Hay hitos que no sólo suponen un punto de no retorno sino que marcan un 
gozne entre dos eras. Pero, cuidado, que no es casualidad que la semana 
en que ha quedado acreditado que ya no hay ningún diario de información 
general que declare vender  más de cien mil ejemplares en los quioscos de
 un país de 47 millones de habitantes, sea también aquella en la que la 
letrina de la corrupción ha rezumado una de sus más fétidas oleadas de 
estiércol.
Para quien como yo puso su firma durante treinta y cinco años en más 
de tres mil millones de ejemplares impresos, debería ser especialmente 
impactante este desmoronamiento irremisible de un modelo no ya de 
negocio sino de sociabilidad democrática. Sin embargo me encojo de 
hombros y veo las caídas de El País a los 96.000 ejemplares, de El Mundo a los 62.000 -menos de lo que no ha tanto vendíamos sólo en Madrid-, del ABC a los 58.000 y de La Razón a los 43.000 con la imperturbabilidad de quien contempla las lluvias anunciadas por el servicio meteorológico.
Lo
 que algunos advertimos que iba a suceder, está sucediendo. No será por 
no haberlo avisado, pero ya es tarde para el remedio. Los cien mil 
ejemplares de venta media eran una especie de Cabo de las Tormentas que 
todo recién llegado debía doblar en un plazo máximo de un par de años 
para poder navegar en el mar de la viabilidad. Lo conseguimos en 1980 
con Diario 16 y en 1989 con El Mundo. Por debajo de tal cota no había salvación.
Mantener
 ahora con esas escuchimizadas cifras declaradas a la OJD -que incluyen 
ventas conjuntas y trampillas diversas- plantillas de centenares de 
personas con muchos trienios de antigüedad es sencillamente imposible. A
 menos que se incurra en todo tipo de rendiciones al poder, con tal de 
que sus comisarios políticos puedan seguir pagando la rampante nómina 
propia, junto a las menguantes nóminas ajenas.
Es cierto que las tres primeras cabeceras de esos legacy media tienen
 también potentes ediciones electrónicas, pero cuantos estamos en el 
sector sabemos la desproporción que existe aún entre los ingresos 
asociados a la actividad tradicional y los de origen digital. Por eso el
 ejemplo más puro es el de La Razón, que con una difusión 
minúscula mantiene una recaudación notable, asociada -como antes o 
después tenía que descubrirse- a prácticas de corrupción política.
De
 hecho, según las propias cuentas anuales de los tres grandes grupos de 
la prensa española, la disminución de sus ingresos publicitarios está 
siendo mucho más tenue que la de sus ventas de ejemplares. Detrás de 
este desfase late un intento a la desesperada del poder político y 
económico de mantener vallado un campo inexorablemente abierto por la 
tecnología.
Pocos ejercicios de pereza intelectual e hipocresía 
colectiva resultan tan patéticos como los resúmenes matinales en los que
 -con muy contadas excepciones- las radios y televisiones se limitan a 
recoger los titulares de las ediciones impresas durante la noche 
anterior, que las más frescas versiones electrónicas han dejado ya 
obsoletos. Cuando esa práctica coincide con una jornada electoral o 
acontecimientos imprevistos, el ridículo alcanza a menudo dimensiones 
cósmicas.
Ese ninguneo a medios nativos como El Confidencial, EL ESPAÑOL o eldiario,
 que no sólo tenemos audiencias millonarias de dos dígitos, sino que 
desvelamos la mayor parte de las exclusivas relevantes y representamos a
 segmentos decisivos de la opinión, tiene como objetivo seguir 
protegiendo la última trinchera de la prensa impresa: la de su 
influencia imaginaria. Es la fantasía a la que se aferran los que siguen
 arrastrando los pies ante las urgencias del cambio. Así como internet 
es el cauce adecuado para la información inmediata -dicen quienes se 
baten de esta forma en retirada-, el "papel" sigue siendo idóneo para la
 publicación de artículos extensos que requieren una lectura reposada.
Nadie que tenga la experiencia de leer reportajes, entrevistas o 
piezas de opinión como esta en dispositivos móviles, con pantallas de 
alta resolución, que ni se arrugan ni entintan los dedos, corroborará 
ese aserto. Por algo los batacazos de los medios tradicionales son aún 
mayores los fines de semana. Pero ese clavo ardiendo sirve de coartada a
 dirigentes políticos y empresariales para retrasar el momento de 
rendirse a la evidencia de que las élites lectoras -y con ellas la 
influencia- también se han trasladado masivamente a la prensa digital.
Vivimos
 un momento de transición en el que la falta de coordinación de los 
medios nativos a la hora de afrontar asuntos clave como el IVA digital, 
la publicidad institucional o la urgencia de aportar credibilidad y 
rigor a los sistemas de medición de audiencias, es también un factor 
retardatario de la nueva edad de oro del pluralismo informativo que se 
avecina. Y sucede que en ese escenario de crisis en el que lo viejo se 
resiste a morir y lo nuevo no termina de nacer, es la televisión la que 
está adquiriendo un papel preponderante que nunca tuvo, a la hora de 
encauzar el debate político y fijar la agenda.
El modelo vigente 
durante las últimas cuatro décadas implicaba que era en las redacciones 
de los periódicos, suficientemente nutridas y cualificadas para la 
elaboración intelectual, donde se gestaban las distintas miradas sobre 
la realidad, mientras que los medios audiovisuales servían de caja de 
resonancia o lente de aumento. Ahora, con la prensa tradicional al borde
 de la quiebra y la nativa aún en fase de crisálida, la inversión de los
 términos trae consigo la dictadura de la trivialización. Hasta el 
extremo de que hay buenos periodistas -yo conozco algunos- que, según el
 principio de que hay que comer mucho caviar para poder llevar una 
simple hamburguesa a casa, dedican arduas jornadas a asuntos 
trascendentes y complejos con el objetivo primordial de trasladarlos al 
plató, de forma más que esquemática, esquelética, cual efímeras bengalas
 que se diluyen en el éter. Así no se controla al poder, así nada sirve 
para nada.
Viene a cuento la analogía con la comida basura porque no es difícil 
de entender el tipo de liderazgos y referencias que genera una cultura 
informativa en la que una noticia debe despacharse en treinta segundos y
 un argumento en quince. Y el hecho de que esa actividad se ejerza en 
régimen de concesión administrativa, es decir, en connivencia intrínseca
 con el poder, explica el papel central que puede llegar a desempeñar 
alguien de las características del llamado Príncipe de las Tinieblas.
Si
 combinamos la neutralización de la televisión pública como amorfo 
órgano gubernamental, sin inteligencia, recursos, ni proyecto, con la 
implantación de un duopolio en el que Mediaset se aferra a la muy 
rentable explotación del entretenimiento, es fácil entender la hegemonía
 del teatro de marionetas de Mauricio Casals. El secreto de su éxito 
consiste en manejar a la vez los títeres de cachiporra del poder y la 
oposición, de forma que la virtud del buen Mariano siempre salga 
triunfante ante la perfidia del malote Pablo. Cuando su mentor, José 
Manuel Lara, fue capaz de editar al mismo tiempo La Razón y el Avui, Casals tomó sin duda buena nota. Utilizar a la vez a Ferreras y a Marhuenda es, comparado con eso, coser y cantar.
El Principado de Tinieblas ha sucedido a Polancolandia como régimen de concentración mediática, con el agravante de que si bien el grupo Prisa complementó el éxito indiscutible de El País con concesiones como la de Canal Plus
 o las de las emisoras añadidas a la SER, en el caso de Atresmedia todo 
viene del favor público. No estamos hablando de guerras mediáticas o 
querellas triviales de periodistas. El duopolio ha sumado el año pasado 
300 millones de beneficios, en medio de la ruina ajena, y aun no hay un 
solo partido que se atreva a pedir la anulación de las fusiones 
autorizadas por Zapatero y Rajoy. El control social del poder a través 
del pluralismo informativo es el colágeno que da elasticidad a la 
musculatura de una democracia y esta misma semana hemos comprobado cómo 
la acumulación de tantos resortes en unas solas manos produce atrofias 
muy dañinas.
Baste imaginar lo que se hubiera dicho en programas como Espejo Público, Al Rojo Vivo o las tertulias de Onda Cero
 si los protagonistas de las conversaciones grabadas a Edmundo Rodríguez
 Sobrino con Casals y Marhuenda hubieran pertenecido a un partido 
político. Pero en esos foros a nadie pareció llamarle la atención ni que
 el consejero delegado de La Razón -como tal figura en el 
Registro Mercantil- manejara a la vez el dinero del Canal de Isabel II; 
ni que la fiscalía se creyera las burdas explicaciones de que la 
minuciosa estrategia de amenazas a Cifuentes -entreverada con visitas a 
su despacho- era en realidad un "placebo" trenzado de "mentiras 
piadosas", a modo de "estafa no patrimonial a un amigo"; ni que el juez 
Velasco archivara a uña de caballo lo que se percibía como "organización
 criminal" para ejercer la "obstrucción a la justicia", no fuera a ser 
que nuevas partes personadas en el procedimiento solicitaran diligencias
 que ahondaran en las relaciones entre el Canal, Ignacio González -ese 
que tan "bien escribe"- y el propio Tinieblas.
Por no 
llamarles nada la atención, ni siquiera la sorprendente felicidad con 
que el propio Edmundo celebró ante el juez haber sido "engañado" por sus
 amigos Mauricio y Paco cuando le prometieron "dejarse los cojones" por 
él, hizo arquear las cejas a uno solo de entre tantos tertulianos. 
Pendientes ya de jalear la estrafalaria moción de censura podemita, que 
enseguida vino a aliviar la situación-límite en la que se encuentra el 
PP, ninguno pareció reparar en que así es como se comportan los 
"soldados", en que por eso le denominaban "uno de los nuestros".
"¿Cuántas
 divisiones tiene el Papa?", preguntó socarronamente Stalin a Pierre 
Laval cuando el ministro de Exteriores francés, que siempre llevaba 
corbata blanca y terminaría fusilado por colaboracionista, le instó a 
mejorar sus relaciones con el Vaticano. Cómo si no entendiera, 
precisamente él, que hay armas mucho más peligrosas que las de fuego.
Pues bien, gracias al Departamento de Comunicación de Atresmedia, que el otro día diseminó grotescas imputaciones tildando a EL ESPAÑOL de "homosexualista y cristófobo", nosotros ya sabemos cuántos batallones tiene Mauricio Casals. Porque al batallón de Antena 3, al batallón de La Sexta, al batallón de Onda Cero, al batallón de Editorial Planeta y al batallón de La Razón,
 hay que sumar también el batallón de los quintacolumnistas que en muy 
diversos medios -a veces sus propios directores- actúan como embajadores
 del grupo a cuyos programas acuden, el batallón de los aspirantes a 
adquirir un día ese rango y remuneración y el batallón de las criaturas 
de la noche que, desde covachuelas de toda índole, se prestan a disparar
 cualquier munición, por rancia que sea, contra quien se atreva a 
incomodar al Príncipe que alimenta sus fauces con las migajas 
de su mesa. Por algo he advertido a nuestros accionistas y suscriptores 
que viene una primavera muy lluviosa y convendrá tener permanentemente a
 mano el chubasquero.
(*) Periodista y editor de El Español

 
 
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