Una de las principales batallas que se está
librando en Occidente es la batalla por la libertad de expresión.
Considerada irrenunciable hasta no hace mucho, su deterioro se ha
acelerado tras el exitoso experimento totalitario puesto en marcha
durante la pandemia. Sin embargo, los contendientes en esta batalla no
son tan obvios como parece. ¿Quiénes son los enemigos de la libertad de
expresión, es decir, los amigos de la censura?
En el vértice de la
pirámide (nunca mejor dicho) está el Lado Oscuro, esto es, el
globalismo de Davos, ese movimiento elitista formado por un grupo de
megalómanos con delirios mesiánicos que, desde su soberbia, sienten un
gran desprecio e incluso un cierto odio (fruto del temor) hacia el
hombre común y hacia su libertad, y sólo desean esclavizarlo «por su
propio bien».
Sus correas de transmisión preferidas son las
instituciones supranacionales, que reúnen tres características:
inelegibilidad de sus líderes, opacidad y poder. Es el caso de la UE, la
ONU y su IPCC, la OMS o la OCDE, por poner algunos ejemplos.
En
segundo lugar, se encuentran los partidos políticos, que, o bien son
esclavos de la corrección política que el globalismo marca como linde a
la oposición consentida o están directamente infiltrados y controlados
por el mismo.
Finalmente, nos encontramos con la inmensa mayoría
de medios de comunicación tradicionales, sin los cuales las consignas no
podrían ser trasladadas a la población. No se confundan: aunque
defiendan posturas opuestas en cuestiones políticas de menor
importancia, coinciden prácticamente por unanimidad en los grandes
dogmas globalistas, como la ideología de género, el cambio climático o
el covid.
La revolución de internet
Debemos
poner la situación actual en contexto. Hasta hace muy poco, para
informarse, el ciudadano dependía de un oligopolio de medios de
comunicación que constituía un estrecho embudo por cuyo filtro tenía que
pasar la realidad para llegar a conocimiento de la ciudadanía. Lo que
no se publicaba, no existía. Este peaje de obligado paso otorgaba a los
medios un poder inmenso.
Su supuesta independencia del poder
político nunca pasó de ser una entelequia, pues jamás jugaron el papel
de «cuarto poder» independiente, sino que se fusionaron con la política
de forma incestuosa: unos defendían a un partido y, otros, al otro; a la
oposición y al poder, alternativamente.
A pesar de mencionar
constantemente la ética, ante las órdenes sus ampulosos códigos
deontológicos eran papel mojado. Así, exaltaban las virtudes del partido
afín y negaban las del contrario, mientras que lo opuesto ocurría con
sus defectos y tropelías, que en un caso eran un desliz sin importancia y
en el otro un escándalo mayúsculo. A pesar de sus evidentes sesgos, su
carácter de oligopolio convirtió al sector en un gran negocio durante el
s. XX. Sin embargo, la tecnología lo cambió todo.
En efecto,
internet devastó el modelo de negocio de los medios tradicionales, que
se enfrentaron a una competencia imprevista de medios digitales y a una
desafección de sus usuarios, liberados de toda atadura. Repentinamente,
el peaje por el que los ciudadanos tenían que pasar para conocer la
realidad ―y por el que las empresas tenían que pasar para anunciarse―
fue puenteado por el acceso directo a fuentes primarias y por las
posibilidades de publicidad alternativa que ofrecía la red.
Los medios
dejaron de ser imprescindibles. Como consecuencia de ello, sufrieron un
irrecuperable deterioro económico y un ajuste masivo de plantillas, lo
que condujo a una disminución de su nivel profesional (fruto de un
enorme desequilibrio entre oferta y demanda de periodistas). En paralelo
a esta enorme destrucción de valor, su poder se convirtió en una sombra
de lo que habían sido, aunque la arrogancia con la que estaban
acostumbrados a actuar continuara por inercia.
Para el globalismo,
este movimiento tectónico supuso una noticia ambivalente. Por un lado,
siempre había preferido lidiar con pocos actores, más fáciles de
controlar cuanto menor fuera su número (¿por qué creen que, en su
objetivo de controlar la producción alimentaria, ha declarado la guerra a
los pequeños agricultores y ganaderos independientes en favor de
grandes corporaciones?).
Por otro lado, aunque la multiplicación de
actores dificultara su control, la mayor vulnerabilidad financiera de
los medios tradicionales aumentaba su dependencia de fuentes de
financiación externas, públicas o privadas, frecuentemente opacas, y por
tanto su sumisión a quienes las proveyeran.
Sin embargo, la mejor
noticia para el globalismo fue que internet fue pronto controlado por
un número muy reducido de jugadores. El mercado de motores de búsqueda
se convirtió prácticamente en un monopolio en manos de Google (90% de
cuota de mercado mundial), y las redes sociales se convirtieron en un
oligopolio de dos: Meta y X (antes, Twitter). El globalismo no
necesitaba más que controlar a tres actores.
En cuanto a Google, los algoritmos del buscador favorecían unas noticias frente a otras y primaban a los fact-checkers, chiringuitos
ideados y muchos de ellos financiados por el globalismo con la misión
de desacreditar toda información hostil, es decir, una Policía del
pensamiento o, si lo prefieren, una especie de Gestapo de internet.
En
cuanto a las redes sociales, la herramienta elegida fue la censura de
toda noticia políticamente incorrecta llegando al extremo de querer
influir en las elecciones norteamericanas del 2020 al eliminar, de forma
alucinante, la cuenta del presidente en ejercicio. Cualquier noticia
que cuestionara los tabúes del globalismo, como la consigna climática o
el relato oficial del covid ―por muy respetable, rigurosa, objetiva o
científica que fuera―, era inmediatamente eliminada.
A esta escandalosa normalización de la censura en redes se unió la censura en los medios tradicionales (que yo mismo sufrí[1])
y, sobre todo, la generalización de la autocensura de la corrección
política, una eficaz herramienta de control cuya sombra cubre incluso
conversaciones privadas, como ocurría en la Unión Soviética (a la que
cada vez se parece más la UE).
Todo ello ha constituido un ataque
concertado contra la libertad que no se vivía desde los sistemas
totalitarios del s. XX y contribuye a vaciar de contenido las
democracias para transformarlas en tiranías encubiertas que guardan las
apariencias mediante una ficción: el ritual inconsecuente de depositar
cada cuatro años un voto perfectamente inútil.
Musk compra Twitter y lo cambia todo
En
definitiva, todo parecía ir viento en popa para el globalismo, pero
ocurrió lo imprevisto: el hombre más rico del mundo, Elon Musk, se negó a
pasarse al Lado Oscuro y compró Twitter, devolviendo la voz a millones
de ciudadanos anónimos previamente silenciados por la censura.
Repentinamente, el escenario cambió, y su primera consecuencia relevante
ha sido la victoria de Trump, que este blog supo predecir[2].
Como una carga de profundidad, tras las elecciones de EEUU Musk tuiteó a
los usuarios de su red social: «Ahora los medios de comunicación sois
vosotros».
En este sentido, la victoria de Trump ha supuesto una
derrota de los medios tradicionales, casi unánimemente contrarios a su
candidatura, los cuales se han quedado boquiabiertos al descubrir que la
población ya no les obedece. Sin embargo, no deberían sorprenderse.
Compararon a Trump con Hitler[3],
y el primer mandatario internacional en felicitarle ha sido un judío,
el primer ministro de Israel.
Le acusaron de racismo, pero ha nombrado a
un hispano como secretario de Estado por primera vez en la Historia.
También le acusaron de misoginia, pero el director de Inteligencia
Nacional y el jefe de Gabinete de la Casa Blanca serán, también por
primera vez en la historia, mujeres.
Y para qué mencionar el tratamiento
informativo de su primer atentado, que pasó de la negación inicial
(utilizando expresiones como «incidente» o «tiroteo» en vez de
«atentado») al enterramiento de la noticia en pocos días.
La merecida pérdida de credibilidad de los medios
La
compra de Twitter por parte de Musk desató todas las alarmas en Davos,
que, en su última reunión y con su cinismo habitual, declaró que la
«desinformación» era una las mayores amenazas a la que se enfrentaba el
mundo[4].
Naturalmente, dicha amenaza parecía no ser tan grave cuando Twitter
estaba sólidamente en manos globalistas, puesto que para ellos
«desinformación» es un eufemismo para designar toda aquella información
que contradiga sus intereses.
Un Twitter libre ha puesto de
manifiesto el enorme nivel de mentira que impregna la inmensa mayoría de
la información publicada. Antes, los medios podían tergiversar o
silenciar la realidad. Ahora, un solo ciudadano con un móvil puede
informar al Mundo de lo que ocurre. Esta desintermediación supone un
cambio formidable. Por tanto, la mentira es el primer factor que explica
la pérdida de credibilidad de los medios.
En segundo lugar,
resulta cada vez más obvio ―particularmente en España―, el bajo nivel de
formación de los periodistas, que adolecen de un gran déficit cultural,
de una ignorancia extrema sobre la mayoría de temas que tocan y de un
sorprendente analfabetismo numeral: como dirían ellos, 12 de cada 10 no
saben interpretar un dato o un porcentaje.
En tercer lugar, el
gremio tiene un serio problema de sectarismo: la inmensa mayoría de
periodistas es de izquierdas, y la mayoría de quienes creen no serlo no
superarían un interrogatorio con pentotal sódico.
Para que se hagan una
idea, en EEUU sólo el 3% de los periodistas se identifica como
republicano[5].
Imaginen cuál será el resultado en España, lo que significa que la
objetividad sencillamente no existe, sino que es sustituida por un
enfoque preconcebido de la Historia y por una preselección interesada de
las fuentes (cuando las hay)[6].
En
cuarto lugar, la información se ha convertido en un mal negocio de un
grupo de desesperados que compite por su supervivencia, como en los
Juegos del Hambre. Siguiendo la pauta de La Era de la Propaganda («si
usted no tiene nada que decirles, distráigales»), la información ha dado
paso al entretenimiento más banal, a un espectáculo sensacionalista
cada vez más chabacano y sórdido que en vez de dignificar al hombre lo
deshumaniza, pues el mal y la mentira suelen ir acompañados de la
fealdad.
Finalmente, la ética brilla por su ausencia en un gremio
que, paradójicamente, no para de mencionarla. Hay que reconocer que el
sistema de incentivos no ayuda: la dependencia económica de sus
anunciantes —aprovechado por las administraciones públicas para poner
sordina a la crítica y por los directivos de ciertas empresas para
convertirse en intocables—, las afinidades ideológicas o la enorme
susceptibilidad del periodista a ser sobornado por el poder —una
confidencia, un café con el poderoso o un plato de lentejas bastan—, se
convierten en obstáculos para informar con honestidad.
Naturalmente,
conozco unos pocos periodistas que son claras excepciones a estas
reglas, pero son tan pocos que incluir la habitual expresión «con las
debidas excepciones» resultaría exagerado. Ellos estarían de acuerdo con
la generalización que hago.
La combinación de estos síntomas de
decadencia, acelerada por el cataclismo que ha producido internet y la
eliminación de la censura en Twitter, ha producido una brecha enorme
entre la percepción que tiene el público de los medios y la ilusoria
percepción que éstos tienen de sí mismos: en EEUU, el 70% de la
población desconfía de los medios[7], cifra sólo un poco superior a la que se da en España[8].
El emperador está desnudo, y lo único que le mantiene a flote es un
determinado segmento demográfico formado por una generación que conoció
otro periodismo más fiable o que sencillamente fue educada en confiar en
la única fuente de información entonces disponible. Para muchos medios,
por tanto, el tiempo se ha convertido en una cuenta atrás.
Davos y el control de la información
El
control de la información es un elemento clave para el globalismo como
lo fue para los sistemas totalitarios del s. XX, pues, por muy opresivo
que sea el sistema político, la permanencia en el poder depende de
cierto grado de aquiescencia de la población. Así como las dictaduras
comunistas la controlaron de modo insidioso, ocultando astutamente sus
verdaderas intenciones (bajo sus actuales disfraces, el marxismo
cultural aún lo hace), la dictadura nacionalsocialista de Hitler lo hizo
de modo menos pudoroso.
En efecto, su máximo órgano censor se denominó
abiertamente Ministerio de Propaganda, aunque Goebbels había sugerido
llamarlo Ministerio de Cultura. Tras controlar con mano férrea todo lo
que se publicaba, el propio Goebbels escribió en su diario: «Cualquiera
que aún mantenga un vestigio de honor se cuidará mucho de no convertirse
en periodista».[9] Me pregunto si la máxima vuelve a ser aplicable hoy.
Como
hemos visto anteriormente, la reacción de Davos al cambio de propiedad
de Twitter ha sido señalar a la libertad de expresión (que ellos
denominan «desinformación») como enemigo público número uno. Para que se
hagan una idea de la importancia que le dan a este hecho, una
organización británica ligada al laborismo, que ayudó activamente a la
campaña de Kamala Harris, consideraba su primer objetivo «acabar con el
Twitter de Musk» (sic)[10].
En
este sentido, el laboratorio por excelencia del globalismo, la UE, fue
pionera del ataque a la libertad de expresión al aprobar en diciembre
del 2020 la controvertida Ley de Servicios Digitales con el objeto
escasamente disimulado de controlar la información que se publicaba en
redes. No es casualidad que su aprobación coincidiera con el experimento
totalitario del covid, puesto que su función inicial era evitar que
surgieran relatos contrarios a la falsa consigna oficial.
Recuerden que
las principales fuentes de desinformación durante la pandemia fueron
precisamente la propia UE, los políticos y los medios, que transmitieron
a la población un Himalaya de falsedades a cada cual más grotesca, no
en balde la señal indeleble del globalismo es la mentira.
La alianza entre periodismo y globalismo
Pues
bien, recientemente ha sido la OCDE la que ha marcado la agenda de
supresión de la libertad de expresión con un farragoso documento
denominado «Facts not Fakes», un verdadero ejemplo de «neolengua» al más típico estilo 1984[11]
en el que resulta elocuente que el concepto de «verdad» brille por su
ausencia.
En él, la organización actúa en su papel soterrado de think tank
del globalismo para proponer medidas que hagan frente a la amenaza que
para ellos plantea la «desinformación».
El texto acusa a las plataformas
on line de facilitar la proliferación de información engañosa,
polarizadora y falsa (como si la banda de Davos, los políticos o los
medios tradicionales no lo hicieran) y propone sostener financieramente a
aquellos medios «que cumplan determinados criterios» y contribuyan a
alcanzar objetivos «democráticos».
Asimismo, propone la creación
de
oficinas y unidades de control para reforzar «la integridad de la
información» y actuar conjuntamente para lograr una «coordinación
regulatoria internacional». Aplica un doble rasero: mientras las redes
deben ser férreamente controladas y reguladas, a los medios
tradicionales se les permitirá «autorregularse».
También sugiere
proteger a los periodistas por encima de cualquier otro ciudadano para
intimidar a quienes les «ataquen», aunque sea virtualmente. Me pregunto
si una crítica será suficiente para desencadenar la persecución.
Lo
relevante del asunto no es que la OCDE proponga cercenar la libertad de
expresión, sino que los periodistas lo apoyen. En efecto, el secretario
general de la Federación Europea de Periodistas (¿otro brazo del
globalismo?) ha aplaudido dicho documento en un discurso reciente[12].
Dicha Federación afirma representar a casi 300.000 periodistas europeos
y ha sido una de las pocas organizaciones que ha decidido abandonar
Twitter (junto con The Guardian o La Vanguardia), un movimiento que no
parece haber ganado excesiva tracción.
En dicho discurso, tras tildar a
Musk, cómo no, de «extrema derecha» (sólo un periodista de extrema
izquierda ―perdonen la tautología― puede sostener semejante memez) insta
a los gobiernos e instituciones inter-gubernamentales a actuar para
«desarmar a los desinformadores», alabando a la UE por su liberticida
Ley de Servicios Digitales («va por buen camino», afirma
condescendiente).
Finalmente, muestra su acuerdo con la OCDE en fomentar
una lucha integrada de todos los «actores virtuosos», los primeros de
los cuales son, según él, «los periodistas y medios de comunicación».
Me
pregunto quiénes seremos los ciudadanos catalogados como «no
virtuosos», pero sé que de ahí a crear un sistema de crédito social como
en China sólo hay un paso. Por último, aboga por fomentar sólo la
difusión de «información verificada», supongo que por verificadores
oficiales o fact-checkers designados desde Davos.
La
muerte de este periodismo decadente puede dar lugar al resurgimiento de
otro periodismo que sencillamente defienda la verdad, sin la que no
puede haber libertad. La pregunta es: ¿encontrará lectores ese
periodismo riguroso y veraz? Dicho de otro modo: ¿podemos separar la
decadencia moral del periodismo de la decadencia moral de nuestra
sociedad?
(*) Economista
[1] Basta ya – Fernando del Pino Calvo-Sotelo
[2] Trump contra el Deep State – Fernando del Pino Calvo-Sotelo
[3] Trump Is Speaking Like Hitler, Stalin, and Mussolini – The Atlantic
[4] WEF_The_Global_Risks_Report_2024.pdf
[5] Survey
of journalists, conducted by researchers at the Newhouse School,
provides insights into the state of journalism today | Newhouse School
at Syracuse University
[6] Ver La Muerte del periodismo, de Teodoro León Gross, Ed. Deusto, 2024.
[7] Americans’ Trust in Media Remains at Trend Low
[8] Facts on News Media & Political Polarization in Spain
[9] Ministry of Propaganda and Public Enlightenment | Holocaust Encyclopedia
[10] Group that wants to ‘kill Musk’s Twitter’ shares address with Labour Together
[11] Full Report | OECD
[12] Ponencia
de Ricardo Gutiérrez, secretario general de la Federación Europea de
Periodistas (FEP), en el debate «¿Que fue de las ‘fake news’?» en
Madrid, el 13 de noviembre de 2024. – FeSP – Federación de Sindicatos de
Periodistas