gaza y masacran
a miles de sus habitantes desarmados, con su fuerza diabólica y el
apoyo incondicional que le prestan tanto Occidente como el favor
divino (digamos, del Yahvé eterno) seguirán exhibiendo impunidad.
No quedan muchas posibilidades de escape, pero algo hay que hacer:
qué menos que elevar la protesta y el rechazo del crimen, señalando
y acusando de infamia a políticos, entidades (sobre todo, las
religiosas) y medios de comunicación.
Aunque es verdad que lo
primero por hacer es sacudirnos esa rémora bíblico-sionista, lo que
no siendo fácil vista la asfixia a que nos somete la historia y la
política con ese fondo religiosos persistente, hay no obstante que
lograrlo, porque es necesario que los ciudadanos amantes de la paz y
la justicia abominemos de este Israel cruel e implacable, que todo lo
destruye arrastrando consigo los males del Apocalipsis (pavorosa
referencia cristiana, por cierto, pero que viniendo del Nuevo
Testamento se adapta perfectamente al ethos
judaico-sionista).
Y
situemos a ese Estado, tan preparado y hasta dispuesto a llevar al
mundo a la catástrofe nuclear por su belicismo genético y sus
provocaciones insensatas, cómo y dónde merece: como un Estado paria
que no respeta a la Humanidad ni al Derecho internacional desde que
surgió por la violencia y la insidia, en la Palestina mártir.
Porque no todos somos, ni debemos ser, Israel.
(*) Activista, politólogo, ingeniero y profesor universitario en España