Arrancando de una de las escenas de la celebrada película Sucedió una noche -aquella en la Clark Gable se quita la camisa y, al no usar camiseta, se queda ante la cámara con el torso al aire-, el genio gallego de Julio Camba pergeña un perspicaz artículo titulado Perder hasta la camisa.
En el mismo, divaga sagazmente sobre el inusitado efecto que puede
desencadenar un acto aparentemente inane como el del protagonista de la
oscarizada comedia del maestro Capra. Así, a raíz de su estreno en 1934, la venta de camisetas interiores cayó en picado en EEUU y arrastró a la quiebra a muchos fabricantes de una prenda cuasi
inexcusable entonces. Es más, el despido de trabajadores textiles mermó
la afluencia de espectadores y los productores de la cinta no obtuvieron
los beneficios previstos.
El efecto dominó de aquella escena, con su concatenación de
efectos inesperados, movió a la perplejidad a Camba. "No comprendo
-concluía- cómo unos industriales que habitualmente se aseguran contra
todo lo divino y lo humano -contra el robo, contra el incendio, contra la guerra y hasta contra la paz, tan perjudicial para muchos negocios- no se aseguran también contra las vedettes cinematográficas que pueden, con sólo un gesto, llevarlos a la ruina".
Si el ademán de Gable operó un tsunami
en los manufactureros de ropa interior, al modo de las alas de la
mariposas que son capaces de provocar un huracán en otra parte del
mundo, otro tanto el gesto de telediario de Pedro Sánchez de acudir al rescate del barco Aquarius,
cargado de inmigrantes y refugiados en aguas próximas a Italia y Malta,
ante la negativa de ambos países a permitir su desembarco. Ha sido un
episodio tan aplaudido y bien apreciado por la opinión pública como lo
fue por muchos de sus seguidores la escena del gran galán de la historia
del celuloide, pero sus inesperadas consecuencias han aparecido igualmente al momento, para los lenceros masculinos, hasta transformar su audacia en una temeridad.
Del mismo modo que la negativa de Zapatero a levantarse al paso de la bandera de EEUU, a diferencia de Aznar presente también en el desfile militar, le ganó las portadas del día siguiente y los votos de la mayoría que se oponía a la guerra de Irak,
pero le hipotecó su diplomacia durante todo su mandato, otro tanto
puede sucederle a Sánchez con la política migratoria siguiendo su estela
para ensanchar sus magros apoyos electorales. A ello
contribuye que no haya otro campo donde los gestos jueguen un papel tan
primordial, sobreponiéndose a valores, convicciones y principios, como
el de la política. Mucho más para el político de nuestros días aspirante
a galán de la actual civilización del espectáculo, donde espectadores con memoria de pez viven prendidos a la novedad permanente.
Ocurrió, en efecto, con los socialistas durante la Presidencia de Zapatero
y está volviendo a serlo en estos inicios de andadura de Sánchez en
temas que tienen que ver con la prodigalidad en el gasto público o en la
memoria histórica -un vicio y una obsesión, respectivamente-, así como
en el de la emigración, donde Sánchez puede repetir una década después
los mismos errores en los que incurrió Zapatero a su llegada al Palacio
de la Moncloa.
Como los gestos no se pueden aislar de sus
consecuencias y pueden llevar a "perder hasta la camisa", como en el
referido artículo de Camba, es lo que acaece con la bienintencionada
decisión de Pedro Sánchez de ir al rescate del buque de emigrantes
socorridos por el buque Aquarius. Al abrirle el puerto de Valencia y acoger a estos emigrantes y exiliados, Sánchez no ha hecho otra cosa que reforzar la política xenófoba y racista del populismo que gobierna Italia desde hace unas semanas,
pues su imprudencia les ha reafirmado en sus prejuicios ante sus
electores, en el sentido de que sí se puede contener la emigración
clandestina, y lanza, de paso, un mensaje a las mafias del tráfico de
personas sobre España como puerto franco para el comercio de personas.
Ello coadyuva a la implantación en España de partidos del corte ultra
como los que gobiernan Italia o supeditan las políticas de países como
Alemania o Austria. Sus tres ministros del Interior acaban de constituir
un Eje contra la emigración que rememora los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial
y que socavan los cimientos de una Unión Europea atenazada por el
nacionalismo y por una errada política inmigratoria que está rompiendo
el proyecto comunitario. En definitiva, este afloramiento de grupos
xenófobos se adueña del gobierno de países, condicionan políticas o
directamente la quiebran (Brexit).
Antes de que los náufragos recogidos por el barco de Médicos Sin Fronteras,
luego distribuidos en tres embarcaciones de la Armada italiana, hayan
recalado en el puerto de Valencia, ya se aprecian de manera ostensible.
Yendo en busca del Aquarius, cuando ininterrumpidamente no
dejan de llegar inmigrantes por el Estrecho de Gibraltar por medio de
cualquier artilugio náutico, se echa por tierra toda la estrategia de
contención de la emigración ilegal que viene por el Norte de África con
la colaboración de países como Marruecos o Mauritania. Sus mandatarios
pueden cuestionarse qué sentido tiene esa cooperación con un país que va
a buscar emigrantes a otros países.
Ítem más, su fútil ministro del
Interior, sin encomendarse ni a Dios ni al Diablo, cual criatura
ministerial que desconoce la realidad de las cosas, mirándolas con las
anteojeras de sus prejuicios ideológicos, declara que va a cambiar las
vallas de Ceuta y Melilla por verjas de solidaridad. En este sentido, Grande-Marlaska
obra contra la política de los gobiernos anteriores, incluidos los
socialistas, que adoptaron tales medidas después de escarmenar en cabeza
propia.
Como era de esperar, Marruecos, cuyo esfuerzo con relación a
la emigración ilegal hay que valorar, pese a los muchos peros que se le
pueden y deben poner a esa contribución, al acostumbrar a usarla como
válvula de presión a España, ya le mandó este viernes su primer aviso a
Sánchez tolerando una oleada de pateras a la espera de ese viaje suyo a Rabat con el que todo presidente estrena su mandato.
No
se le puede pedir a los gobiernos ajenos que hagan por los españoles
aquello que su propio Gobierno ni hace ni está dispuesto a hacer.
Marruecos, además, parece poco interesado en cerrar el aliviadero que supone para su difícil situación económica esta nueva forma de esclavitud.
Mucho más cuando se suma a la presión demográfica interna aquella otra
ejercida por la llegada de los parias del África subsahariana, cuya
permanencia está creando problemas añadidos. Aun en medio de la miseria reinante,
la situación de estos emigrantes mejora relativamente con relación a
sus países de origen, aunque Marruecos no suba sus niveles de renta ni
remita sus tasas de analfabetismo.
Todas estas circunstancias constituyen el germen de cultivo de los grupos islamistas, sobre los que domina la organización Justicia y Caridad,
dotada de una amplia red asistencial que atiende a los sectores más
desguarnecidos, y que puede suponer un elemento eventualmente
desestabilizador en una zona clave. La ministra de Defensa, Margarita Robles,
debiera propiciar un conciliábulo de jueces con su colega por partida
doble de Interior y advertirle de los riesgos de destapar alegre y
distraídamente la Caja de Pandora de la Emigración.
Claro
que todo es susceptible de mejora -uso de concertinas en las vallas
fronterizas incluido-, pero no trasladar un mensaje en el que pareciera que las alambradas fueran a ser sustituidas con carteles de bienvenida como los que algunos ayuntamientos podemitas cuelgan
en las balconadas de las casas consistoriales, mientras se deja
inermes -repartiendo flores- a los policías y guardias civiles de las
ciudades autónomas norteafricanas. Si eso no constituye un efecto
llamada, que Dios le mejore la vista (o más bien las entendederas) al
Gobierno.
A lo que a este respecto hace, no parece saber lo que
tienen entre manos. Además, hace gala de un profundo desconocimiento de
la realidad española -cada semana entran pateras con mayor número de
emigrantes que el Aquarius- y de su complicada situación geoestratégica.
¡Cómo para darle facilidades a los traficantes de seres humanos! De
buenos sentimientos se alfombra el tráfico ilegal de seres humanos y se les llena la cartera a los clanes mafiosos. Hay, en definitiva, remedios falsos que resultan peores que la enfermedad que dicen sanar.
Con
su política de probaturas y titubeos, el ex presidente Zapatero, a cuya
rueda parece circular Sánchez, desató -conviene recordarlo- un efecto llamada
capaz de atraer hasta cargueros de Sierra Leona con 500 inmigrantes
apretujados en sus hediondas bodegas. Y hubo de destituir en 2008 al
ejecutor de aquella política, el ministro de Trabajo y Asuntos Sociales,
Jesús Caldera. Hasta su defenestración y condena al ostracismo, Caldera había sido su colaborador más estrecho y artífice de su consagración en el cónclave socialista en el que Bono entró como Papa y salió sin la tiara que ciñeron las sienes ajenas del imprevisto nuevo sumo pontífice.
Aquella desatinada política suya del "¡Papeles para todos!"
incrementó la llegada de inmigrantes por la puerta del Estrecho de
Gibraltar con los más variados artilugios flotantes. Con la puntualidad
de un ferry, las pateras iban alcanzando la orilla, donde los hijos de
la pobreza no se liberaban de su carga, sino que -en todo caso-
franquearon otra puerta de ese interminable laberinto del que difícilmente resulta escapar, resignados a la fatalidad de haber nacido en lugar erróneo y en hora nada propicia.
Ante
la inmigración, es difícil poner puertas al campo sin duda. Pero es
absolutamente suicida avivar el fuego improvisando normas y modos de
actuación. Lejos de desalentar a las mafias, dejan en sus manos el
timón. Si periódicamente se legaliza lo que antes se declaró
incompatible con la ley, se traslada a aquéllos que quebrantan las
normas del Estado de derecho un mensaje sumamente alentador para sus expectativas de negocio en su execrable condición de mercaderes de personas.
De manera tan estúpida como suicida, mientras el resto de Europa
endurecía sus reglas, las mafias percibían a la España de Zapatero -y
hoy atisban con Sánchez- como coladero inmejorable de inmigrantes que
luego, si lo desean y pueden, se adentran al interior europeo tratando
de mejorar sus condiciones de vida.
España ha cimentado su civilización gracias a las migraciones y debe seguir haciéndolo. Pero facilitando la integración y evitando el desarraigo de los recién llegados, si se quiere preservar la convivencia. Sus gobernantes han de impedir los movimientos migratorios anárquicos
y que la instalación del emigrante dependa sólo de su decisión
unilateral. Un Estado no puede tolerar que los inmigrantes permanezcan
al margen de la ley a la espera de que surja la ocasión de que ceda el
Gobierno y legalice su situación, a merced de mafias y aprovechados sin
escrúpulo.
Ante un reto de imprevisibles consecuencias y que tan
graves contratiempos generó en la Europa de entreguerras, sería un
desatino que el PSOE tuviera la tentación y cometiera el error de tratar
de consolidarse en el Gobierno zascandileando con una política inmigratoria que favoreciera la aparición de algún grupo xenófobo a la derecha del PP con la esperanza de resquebrajar al electorado rival y disminuir sus posibilidades.
Debiera recordar que Marine Le Pen,
como antes su padre, se alimenta de los barrios populares que antaño
fueron caladeros tradicionales de la izquierda y como, al final, el PSF
tuvo que taparse la nariz para votar a Chirac en las
presidenciales de 2002. El líder xenófobo se plantó como sorprendente
finalista, por encima del candidato socialista. Luego ha vuelto a
repetirse la jugada en las últimas presidenciales en derredor de Macron
frente a Marine Le Pen. Un juego peligroso, pero tentador para algún
aprendiz de brujo que ignora estar encendiendo su propia pira funeraria.
Ya se sabe, parafraseando a Heráclito, que la realidad
tiende a ocultarse a los ojos de los hombres, acostumbrados a ver a
través del pie forzado de lo que a uno le falta.
(*) Periodista y director de
El Mundo