“El
mago hizo un gesto y desapareció el hambre, hizo otro gesto y
desapareció la injusticia, hizo otro gesto y se acabó la guerra.
El político hizo un gesto y desapareció el mago.”
Woody Allen
Tal vez muchos de los que estén leyendo esto no tienen la menor idea
de lo que es sentir hambre, pero hambre de verdad. No se trata
simplemente de la manifestación fisiológica propia del cuerpo cuando han
pasado muchas horas desde la última ingesta de alimentos, sino algo
peor, que remite a la desesperación que emana de la insondable fuente de
injusticia en la que estamos inmersos.
Hace dos mil y pico de años, en
alguna montaña de Medio Oriente, Jesús de Nazaret habló de “hambre y sed
de justicia”, refiriéndose a los bienaventurados que, por pasarla tan
mal en este mundo, recibirán su recompensa en el paraíso. Si bien
“hambre” y “sed” se utilizan allí como metáforas para expresar una
necesidad urgente e inaplazable de justicia, no se refiere estrictamente
al sentido legal, sino a uno más amplio que abarca la rectitud moral y
ética necesaria para que dejemos de hacernos los ciegos.
Comencemos dando un breve panorama estadístico de la situación. El
hambre y la inseguridad alimentaria son problemas críticos a nivel
mundial, aunque es evidente que la piña se siente más fuerte en unos
costados y no tanto en otros.
Según los datos de la Organización de las
Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) expuestos en
“The State of Food Security and Nutrition in the World 2022” y el
Programa Mundial de Alimentos (WFP) en su reporte “Global Report on Food
Crises”, aproximadamente 828 millones de personas sufrieron hambre en
el año 2021, un incremento aproximado de 250 millones desde el año 2019,
debido a una combinación de factores como la pandemia de COVID-19,
conflictos armados y los efectos cada vez más graves del cambio
climático (FAO, 2022).
Puntualmente, África sigue siendo la región más afectada, con casi
una de cada cinco personas enfrentando a diario inseguridad alimentaria
severa. La FAO estima que alrededor del 20% de la población en África
subsahariana carece del acceso adecuado a alimentos, con un aumento de
casi el 6% desde el año 2019 (FAO, 2022).
En Asia, aunque hubo avances,
cerca del 9% de la población sigue sin tener acceso a una alimentación
adecuada. Los países del sur de Asia, especialmente la India, Pakistán y
Bangladesh, enfrentan todavía altos índices de desnutrición infantil y
carencias alimentarias crónicas (WFP, 2022).
Por su parte, en
Hispanoamérica y el Caribe, la inseguridad alimentaria se ha
incrementado considerablemente en los últimos años. Se estima que más de
56 millones de personas en esta región experimentaron hambre en 2021,
debido en parte a crisis económicas, desigualdades sociales y crisis
políticas en países como Venezuela y Haití (FAO, 2022).
Evidentemente, el hambre es un problema multidimensional que
involucra no sólo la falta de acceso a los alimentos básicos, sino
también a inconvenientes de distribución, desigualdades económicas y
factores preponderantemente políticos.
Tampoco podemos hacernos los
ciegos respecto del cambio climático, por ejemplo, que ha tenido un
efecto devastador en la producción agrícola, evidenciándose en sequías
interminables, inundaciones y patrones climatológicos irregulares que
afectan a países con poca infraestructura para adaptarse a dichos
cambios.
Adicionalmente a todo lo anteriormente enumerado, tenemos que
tener en cuenta que los conflictos armados en países como Siria, Yemen y
Etiopía han desplazado a millones de personas, exacerbando la escasez
de alimentos y elevando los índices de hambre en las comunidades
implicadas.
Ahora es preciso que nos preguntemos ¿qué rol juegan los gobiernos? O
mejor, ¿qué tiene que ver el hambre con la existencia de dinámicas de
poder reales que propician las hambrunas?
Todos sabemos que el hambre y
la inseguridad alimentaria están profundamente entrelazadas con las
políticas de los gobiernos, tanto de las potencias mundiales como de los
mal llamados “periféricos”, puesto que juegan un papel fundamental en
la perpetuación intencional del problema que hoy nos convoca.
Para que podamos comprender cómo se configura esta relación, es
esencial que primero examinemos los aspectos políticos y económicos que
contribuyen al genocidio mediante hambre a nivel global.
En una primera
instancia, tenemos que mencionar a las políticas agrícolas, que en
muchos países desarrollados están diseñadas para beneficiar a grandes
corporaciones mediante subsidios que favorecen la producción masiva de
ciertos cultivos como el maíz y la soja.
Pues bien, estos aportes
económicos al precitado sector productivo suelen distorsionar los
precios globales, lo que dificulta bastante a los pequeños agricultores
de países en vía de desarrollo competir en el mercado.
Esta práctica,
junto con la liberalización de los mercados en países emergentes, ha
generado que la producción local de alimentos se vuelva menos rentable,
llevando a muchos agricultores a abandonar sus tierras o a cambiar sus
cultivos tradicionales por monocultivos de exportación.
Este tipo de políticas no nacen de un repollo, o una col de Bruselas,
ni mucho menos de una lechuga, sino más bien de instituciones
concretas como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco
Mundial, que han impulsado a muchos países pobres a adoptar medidas de
extrema austeridad y privatización.
Estas políticas, que se implementan
bajo la promesa de fomentar el crecimiento económico, a menudo resultan
en recortes en los servicios públicos y en la reducción de inversiones
específicas como agricultura, educación y salud.
Evidentemente, esto
afecta directamente la capacidad de estos países para asegurar el acceso
a la alimentación para toda la población, puesto que el ajuste
estructural que implica la apertura de los mercados a la competencia
extranjera afecta negativamente a los productores locales, quienes ven
cómo sus productos van siendo desplazados por importaciones mucho más
“atractivas”, o sea, baratas.
Los conflictos armados también son parte del problema, sobre todo en
Medio Oriente y África Subsahariana, ya que no solo causan
desplazamientos masivos, sino que también destruyen infraestructuras
críticas para la producción y distribución de alimentos.
En lugares como
Yemen, Siria y Sudán del Sur, los gobiernos y los grupos armados han
utilizado el hambre como un arma de guerra, bloqueando el acceso a
alimentos y agua potable como también la ayuda humanitaria, con el fin
de someter a las poblaciones.
Al parecer, empobrecer y hambrear a un país, no es tan difícil como
nos quieren hacer creer, puesto que muchos países en vías de desarrollo
están atrapados en una telaraña que implica el ciclo de deuda externa
que limita siempre su capacidad de invertir en seguridad alimentaria.
La
deuda, contraída a menudo con condiciones estrictas, obliga a los
países a destinar una parte significativa de sus recursos al pago de los
intereses de la misma, en lugar de invertir en el desarrollo
sustentable o en mejorar la infraestructura educativa y agrícola.
Esta
dinámica perversa, tan común en estas latitudes, perpetúa la dependencia
de estos países hacia las naciones más ricas, que controlan los flujos
de ayudas y financiamiento, y que a menudo dictan cómo deben ser las
políticas de sus socios endeudados.
Otro factor crucial en este
contexto es la conducta de ciertos gobernantes corruptos que, buscando
beneficios personales, comprometen los recursos del país mediante la
toma de préstamos que saben perfectamente que no podrán pagar.
Estos
líderes mediocres y delincuentes, al priorizar el porcentaje que les
corresponde a ellos por endeudar su país, agravan severamente la
dependencia financiera y dejan a la nación atada a pagos de deuda que
ahogan por décadas a su economía, limitando la inversión en producción
alimentaria y desarrollo: con esta recetas, las arcas nacionales quedan
prácticamente vacías, mientras la carga de intereses de la deuda recae
en sucesivas generaciones de la población, perpetuando el ciclo de
pobreza y hambre.
Respecto a las desigualdades que se producen en las campañas de
“ayuda” internacional, nos queda decir que si bien estas entidades
buscan aliviar las crisis alimentarias en los lugares más afectados, a
menudo estas contribuciones están condicionadas y responden a intereses
políticos de los países donantes.
Además, la asistencia no siempre llega
a los más necesitados: en muchos casos, la ayuda alimentaria sirva para
consolidar alianzas políticas o para influir en la economía y la
política de los países receptores, teniendo efectos devastadores a largo
plazo, puesto que se desincentiva la producción local y se aumenta la
dependencia en lugar de resolverse las causas subyacentes del hambre.
Procedamos ahora a pensar críticamente desde la filosofía este
problema tan acuciante. El hambre en el mundo no es solo un problema de
falta de alimentos, es también una manifestación de la profunda
inequidad estructural que caracteriza a nuestras sociedades.
En su obra
“Pobreza y hambrunas” (1981), Amartya Sen planteó que el hambre no es
necesariamente resultado de la escasez, sino de la falta de acceso a los
alimentos. Según Sen, los sistemas de derechos de propiedad y las
estructuras de poder determinan quién tiene acceso a los recursos, y son
estas mismas estructuras las que crean las condiciones del hambre.
Generalmente, los individuos en situación de pobreza extrema carecen de
derechos de propiedad suficientes para asegurar su subsistencia, lo que
los convierte en víctimas de sistemas económicos y políticos que
priorizan el capital por encima de la dignidad humana.
Por su parte, Thomas Pogge en su obra “Pobreza mundial y Derechos
Humanos” (2008), señala que los países más ricos contribuyen a la
perpetuación del hambre al imponer políticas comerciales y sistemas de
deuda que explotan a las naciones más vulnerables.
Para Pogge, el hambre
es una forma concreta de violencia estructural, una consecuencia
inevitable de un sistema global que le da prioridad a las ganancias de
unos pocos sobre las necesidades de muchos. Su propuesta, en pocas
palabras, es clara: para combatir el hambre, se requiere de una reforma
profunda de las estructuras de poder a nivel global.
Zygmunt Bauman, en su análisis de la modernidad líquida, examinó
también cómo la lógica del consumo ha transformado nuestras relaciones y
valores, generando un mundo donde la solidaridad se ha convertido en
una preocupación secundaria.
Asimismo, Bauman describió cómo el sistema
capitalista ha impulsado la mercantilización de todo, incluido el
bienestar humano. En este contexto, el hambre se convierte en un
problema invisible para aquellos que están en posición de privilegio, ya
que la atención se centra en el consumo personal y en la situación
individual de cada cual. En otras palabras, la modernidad líquida
fomenta la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, permitiendo que la
inequidad siga aumentando.
Desde un punto de vista estrictamente ético, Martha Nussbaum propone
en su teoría de la capacidad que todos los seres humanos deben tener la
oportunidad de llevar una vida digna, lo cual incluye evidentemente el
acceso a los alimentos adecuados.
Concretamente, en su obra “Fronteras
de la justicia” (2006), sostuvo que una sociedad justa es aquella que
permite a todos sus miembros desarrollar sus capacidades básicas, entre
las cuales se encuentra la alimentación y la salud (si se me permite una
intrusión, yo incluiría de manera indisociable, también, a la educación
de buena calidad).
Nussbaum ha criticado también la falta de voluntad
política para asegurar que las precitadas necesidades estén cubiertas
universalmente, por lo que nos advierte que la pobreza y el hambre no
solo reflejan fallas en la economía, sino también en la ética y en la
política, que deben ser abordadas mediante políticas de desarrollo que
garanticen el acceso masivo a los recursos básicos.
A la luz de lo expuesto anteriormente, es preciso que pensemos el
hambre como una injusticia social profunda, arraigada en un sistema que
permite que unos pocos tengan todo mientras que millones carecen de lo
necesario para sobrevivir.
Los autores que hemos citado coinciden en que
la solución al hambre no se encuentra en la provisión de alimentos,
sino en una reestructuración del orden social, económico, político y
ético que rige nuestro mundo.
Abordar el hambre exige un compromiso
moral y político con la idea de equidad, intentando materializarla
mediante acciones globales orientadas a la transformación de las
estructuras de poder que se benefician de la exclusión y la pobreza,
mientras dicen combatirlas.
(*) Filósofo y escritor