Vuelve el franquismo y trae de la 
mano un neoliberalismo voraz, bendecido por el clero nacionalcatólico. 
Lo llaman "Neofranquismo", pero ese Neo debe de ser el de Matrix. Es el 
franquismo más castizo; ahí están los nombres de calles, plazas, 
lugares, los emblemas, insignias, monumentos, misas, conmemoraciones, 
fundaciones dedicadas a la memoria del  caudillo, alcaldes que defienden
 su sacra memoria, curas que llaman a una nueva Cruzada Nacional. Solo 
falta él, a quien un lamentable hecho biológico privó de su justo título a la inmortalidad.
Vuelve
 la esencia española. Las corridas de toros declaradas arte y patrimonio
 cultural del Reino y debidamente subvencionadas. Las atrocidades 
menores con toros, cabras, burros, gallos y otros animales, no 
alcanzando el excelso nivel del arte, deben de ser artesanía. Nacional, 
claro. 
Los
 caciques, figuras reciamente tradicionales, pueblan las noticias, en la
 mayoría de los casos las de tribunales, porque son pilares esenciales 
de la tupida red de corrupciones que envuelve el país y sus 
instituciones. Del franquismo dijo en cierta ocasión un embajador yanqui
 que era una "dictadura atemperada por la corrupción"; de este 
neofranquismo cabría decir que es una corrupción atemperada por 
la dictadura. Es tal el encenagamiento que más que hablar de políticos 
corruptos debe hacerse de corruptos políticos. 
Si
 la cantidad de casos subiúdice es indicativa proporcionalmente a la 
extensión del fenómeno, la corrupción es total. Y eso que se trata de 
una justicia descaradamente intervenida por el poder político, en gran 
medida al servicio del Príncipe y sus arbitrariedades. Muy al estilo de 
la dictadura, en cuyo espíritu respira todavía parte de la judicatura. 
De ello se beneficia asimismo la Iglesia católica, firme impulsora de 
esta involución general en la que ejerce su poder hierocrático, impone o
 trata de imponer sus dogmas y aberraciones como legislación civil del 
Estado y, de paso, hace su agosto parasitando el erario público de mil 
maneras y dedicada desde hace años a una tarea de reamortización que ya 
la ha convertido de nuevo en la principal propietaria del país. 
En este clima aparece el presidente del gobierno como un Pantocrator a proclamar que la crisis es ya historia. Hemos pasado de ser el enfermo de Europa a ser su locomotora. Algo pasmoso, pero típico de la furia española.
 Es la Raza. La Gran Nación. Los datos, todos, hablan en contra de este 
supuesto. Y la conciencia de la gente, toda, incluidos los miembros del 
gobierno, no da el menor crédito a la hiperbólica declaración. Algo 
también esencialmente franquista. Recuerda mucho aquella anécdota de 
cuando a fines de 1943 ya era evidente para todo el mundo que los nazis 
estaban perdiendo la guerra pero el diario Informaciones seguía dándolos ganadores. El gobierno franquista, en consecuencia, recomendaba a la gente viajar menos y leer más el Informaciones. Ahora recomienda leer toda la prensa de papel y atender a casi todos los medios audiovisuales.  
Porque
 los medios, como los de la Dictadura, están poblados por comunicadores 
al servicio incondicional del poder político, tanto en los privados como
 en los públicos; en estos últimos, además, a sueldo directo y 
generalmente astronómico. Si la consigna es que la crisis es historia, 
hablarán de ella en pasado remoto a los millones que cobran el salario 
mínimo de 625,30€ o menos, al 24% de parados, la mitad de ellos sin 
prestaciones, al 35% de empleados en precario, a los desahuciados a 
razón de casi doscientos al mes, a las decenas de miles de emigrados, a 
los dependientes a quienes se ha reducido o eliminado la asistencia.
Si
 la consigna también es que en Cataluña no hay nada que decidir que 
incomode al poder central, los mismos medios y los mismos comunicadores 
levantarán una barrera de prohibiciones, impedimentos, reproches e 
insultos, llamando a los soberanistas, según les dé, nazis, egoístas, 
palurdos, totalitarios, medievales, delincuentes y masa de borregos. 
Menos viajar al norte del Ebro y más leer La Razón. En Cataluña 
lo que hay es una algarabía de un puñado de nacionalistas rabiosos 
frente a una inmensa mayoría silenciosa profundamente española.
El
 poder de los medios se juzga determinante pero, por si acaso no lo 
fuera, el Parlamento acaba de aprobar y de remitir al Senado un Ley de 
Seguridad Ciudadana que es una Ley Mordaza, un candado a los derechos y 
libertades públicas, un ataque represivo y probablemente 
inconstitucional a la seguridad jurídica de la ciudadanía y su derecho 
al amparo de los tribunales. Una ley inspirada en la Ley de Orden 
Público de Franco. Pleitear, discrepar, salir a la calle a protestar es 
algo que va a quedar reservado a las grandes fortunas. Porque la 
democracia es suya. Como el erario público. Y la conciencia de los 
ciudadanos.
"Afortunadamente",
 piensan algunos optimistas irremediables, "están en ciernes las 
elecciones que, de eso, Franco, no sabía mucho". Las elecciones, sí, las
 elecciones. Corren rumores en los mentideros de la Villa y Corte de que
 andan los abogados del Estado, nuevo vector de propagandistas de la fe 
nacionalcatólica, buscando triquiñuelas para aplazarlas hasta enero o 
febrero. Conociendo el talante de los neofranquistas, Palinuro 
preguntaría de qué siglo. Que tampoco es preciso echar mano de la 
fantasía. Imagínese que sucede algo en Cataluña que justifique, aunquen 
sea por los pelos, una situación de excepción. Lo primero que se pedirá 
aplazar sine die serán las elecciones, quizá con el apoyo de los dos 
partidos dinásticos. 
 
Encima podrían echar la culpa a los catalanes. 
 
(*) Catedrático de Ciencia Política en la UNED