El premio Nobel Paul Krugman ha sido uno de los economistas más
lúcidos a la hora de enjuiciar la Unión Monetaria Europea, uno de sus
principales críticos. Ha denunciado la profunda contradicción existente
en el hecho de que un grupo de países adopten una única moneda sin aunar
al mismo tiempo las finanzas públicas.
Ante las graves dificultades en
las que hace unos años se vio inmerso el euro -hasta el punto de que
parecía imposible su subsistencia-, Krugman planteaba para superar la
situación, amén de la actuación totalmente ineludible del BCE en los
mercados, dos alternativas: la primera, la implementación de una
política expansiva por parte de los países acreedores; la segunda, lo
que se ha dado en llamar una devaluación interior en los países
deficitarios.
Era obvio que los países con superávit exterior como Alemania no
estaban dispuestos a instrumentar una política expansiva ni había nada
en los Tratados que los obligase a ello. A su vez, parecía que los
ajustes y penalidades a que había de someterse a los países deudores
serían difícilmente asumibles por los ciudadanos.
Se pronosticaba, por
tanto, una vida corta al euro. El mismo Krugman, años después, confesaba
haberse equivocado ya que, según decía, había infravalorado la
capacidad de sufrimiento y tolerancia de las poblaciones europeas de las
naciones deficitarias.
No estoy nada seguro de que Krugman y todos los que pensamos que la
Unión Monetaria no tenía futuro estuviésemos equivocados. Las
contradicciones permanecen y todo indica que, antes o después, se
producirá la ruptura. Es verdad que la actuación del BCE y las
deflaciones competitivas adoptadas por los países deudores,
especialmente por Grecia, Portugal, España e Irlanda han logrado alejar
por ahora los nubarrones que se cernían sobre el euro.
Estos cuatro
países han conseguido cerrar la desmedida brecha que en 2008 constituían
sus déficits por cuenta corriente de la balanza de pagos (15,8%, 12,6%,
9,2% y 6,3% del PIB, respectivamente), causa de su fuerte endeudamiento
exterior y por lo tanto origen de su vulnerabilidad económica. Pero,
por el contrario, los países acreedores han continuado manteniendo su
voluminoso superávit en balanza por cuenta corriente, incluso lo han
incrementado, como en el caso de Alemania, que ha pasado del 5,6% del
PIB en 2008 al 8% actual. Luego, de alguna forma, la anormalidad
permanece.
Por el momento ha desaparecido el peligro, pero ha sido a costa de
someter a las clases medias y bajas a sacrificios ingentes, y no existe
garantía alguna de que no surjan de nuevo crisis similares a la
anterior, ya que no se ha solucionado el verdadero problema: la
existencia de una unión monetaria sin integración fiscal.
Es muy dudoso
que en el caso de aparecer nuevos choques asimétricos las poblaciones
estuviesen dispuestas a soportar ajustes equivalentes a los que han
sufrido en esta ocasión. Las dificultades serían mayores, en la medida
en la que la capacidad de amortiguar los impactos se ha reducido. Por
ejemplo, el nivel de endeudamiento de la gran mayoría de países del Sur
está muy por encima del que mantenían en 2008.
El caso de Italia y de Francia ha sido diferente al de los cuatro
países mencionados al inicio. La resistencia a tolerar los ajustes ha
sido mucho mayor y la capacidad de las instituciones europeas para
imponerlos, más reducida. En Italia, tras múltiples intentos de reformas
en buena medida fracasados, el Gobierno está en manos de dos
formaciones políticas que a menudo se han posicionado como
euroescépticas y que están dispuestas a retar a la Comisión con su
política presupuestaria.
Hollande en Francia tampoco tuvo mucho éxito en implantar las medidas
que le exigían desde Bruselas y Frankfurt. Es más, el intento le costó a
él la presidencia de la República y al partido socialista francés ser
postergado a un puesto marginal en el espacio político. El descontento
social fue el que introdujo a Marine Le Pen en la segunda vuelta de las
elecciones presidenciales y, en consecuencia, convirtió a Macron en
presidente de la República, al aunar todos los votos contrarios a
Agrupación Nacional.
Macron, en un exceso de petulancia y autosuficiencia, creyó que era
capaz de conseguir lo que su antecesor no pudo. Su estrategia pasaba por
lograr un pacto con Merkel. A cambio de aplicar en Francia las reformas
que desde Europa se le venían exigiendo, reclamaba a Alemania y a los
países del Norte avances sustanciales en la integración de la Eurozona.
Lo cierto es que comenzó a implantar las medidas prometidas, entre ellas
una reforma laboral similar a la que Rajoy había aprobado en España.
Y,
sin embargo, Merkel se limitó a darle buenas palabras sin comprometerse
a nada en concreto. De hecho, la totalidad de las reivindicaciones
europeas planteadas por Macron están inéditas y así seguirán
indefinidamente; por supuesto la creación de un presupuesto común para
la Eurozona, pero también parece descartable la creación de un seguro de
desempleo europeo o la de un fondo de garantía de depósitos unitario.
Por si había alguna duda, ha quedado despejada en el Consejo Europeo
del pasado fin de semana. Toda la reforma a la que parecen estar
dispuestos Alemania y el resto de los países del Norte es la
modificación casi cosmética del MEDE y un cierto avance de la Unión
Bancaria, sin demasiada concreción, ampliando tan solo la capacidad de
actuación del Fondo Único de Resolución Bancaria, pero por supuesto, sin
que implique mutualización de costes.
La Unión Bancaria se ha
convertido en una historia interminable. Seis años más tarde de su
aprobación solo existe sobre el papel. Los únicos elementos implantados
son los relativos a la transferencia de competencias (supervisión,
liquidación y resolución) de las autoridades nacionales a Bruselas, pero
no ha entrado en funcionamiento ninguno de los componentes que deberían
constituir la contrapartida a esa cesión de competencias.
Total, que Macron no ha logrado casi nada de la Unión Europea, pero
sí ha aplicado en su país buena parte de las reformas reclamadas. Quizás
ahí se encuentre la explicación de la enorme pérdida de popularidad que
el presidente de la República ha sufrido y de la revuelta de los
chalecos amarillos, que estos últimos días están arrasando toda Francia.
Han hecho capitular al Gobierno no solo desdiciéndose y dejando sin
valor la tasa anunciada sobre el gasóleo, que fue el fogonazo que
prendió la mecha de la contestación, sino también teniendo que hacer
concesiones adicionales, tales como la subida del salario mínimo o
desgravaciones fiscales y mayores gastos que van a tener, según parece,
un coste de 10.000 millones de euros. El déficit puede situarse por
encima del 3,5% del PIB, con lo que Francia entraría en la zona de
vigilancia por parte de las instituciones europeas.
La realidad está sobrepasando a la Unión Europea. Los tres países
mayores y más importantes de la Eurozona, después de Alemania, van a
desafiar, de alguna forma, a Bruselas y a alcanzar déficits superiores a
los pactados, aun cuando lo oculten, como en el caso de España, con
previsiones incorrectas. Pedro Sánchez va a tener suerte, ya que es
previsible que la Comisión termine haciendo la vista gorda ante los
desajustes de Francia e Italia y, por lo mismo, de España.
Como siempre
ocurre en Europa, la realidad se disfrazará de tal manera que parecerá
que los tres cumplen, aunque en realidad no lo hagan. Y es que por
fuerza la política tiene que imponerse a la economía. Los ciudadanos no
entienden de teoría económica, solo de su economía, maltratada por las
circunstancias creadas por la Unión Monetaria, y las protestas aparecen
por todas las latitudes, aunque con pelajes diferentes.
Pero cuando un país no es soberano (como les ocurre a los de la
Eurozona), las restricciones económicas existen. Lo de menos es lo que
imponga o no imponga la Comisión, lo importante son las condiciones que
rodean a cada Estado. Una política económica expansiva por parte de los
países acreedores se debe y puede hacerse (el problema es que no
quieren). Lo que no es seguro es que sea conveniente y posible para los
estados del Sur. Los tres países citados presentan un stock elevado de
deuda pública: Francia y España, alrededor del 100% del PIB, e Italia a
la cabeza con el 130%.
Una variable crucial es el saldo en la balanza
por cuenta corriente. Francia mantiene aún un déficit del 3%, con lo que
año tras año incrementa su endeudamiento exterior. Tanto Italia como
España en estos momentos presentan saldos positivos, pero ¿durante
cuánto tiempo podrán mantenerlos con una política expansiva si la
economía mundial y más concretamente la europea se desacelera? Por
último, los tres países presentan elevadas cifras de desempleo. Francia e
Italia alrededor del 10% de la población activa; España a la cabeza con
el 15%. El contraste con Alemania donde la tasa de paro se sitúa en el
3,4%, es evidente.
Macron, para desactivar a los chalecos amarillos, ha prometido subir
el salario mínimo interprofesional 100 euros mensuales. Pedro Sánchez
para contentar a Podemos, el 22%. La subida del salario mínimo en
principio no tiene ningún coste sobre el erario público, incluso puede
ser que proporcione ingresos adicionales. Es en ese sentido una medida
tentadora para un político, ya que el gasto recae sobre los empresarios.
Otra cosa es el impacto que la medida pueda tener sobre la economía.
En el caso de España, el FMI se han apresurado a criticarla, juzgando
excesivo el incremento que se propone. No hay por qué extrañarse.
Estamos acostumbrados a que critiquen toda medida social. La Autoridad
Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF) ha estimado que su
aprobación hará que en el próximo año se creen 40.000 empleos menos.
El
Banco de España ha revisado por este motivo sus previsiones de creación
de empleo para el próximo año. Soy de los que piensan que los informes
del banco emisor suelen obedecer más a motivos ideológicos que a
criterios técnicos. Sin embargo, en esta ocasión hay algo que dispara
las alertas.
En los dos últimos trimestres el incremento de la productividad ha
sido nulo. ¿Qué significa? Pues que una parte importante de los puestos
de trabajo que se están creando son empleos basura, de muy baja calidad,
en actividades de productividad muy reducida, situación que hace
descender la productividad media de todos los puestos de trabajo. Los
salarios y las condiciones laborales son, en consonancia, infames.
Una
subida del salario mínimo interprofesional puede hacer o bien que este
tipo de empleos se sumerjan o se escondan bajo la fórmula, por ejemplo,
de falsos autónomos, con lo que no se habrá conseguido nada excepto que
las cotizaciones sociales se reduzcan, o bien que los empresarios
prescindan de ellos, reduciendo, tal como afirman el Banco de España y
la AIReF, el número de empleos creados en los próximos años.
Bien es
verdad que habría que preguntarse si estamos en presencia de verdaderos
puestos de trabajo, o si se trata más bien de pseudoempleo, es decir, de
ocultación del número de parados bajo la fórmula del falso empleo. Ello
cuestiona también el modelo de crecimiento económico seguido en nuestro
país.
Existe el peligro de que, dado el estancamiento de la productividad,
la subida del salario mínimo interprofesional en un porcentaje tan
notable y de golpe pudiese producir la subida generalizada del nivel de
salarios y de precios, disparándose el diferencial de inflación con el
resto de países, lo que no representaría demasiado problema si se
pudiese ajustar vía tipo de cambio, pero al estarnos vedado ese recurso,
el resultado sería la consiguiente pérdida de competitividad con el
impacto negativo sobre el saldo de la balanza de pagos y el
endeudamiento exterior, causa de todos nuestros males en la crisis
pasada.
La medida en sí misma rebosa justicia y equidad, pero el carecer de
moneda propia nos fuerza a ser precavidos, puesto que en esto como en
todo el margen de maniobra se estrecha.
Por otra parte, habría que
plantearse si la solución no debería ir más bien por la creación de un
seguro de desempleo con suficiente extensión y profundidad que impidiese
por sí mismo estos empleos basura, ya que nadie estaría dispuesto a
ocuparlos, pero que al mismo tiempo no dejase en la miseria a los que
hoy, a pesar de todo, los prefieren a la alternativa de no tener nada.
Claro que ello implicaría incrementar la presión fiscal, cosa que los
políticos rehúyen, o bien que la Unión Monetaria lo fuese realmente y
que un seguro de desempleo comunitario sirviese de colchón para
amortiguar las desigualdades creadas por la propia moneda única.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España