La mentira es el último recurso de un partido político derrotado e insumiso.
John Arbuthnot/Jonathan Swift
Hace más de 300 años que los intelectuales británicos demostraron la
utilidad de la mentira en la vida pública. La apelación al embuste como
medio de obtener el poder, o de vengarse por ser desalojado de él, no es
empero un privilegio exclusivo de los políticos. Compiten
frecuentemente con ellos periodistas, tertulianos, blogueros y demás
familia, contribuyendo todos a una confusión ceremonial que permite a
los más avispados presentarse como los arúspices capaces de desentrañar
las verdades emboscadas entre la verbosidad de unos y otros.
Han corrido así tantas tinta y saliva desde las elecciones del pasado
20 de diciembre que no es pequeño el sonrojo que produce incorporarse a
las filas de los opinantes. Si finalmente me he decidido a hacerlo es
porque esta semana se abre un nuevo decurso político en nuestro país,
simbolizado en tres eventos singulares: la instalación de un Gobierno en
Cataluña con un programa para la independencia; la comparecencia de la
hermana y el cuñado del Rey ante un tribunal ordinario acusados de
corrupción y saqueo de fondos públicos, y la constitución del nuevo
Parlamento del Estado.
Comenzando por las mentiras, o medias verdades, a las que nos tienen
acostumbrados, merece la pena resaltar la incapacidad de nuestros
líderes para reconocer su frustración, y su derrota, después de los
últimos comicios. El presidente del Gobierno se atrevió a botar de
alegría en el balcón de la calle Génova después de perder tres millones y
medio de votos y un tercio de los diputados de su partido. El
secretario general del PSOE aseguró haber hecho Historia, y en eso no
mintió, pero sí en la valoración de la misma, pues obtuvo el peor de los
resultados electorales en todo el devenir de nuestra democracia. Los
líderes de los llamados partidos emergentes ignoraron que su intento de
derrotar para siempre al bipartidismo no se ha visto coronado por el
éxito, al menos no de momento, pues reúne a más de un sesenta por ciento
de la Cámara y sin el concurso de sus dos formaciones no podrá
resolverse ninguno de los problemas de este país. Por último, la pirueta
del candidato de Izquierda Unida, dispuesto a disolver su partido antes
que a renunciar a su acta y marcharse a casa, es todo un epítome de la
mediocridad imperante en nuestra clase política. Ha habido en general
muy poca autocrítica, mucho ombliguismo y ninguna generosidad por parte
de sus miembros a los que se les llena, no obstante, la boca de llamadas
a la responsabilidad, entendiendo que esta es una obligación exclusiva
de los otros.
Mientras tanto hemos seguido soportando una lluvia de falacias, que
ya comenzó tras los comicios plebiscitarios catalanes, en los que
perdieron los independentistas pero proclamaron cínicamente su victoria.
Entre los engaños destaca también la afirmación machaconamente repetida
por el PP y sus cortesanos de que lo democrático es que gobierne el
partido más votado, y no el que sea capaz de articular una mayoría; para
no hablar del ensueño de que es posible un Gabinete de unidad de la
izquierda cuando no suma suficientes escaños, abonando de paso la
demagogia de la derecha, siempre dispuesta a agitar el fantasma
frentepopulista; ni de la impostura legal, creada por la costumbre que
ellos mismos impulsaron, de que los cabezas de lista por Madrid sean por
propio derecho los únicos aspirantes a primeros ministros, denominación
por cierto mucho más acorde a la realidad de una monarquía
parlamentaria que la de presidentes del Gobierno.
En el opúsculo que hace tres siglos publicó con el mismo título que
este artículo, decía Arbuthnot, bajo el alias impostado de Swift, que
pese a tantas mentiras políticas como de habitual se expresan al final
de todo (aunque a veces ya sea tarde) prevalecerá la verdad. Así lo
comprobaremos en las próximas semanas. Aunque es imposible prever si esa
verdad nos descubrirá el país moderno, entusiasmado y con futuro que
hace casi cuatro décadas se puso en marcha, o volverá a mostrarnos la
faz tenebrosa de la España invencible dispuesta siempre a presumir de
honra frente a la destrucción de sus barcos.
Tanto que se habla ahora de la memoria histórica conviene no olvidar
que este país debe su modernización y su incorporación al mundo global
en un lugar relevante, aunque en progresivo declive, al esfuerzo llevado
a cabo desde hace cuatro décadas por la cuestionada vieja política,
capaz de conducir a los españoles a través de la senda de la
reconciliación y el esfuerzo común. Ese logro corre hoy peligro de
dilapidarse, pero la situación no es en absoluto catastrófica a
condición de que los líderes políticos abandonen sus manías de
aficionados y se dediquen profesionalmente a lo suyo. Lo suyo es hacerse
cargo, y de manera urgente, de tres retos fundamentales:
1. La respuesta al desafío independentista catalán, con la
integración de Cataluña en España de acuerdo al modelo federal ya
implícito en el Estado de las Autonomías, que incorpore también las
aspiraciones de otros territorios.
2. La sostenibilidad del incipiente crecimiento económico, sin el que será imposible generar empleo.
3. La implementación de políticas sociales concretas que acaben con los efectos perversos del denominado austericidio, promuevan la lucha contra la desigualdad y contribuyan al rescate de las clases más desfavorecidas.
Para llevar a cabo una tarea así se necesitan en rigor dos acuerdos
diferentes. Uno que acometa la reforma constitucional y un pacto sobre
determinadas leyes básicas. Otro que permita la creación de un Gobierno
estable y la existencia de una oposición fuerte que encarne una
alternativa de poder.
El sistema político de la Transición padece un agotamiento
considerable del que no podrá recuperarse sin una reforma
constitucional. Esto se sabía desde hace años y casi el único que no
quiso verlo fue el presidente del Gobierno, dispuesto siempre a decir no
ante cualquier iniciativa que no sea la suya propia. Es preciso
convocar a los partidos del arco parlamentario para acometer cambios que
acerquen el texto constitucional a la realidad de los tiempos. Esta es
una iniciativa de urgencia insoslayable, que no puede aplazarse una vez
más por una eventual repetición de las elecciones, y que trasciende al
devenir de la gobernación diaria. Los pactos sobre la reforma
constitucional han de versar desde luego sobre la conformación
territorial de España, no solo sobre el conflicto catalán, pero incluyen
también los que afectan a las leyes electorales y a determinados
aspectos de nuestra sociedad del bienestar, entre los que sobresalen la
educación y la sanidad públicas y una definición exigente del laicismo
del Estado. Una tarea que puede consumir un par de años y que no es
responsabilidad única del Gobierno de turno, aunque necesariamente deba
ser encabezada por él. Para llevarla a cabo bastaría con un compromiso
formal suscrito con los principales partidos para la creación inmediata
en Cortes de una comisión encargada de llevar a efecto dichos trabajos.
Un pacto así tendría que incorporar una cifra concreta de varios
miles de millones para políticas sociales definidas y ejecutadas por el
conjunto de los partidos firmantes, y podría facilitar en paralelo la
formación de un Gobierno suficientemente estable por parte de las
fuerzas que más escaños han obtenido en las elecciones y que pertenecen
al centro derecha. La pretensión de Ciudadanos de favorecer la
investidura del PP sin incorporarse al Gabinete es de una frivolidad
alarmante. Un sistema electoral como el nuestro produce de forma casi
natural una fragmentación del electorado. Lo anormal, fruto sobre todo
de la permanencia de la provincia como circunscripción, son las mayorías
absolutas o casi absolutas que hemos vivido. Este es un momento en que
España necesita Gabinetes de coalición y es imposible aceptar que nadie
pretenda ejercer un gobierno eficiente y estable con 123 diputados, como
tiene el PP. Las llamadas a la responsabilidad de Albert Rivera suenan a
cuento chino (una forma peculiar de las mentiras) si no están
acompañadas de su decisión de participar en el poder y someterse a la
caución de los partidos de la oposición.
La izquierda de este país, la verdadera izquierda milite donde
milite, no debería temer contribuir a una solución de este género: la
mantendría en la oposición con todas sus consecuencias, al tiempo que
serviría para incorporar al pacto constitucional algunas de sus demandas
más relevantes. La derecha debería demostrar de paso que trabaja por el
bien de España y no por la permanencia de un líder cuya credibilidad ha
sido abrasada por su propia perplejidad, responsable en no poca medida
de la desastrosa evolución política en Cataluña. La retirada honrosa de
Mariano Rajoy de la vida política parece condición necesaria, aunque no
suficiente, para alcanzar un acuerdo como el que comentamos.
El Rey ha de convocar en breve a las fuerzas parlamentarias, en
momentos singularmente preocupantes de la vida española y en los que la
institución que encarna va a verse afectada también por los ecos de la
corrupción. Puede ser paradójicamente una magnífica ocasión para que en
medio de la tormenta sea capaz de demostrar la utilidad de la Corona,
base casi exclusiva de su pervivencia, propiciando un pacto que
beneficie al conjunto de los ciudadanos.
Esperemos que el Gobierno, que
no debe olvidar que está en funciones, deje de tutelar en este caso el
protagonismo del Monarca. Si no se logra algún tipo de acuerdo en un
plazo razonable, habrá que volver a las urnas en primavera. Ojalá
mientras tanto el esperpento catalán no adquiera caracteres de tragedia.
Sería en cualquier caso el momento de comprobar cómo algunos políticos
acaban pereciendo (véase el ejemplo de Artur Mas) atragantados por sus
propias mentiras.
(*) Periodista, presidente de
El País y miembro de la Real Academia Española