El vocabulario que hasta ahora ha servido para explicar la política
catalana ya no sirve. Las palabras que expresaban proximidades o
distancias con el poder del Estado, o que trataban de expresar la
lealtad o la defensa de los intereses de los catalanes, hoy están huecas
de contenido y no sabemos qué quieren decir exactamente.
La palabra
"catalanismo" mismo, que ya hace tiempo que se ha ido desgastando, ha
acabado significando el contrario de lo que se suponía que tenía que
significar. Digo 'se suponía' porque, de hecho, lo que está pasando no
es sólo que las palabras ya no se parecen a las cosas que designan,
también pasa que las políticas o las actitudes que parecían destinadas a
proteger unos espacios o unos intereses poco a poco aparecen como
baluartes de los intereses opuestos.
Pensad en la Generalitat,
que hasta hace bien poco era percibida como el dique de España, como
una especie de contrapoder que nos era propia y nos permitía desplegar
una vida institucional —es decir, política— propia. Y ahora poco a poco
se va revelando la verdad cruda: la Generalitat
es una institución del Estado que sirve para mantener a los catalanes
controlados, bajo un régimen sin autonomía que les dé la impresión que
les es propio, cuando no lo es.
Se habla mucho de la infantilización de la cultura política catalana, pero se dice poco que esta infantilización
es inseparable del hecho de que nuestros debates o prioridades nunca
tienen un impacto real y contrastable sobre la vida pública o sobre el
futuro de nuestros hijos, excepto cosas que están siempre bajo amenaza
de desaparición y tienden a la folklorización (como la escuela).
Estas últimas semanas y meses, la Generalitat
podría haberse convertido en este lugar institucional que nos
permitiera hacer el salto. Pero tampoco ha sido así. Nuestros políticos,
los que la comandaban, han argumentado que la amenaza de violencia los
ha llevado a evitar dar el paso. Esta explicación no se la acaba de
tragar nadie; no totalmente, quiero decir. Hay otras consideraciones en
juego, pero hacerlas explícitas desmontaría el juego que la política
catalana dice querer ser. El hecho, sin embargo, que el argumento haya
sido la amenaza de violencia es revelador y determinante.
Es revelador porque hace aflorar aquello reprimido durante las décadas del autonomismo:
que el artículo 8 de la Constitución (el que dice que las fuerzas
armadas tienen el encargo de mantener la unidad de España, y que fue
dictado por los generales mismos), no es un precepto, sino una
descripción de la realidad. Si la unidad de España existe, es por la
violencia inmanente de los que la han guardado durante toda la
modernidad.
El argumento de la violencia, aparte de revelador, es también
determinante porque viene a decir que en caso de amenaza, la única cosa
que puede hacer la Generalitat
para proteger a sus ciudadanos es rendirse, y entregarse a los que
amenazan. Eso seguramente ya se veía a venir cuando oíamos que el
referéndum no se podía hacer para no poner en peligro a los
funcionarios. La protección del funcionariado pasaba por delante de lo
que el Parlament ha dicho muchas veces que son los derechos de los catalanes.
Así, la existencia misma de la Generalitat
era utilizada y concebida como un dique, no de la marea española, sino
de las aspiraciones legítimas de los catalanes, sean las que sean. Al
Estado, por contraste, le ha dado igual si los funcionarios de la
justicia o de las fuerzas del orden quedaban dañados por las actuaciones
ilegítimas contra el derecho de autodeterminación de Catalunya. Lo pagarán, claro, porque eso implica darles un poder fáctico incremental, pero las prioridades son las prioridades.
Yo, ya lo sabéis, pienso que eso no es cierto. Pienso que la política catalana y la Generalitat de Catalunya, en particular el Parlament,
pueden servir de base para construir un Estado independiente o al menos
una política más seria. Sobre todo, pienso que pueden servir para
proteger a los catalanes de las órdenes autoritarias, y que la
inhibición que hemos visto, lejos de protegerlos, ha dado vía libre a la
destrucción de la vida íntima y de las redes de solidaridad que las
sociedades con un mínimo de confianza pueden establecer; por no hablar,
claro, de las agresiones fascistas en la calle, o de la confianza con
que sus representantes políticos planean la destrucción de toda la vida
pública catalana. Pero este es otro tema, para otro artículo.
El hecho de que la Generalitat
haya optado por este camino, ha estirado la degradación del vocabulario
autonomista hacia el vocabulario independentista. Expresiones como
república —¡despleguemos la República!— ahora mismo no significan nada; o
no significan nada más que "tratamos de recuperar la autonomía
humillante y eufemística que nos ha llevado hasta aquí". O: "hagamos las
políticas sociales que sabemos que no nos dejarán hacer si no hacen
avanzar el proyecto nacional español, y mantengamos vivo el marco de la
agresión a nuestra libertad". Y llamadme radical, pero diría, con toda
moderación, que eso no sirve para nada.
El problema de fondo de este desgaste no es léxico, sino político. A
fin de que este nuevo vocabulario desgastado tenga alguna posibilidad de
convertirse en moneda de cambio, hace falta que olvidemos el 1-O. O hace falta, al menos, que lo degrademos a la insignificancia, que es la única cosa que con estas elecciones podía conseguir Rajoy. Que no signifique nada. Tras el barrido del 1-O, sin embargo, se van con él todas las actitudes que pueden hacernos libres: la autodeterminación,
la unilateralidad social, la resistencia, la acción real y activa, la
vocación política y el pacifismo instrumental.
Las elecciones del 21-D
se podían coger asumiéndolas como una debilidad del Estado, que es lo
que son, y no como su fortaleza. Por eso este no es el referéndum que no
nos han dejado hacer, al contrario: es la aceptación por parte del
Estado de que una sociedad que puede montar un referéndum bajo sus
narices, sacar a 2,3
millones de personas a plantar cara a la policía, es una sociedad que no
se puede gobernar con violencia sin su consentimiento mucho más allá de
unos meses. Por lo tanto, elecciones. Ahora: si aceptas el marco de la
represión como punto de partida, en lugar del marco de la resistencia
hecha efectiva el 1-O, quiere decir que la represión es, implícitamente, consentida.
El desgaste cultural es independiente del resultado de las elecciones del 21-D.
Si gana el españolismo, este vocabulario nuevo no servirá para nada más
que para permitirles mercadear con nuestro miedo. Sobre todo ahora que
hemos incentivado el uso de la violencia: aceptando que somos
responsables de esta violencia con nuestras decisiones, compartimos los
costes, y por lo tanto, los rebajamos para quien está dispuesto a
utilizarla como amenaza. Sí, rindiéndonos hemos despertado el fascismo.
Si gana el independentismo, las acciones concretas que cada partido
puede mirar de hacer tampoco no tienen un horizonte eficaz mientras
mantengamos vivo el nuevo marco. Este nuevo marco, por así decirlo, ha
mutado del procesismo hacia el procesalismo:
las estrategias procesales para sacar a los políticos y activistas de
la prisión —o del exilio—, totalmente comprensibles, se han convertido
en estrategias políticas de todo el país: por eso los discursos de
campaña son revisados por penalistas.
Si gana Puigdemont, se nos dice, volverá a Catalunya.
Muy bien. ¿Y entonces qué? ¿Lo detendrán? ¿No? Cualquiera de estas
posiciones tiene sentido si es para hacer alguna cosa partiendo del
espíritu del 1-O, si es partiendo del espíritu del 29-O, volvemos a estar donde estábamos y para peor. Si gana ERC, y Junqueras es investido: lo mismo.
Si ninguno de los dos lo es, y Marta Rovira o alguien de JxC
es investido, la pregunta sigue flotando en el aire, y no tenemos
ningún vocabulario para hacer nada efectivo ahora que 'desplegar la
República' se ha convertido en el nuevo eufemismo sin contenido. Incluso
si el objetivo no verbalizado del independentismo es superar el 50% de los votos en unas elecciones donde el unionismo participe, ahora o más adelante, el problema continúa vigente: ¿alcanzado este tanto por ciento, qué?
El callejón sin salida de la política pide que encontremos otra
salida para fortalecer el gusto por la libertad. Eso quiere decir que
estamos en una batalla cultural en el interior del independentismo y
en todo el país. No podemos ser prisioneros del poco margen que tienen
los políticos amenazados, encarcelados o exiliados.
Culturalmente, por
lo tanto, implica que nos tendremos que defender tanto del gobierno y
del Estado español —de jueces a periodistas— como del discurso de los
políticos catalanes, que tienen todo el marco girado. A cada paso, hará
falta deshacer el lío, y llamar a las cosas por su nombre. Si salimos de
esta, incluso los políticos tendrán un trampolín desde donde saltar.
Escritores, guionistas, dramaturgos, diseñadores, tertulianos,
dibujantes, académicos, científicos, publicistas, abogados, artistas,
programadores, periodistas: es la hora. Llevad vuestra libertad al
límite y reventaremos las costuras.
Llenamos las palabras de contenido o estamos muertos.
(*) Periodista, doctor en Filosofia y profesor universitario en Estados Unidos