Anda el patio político un poco agitado. Tal vez sea por la proximidad
de las elecciones, aunque lo más probable es que todas las formaciones
políticas hayan perdido el norte hace tiempo. Pedro Sánchez,
perseverante en emular a Zapatero en su capacidad de alumbrar
ocurrencias, no deja de sorprendernos. Se ha pasado media legislatura
asegurando que, si gana las elecciones, derogará la reforma laboral y
ahora, incluso sin haber llegado al gobierno, nos desconcierta afirmando
que no piensa modificar la indemnización por despido. ¿Qué piensa
cambiar entonces? Poco después sorprende a toda su militancia, y arma un
guirigay en el partido, dando un puesto preeminente y de salida en las
listas de Madrid a una tránsfuga de otra formación política en estado de
disolución. Eso es lo que ocurre con las primarias, que el mando se
transforma en cesarista y el elegido cree que puede hacer lo que le
venga en gana.
El Partido Popular no se encuentra en mejor situación. Aznar,
engreído y creyéndose aún el líder de su partido, sale de vez en cuando a
dar lecciones y lanza alguna que otra puya a la dirección actual, y
otros como Montoro, en cuanto le ponen delante una alcachofa la lía y
arremete contra todos. Muchas de sus afirmaciones causan estupor, como
la referente a que Aznar se dedica a los “business”, lo que no parece
muy lógico viniendo de quien viene.
Aznar, ante las críticas recibidas y dispuesto a no callarse, escribió el pasado día 16 un artículo en El Mundo
titulado “Cataluña, el Majestic y la lealtad”, en el que pretende
justificar el pacto que realizó con CiU para garantizar el apoyo de esta
formación política a su primera legislatura. Fue aquel tránsito tan
espectacular del “Pujol, enano, habla castellano”, que gritaban en
Génova los jóvenes populares la noche de las elecciones, al “Hablo
catalán en la intimidad”, con el que nos sorprendió más tarde el
Presidente.
El artículo, más bien flojo, intenta justificar lo injustificable,
quiere hacer ver que el acuerdo se firmó sin apenas concesiones al
nacionalismo catalán, cuando, como se le ha recordado con frecuencia en
la prensa, fueron muchas las que realmente hizo. La Generalitat logró un
nuevo sistema de financiación autonómica, que significó desarticular la
estructura impositiva al ceder a las Comunidades Autónomas el 33% del
IRPF, el 35% del IVA y el 40 % de los impuestos especiales. A Cataluña
se le cedieron competencias en materia de tráfico, justicia, educación,
agricultura, sanidad, vivienda, seguros, cultura, etc.
Se pactó la eliminación del sistema militar obligatorio con la
finalidad de que los catalanes no tuviesen que incorporarse al ejército
español, lo que, según los nacionalistas, constituía una gran
humillación, especialmente para la burguesía catalana. A partir de
entonces, el odioso servicio a las armas quedaba recluido a las clases
bajas, catalanas o no, en muchos casos emigrantes que veían en el
ejército el único modo de supervivencia. Desapareció la figura del
gobernador civil que tanto molestaba a los nacionalistas. Se renunció a
recurrir la Ley de política lingüista de 1998, y se presionó al Defensor
del Pueblo para que tampoco interpusiese recurso; e incluso, a
instancias del Pujol, se cambió la dirección del PP en esta Comunidad
Autónoma, sustituyendo a Vidal-Quadras por Josep Piqué, quien mantenía
una actitud más amigable con los nacionalistas. A la Generalitat se le
concedieron varios canales adicionales de TDT con anterioridad a
cualquier otra Comunidad Autónoma, y fueron muchas las inversiones
acometidas en Cataluña: el Ave Madrid-Barcelona, la ampliación del
puerto y del aeropuerto de la ciudad condal, el desdoblamiento de la
carretera N-II a su paso por Gerona, etc.
En contra de lo que el nacionalismo en su estrategia victimista
quiere hacernos creer y de lo que en estos momentos parece que a Aznar
le conviene reivindicar, su etapa de gobierno fue una época dorada para
el nacionalismo. No así para la totalidad de España, por mucho que el
expresidente del PP se empeñe en sostener lo contrario. Por desgracia,
los efectos de una mala política suelen salir a la luz, sobre todo si es
en materia económica, con muchos años de retraso. Los descomunales
errores de las dos legislaturas de Aznar y de la primera de Zapatero han
surgido con virulencia en la segunda de Zapatero y en la del Gobierno
Rajoy. De aquellos polvos, incluyendo la incorporación al euro, vinieron
estos lodos y los lodos que quedan por venir.
La única disculpa, si se la puede considerar tal, de Aznar en el tema
catalán es que no fue el primero ni será el último. La totalidad de los
gobiernos, especialmente cuando no han logrado la mayoría absoluta, han
incurrido en culpas similares. Una ley electoral injusta y el egoísmo
partidista de las formaciones políticas, más pendientes de sus
conveniencias electorales o de sus posibilidades de gobierno que del
interés general de España, han dado a los partidos nacionalistas mucho
más poder del que les correspondía en función de los votos con los que
contaban. Por eso es tan inconcebible que afirmen ahora que quieren
decidir, porque lo han estado haciendo en mayor medida que otros grupos
con muchos más poyos electorales.
Es más, ha habido legislaturas mucho más dañinas, como las de
Zapatero, que con su complacencia con el PSC permitió e incluso promovió
que se aprobase un Estatuto claramente anticonstitucional que, al ser
declarado tal y como no podía ser de otro modo, aunque el Tribunal
actuase con carácter netamente restrictivo eliminando tan solo los
artículos que chocaban frontalmente contra la Constitución y hábilmente
agitado por el nacionalismo, creó irritación en una parte de la
ciudadanía.
Desde la Transición, el problema catalán se encuentra más en la
política nacional que en la de la Comunidad Autónoma. Las concesiones,
la falta de unidad de los partidos nacionales en el tema del
nacionalismo, buscando ante todo sus beneficios electorales, la
debilidad de los gobiernos, los dobles mensajes, uno en Cataluña y otro
en el resto de las Autonomías, han dado más y más alas al nacionalismo
hasta llegar a la situación actual. No obstante, si esta es
extremadamente grave no es por la fuerza del soberanismo, sino por la
debilidad del Estado y por la ambigüedad de los partidos llamados de
izquierdas, comenzando por el PSOE, que mantienen equívocos, como esa
aseveración de que el problema no es legal sino político, cuando la ley y
la política son realidades intrínsecamente unidas. Ambigüedad difícil
de comprender, porque si algo es opuesto a la ideología nacionalista es
el socialismo; claro que de socialismo queda ya poco.
(*) Economista del Estado