Aquí mi artículo de hoy en elMón.cat, titulado Dos milions seixanta mil y
centrado en recordar algo muy simple que tiende a olvidarse en el
ajetreado día a día de la investidura y la contrainvestidura. Que detrás
de las negociaciones, las amenazas gubernamentales, el activismo
político-judicial y el contexto internacional hay 2.060.000 votos, la
mayoría simple del electorado y 72 escaños, mayoría absoluta
parlamentaria.
La
República Catalana no es una invención de cuatro inconscientes ni una
conjura de otros tantos conspiradores. Es una revolución que, como
todas, se abre paso en condiciones difíciles, de cerrada hostilidad,
recurriendo a la imaginación y la creatividad para hacer camino al
andar. Una revolución democrática, cívica, pacífica, que el Estado no
parece estar en condiciones de detener sin convertirse en dictadura
abierta en Cataluña.
Esos
2.060.000 ciudadanos que probablemente son muchos más, están viviendo
una república de hecho, luchando por recuperar sus instituciones.
Constituyen el núcleo de una acción colectiva permanente,
auto-organizada en redes virtuales y reales que no se puede combatir con
policías ni tribunales. Es una sociedad cada vez más orientada a la
desobediencia y resistencia civil pacífica, como la que difunde la
iniciativa en peu de pau.
En todo caso, aquí la versión castellana del artículo:
Dos millones sesenta mil
Esa
es la cantidad de votos a favor de la independencia en las elecciones
del 21 de diciembre pasado. Mayoría relativa electoral y absoluta
parlamentaria. Esa es la roca contra la que se estrellan las agresiones
del nacionalismo español en sus múltiples variedades. Por eso prefieren
ignorarla, silenciarla, como han hecho los audaces artistas en la gala
de los Goyas; presentarla a través de sus medios serviles como una
conspiración de un puñado se provincianos, como ha hecho el puñado de
provincianos bien pagados de Tabarnia; reducirla al delirio de un solo
hombre en Bruselas, como sueña el delirio de un hombre solo en La
Moncloa, centro operativo de la Gürtel.
Crecientemente
agresivo, el nacionalismo español en su forma de bloque del 155 (B155)
esto es, el gobierno, el PSOE, C’s y el vergonzante apoyo de Podemos,
dio un golpe de Estado para poner fin abrupto al independentismo catalán
que él mismo había suscitado con su política autoritaria,
recentralizadora y corrupta.
Intervino el Parlament, destituyó el
govern, encarceló indepes, obligó a otros a exiliarse, embargó las
propiedades de otros más, convocó elecciones trucadas con candidatos en
prisión, medios parciales, absoluta desigualdad de oportunidades… y las
perdió haciendo el ridículo de paso, como se encargó de subrayar con
aspavientos y declaraciones disparatadas la cabeza de lista de C’s. Con
2.060.000 votos a favor de la independencia, el electorado catalán
reiteraba e incrementaba el resultado del referéndum del 1º de octubre
de 2017, celebrado en unas condiciones de brutal represión policial que
ha escandalizado al mundo entero.
Habiendo
perdido, el B15 se niega a reconocer el resultado de las elecciones y
pone en marcha la maquinaria mediática y judicial para impedir
ilegalmente que pueda aplicarse. La conversión de la seudodemocracia
española en la dictadura caudillista que constituye su verdadera esencia
resulta patente. La necesidad de ocultar que el deseo de independencia
en Cataluña es mayoritario y debe ser atendido se hace con ayuda de
todos los aparatos ideológicos del Estado los medios de comunicación, la
red de fundaciones y think tanks, los centros educativos, los
intelectuales orgánicos del poder. Nadie sobra en esta tarea de
mistificación para desfigurar la voluntad mayoritaria de los catalanes
en una conspiración de cuatro iluminados o provincianos o en el delirio
de un político irresponsable.
Recientemente
se han incorporado las gentes del espectáculo y los bufones. Las
primeras, que tenían una tradición de protesta y lucha por las causas de
justicia, en su gala de los Goyas cayeron en un denso silencio, como si
en España no hubiera presos, exiliados y embargados por razones
políticas, como si en el momento en que ellos manoseaban sus Goyas, la
Audiencia Nacional no estuviera juzgando a un rapero, uno del oficio,
por “delitos” de opinión. También se cuenta con la impagable aportación
de la bufonada de Tabarnia que goza de acceso irrestricto a los medios
públicos de comunicación reiterando la esencia misma de los bufones:
tirar contra todo aquello que desagrade al poder a cuyo sueldo y
servicio están.
Además
de estos bufones a su servicio más o menos libre, el poder cuenta con
otros medios contundentes para reprimir por la violencia la voluntad
mayoritaria de los catalanes: las fuerzas y cuerpos de seguridad del
Estado, el sistema penitenciario, los jueces y, en último término, el
ejército, como recurso final en el caso de que el frente mediático y el
judicial no tengan pleno éxito en su misión.
El mediático está
cumpliendo su función bastante bien pues está al servicio incondicional
del B155, miente, manipula y falsea si ningún escrúpulo, censura a los
críticos y da barra libre a los propagandistas del unionismo.
Últimamente amplía su servilismo a la denuncia de discrepantes a quienes
se censura en los medios (públicos y privados), pero se los señala
públicamente para que sean objetos de represalias.
El
judicial está funcionando a pleno rendimiento con el encargo de dar una
pátina de legalidad a lo que no es más que un abuso de poder político.
El Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo, convertidos en
instrumentos del gobierno, están perpetrando una causa general contra el
independentismo catalán, un proceso político contra sus dirigentes,
siempre en la esperanza de aplastar una mayoría democrática de más de
dos millones de personas, atacando a sus representantes. La idea, típica
de todos los despotismos y las tiranías, de que, sometiendo a estos a
medidas injustas y arbitrarias, se conseguirá atemorizar a la mayoría y
que se resigne a vivir en la opresión, la explotación y el desprecio.
La
imagen que da la justicia es la sempiterna en España, resumida en la
“justicia de Peralvillo” en la que primero se ejecutaba al reo y luego
se le instruía la causa. Lo mismo que está haciendo el Supremo: primero
encarcela a la gente y luego se fabrican los supuestos delitos.
Y más
allá incluso. No solamente el Supremo se extralimita en sus
atribuciones, procede por analogías, abusa de su activismo judicial e
ignora el due process of law sino que se ha convertido en un
tribunal inquisitorial que castiga a los reos por sus convicciones. Como
ha quedado claro en los pronunciamientos del juez Llarena: tanto
Joaquim Forn como Jordi González están en prisión preventiva contra toda
justicia y derecho por sus convicciones independentistas,
Estas
actuaciones judiciales debieran ser objeto ya de réplicas contundentes
de las instancias europeas en defensa de los derechos de unos ciudadanos
atropellados por una justicia al servicio de la dictadura del B155.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED