El 4 de agosto de 1983, el rey Juan Carlos I presidió por primera vez un Consejo de Ministros tras la llegada de Felipe González a La Moncloa. Fue en el mallorquín Palacio de la Almudaina y el diario ABC destacó entonces en páginas interiores, con gran aparato de portada, el discurso íntegro del monarca.
Casi todo lo dicho podría traerse hoy aquí como recordatorio del 
tiempo perdido. El Rey reconocía que, junto a la crisis económica, 
España sufría problemas propios tan graves como el terrorismo o como 
esas "conductas públicas que ofenden los símbolos de nuestra unidad y 
reniegan explícitamente del común destino". 
Por ello, el Rey consideraba
 "una normal relación entre los poderes del Estado" el hecho de que la 
Corona estuviera informada puntualmente de los problemas más graves de 
España. La máxima expresión de esa "normal relación" era pues, presidir 
de vez en cuando un Consejo de Ministros para obtener de primera mano el
 diagnóstico a los problemas de nuestra democracia.
"La
 Corona –dijo don Juan Carlos– no es una magistratura abstracta y 
solitaria que se limita a contemplar desde la cúspide el panorama 
político". Aclaró después que eso no suponía injerencia alguna ni 
desviaba un ápice a la institución de su función moderadora.
La idea original del rey Juan Carlos era presidir el Consejo de 
Ministros al menos "cada seis o siete meses", como aclaró en alguna 
ocasión posterior. Después se fueron relajando las costumbres de todos, 
incluso las políticas.
Pero la 
situación en 1983 explicaba por sí sola la necesidad de transmitir una 
sensación de control: sólo habían transcurrido tres años del golpe del 
23-F, con el que aún andamos jugando a las anécdotas del Follonero que, 
en clave de humor agitador, tratan de convertir en una broma muchas de 
las realidades de aquella solución Armada que, al menos en el papel, 
tenía al propio González de vicepresidente de un Gobierno de salvación 
nacional. 
El caso es que tres años después del tejerazo la 
Corona quería dar la impresión –y probablemente lo consiguió– de que 
aquello no volvería a suceder por mal que fueran las cosas. Buenas 
palabras.
                            Ya antes se había tirado al cubo de la basura del Tribunal Constitucional una ley, la LOAPA,
 que ya quisiéramos para estos tiempos si es que con ella en vigor 
hubieran llegado. De su esencia sólo quedó el punto de partida: el 
maltrecho 155 de la Constitución, artículo que la LOAPA desarrollaba con
 precisión quirúrgica. 
Cierto es que el recurso de inconstitucionalidad 
fue obra nacionalista pero ni Leopoldo Calvo Sotelo ni, por supuesto, Felipe González la querían ver en el BOE. Se dijo, y Calvo Sotelo lo negó, que aquel impecable texto de Eduardo García Enterría
 era para calmar a los golpistas, aún jadeantes, y dar la sensación de 
que el nacionalismo no tendría baza alguna en la España constitucional, 
preocupación lógica más allá de cualquier ruido de sables. Niegan la 
coincidencia porque la LOAPA fue algo anterior al golpe, como si el 23-F
 hubiera sido una sorpresa que cogió a la clase política con el pie 
cambiado. 
Sea como fuere, todavía 
estaban por llegar los gobiernos-bisagra con aquellos que querían 
desencajar la puerta a patadas: nacionalistas catalanes y vascos, 
católicos y de derechas. Los dos grandes partidos de la democracia, PSOE
 y PP, encomendaron sus respectivas minorías al entonces llamado –y 
siempre contradictorio en sus términos– "nacionalismo moderado". 
Aquellas hipotecas estaban firmadas con el diablo a interés variable, 
siempre en contra, y por el mero afán de poder. Jamás se ha dejado de 
pagar.
Hoy, en 2018, es insostenible el sistema autonómico tal y como está planteado.
 Levantar la barbilla y andar sobre una cinta como si todo esto se 
pudiera esfumar con el primer rayo de sol es ya un acto de 
irresponsabilidad política que supera al pecado original de aquel mal 
relevo entre la UCD y el PSOE y el posterior españicidio perpetrado impunemente por Zapatero. 
Hoy el presidente del Gobierno es tan culpable –si no más, por no usar 
el irrenunciable conocimiento adquirido– como aquellos. No le tocará a 
él desescombrar en busca de algún pilar sano sobre el que levantar algo 
parecido a España. Pero no cabe duda de que habrá que hacerlo porque 
Cataluña ha roto, sí, la España democrática conocida.
De momento, no hay programa político que pueda prometer una solución creíble
 si no refleja la devolución –porque no le son propias a una comunidad 
autónoma– de determinadas competencias al Estado central. Educación, Sanidad e Interior,
 por poner tres ejemplos, jamás debieron salir del ámbito estatal porque
 perjudican directamente al ciudadano, asentando privilegios, sirviendo 
al adoctrinamiento y poniendo en riesgo la seguridad. 
Los niños empiezan
 creyendo que los únicos ríos que estudian son propiedad de su comunidad
 porque pasan por ahí y acaban jugando a tirar dardos –o tirándolos– 
contra la Guardia Civil pero, desde la hidrografía hasta el 
adoctrinamiento violento, es de todo punto irracional que una nación 
pretenda su propia voladura amparándose en un sistema perverso de 
cesiones autonómicas que ha demostrado su fracaso hasta en la extinción 
de incendios y su inmoralidad cuando distingue a los enfermos según su 
procedencia geográfica. Incluso dejando a un lado el golpismo 
nacionalista, es de locos seguir así.
Cataluña
 es sólo un nuevo punto de partida en el eterno bucle. El nacionalismo 
vasco, el que vuelve a ser palanca de acción de un gobierno de España, 
ya ha convocado cadenas humanas para reclamar su Euskal Herria –huelga hablar pues, de Navarra–, hecho que no tardarán en legitimar desde el gobierno central como preferible a los asesinatos de ETA que, como ya no existe, se traduce en una victoria sin precedentes de la democracia. 
Valencia y Baleares caminan de igual modo hacia esa otra paranoia supremacista, racista, que son los Països Catalans.
 Con suerte quedarán en medio las "tierras de sangre", las polonias que 
sufran sendos totalitarismos. O ni eso. Quien pretenda llegar a La 
Moncloa ignorando esto es porque querrá colaborar en hacerlo realidad.
Y llegamos, por pereza que produzca, a Quim Torra,
 paradigma de lo que se ha consentido con nuestro dinero: ex de la ANC, 
de Omnium Cultural, de la agitación elitista subvencionada. Torra ha 
estado siempre allí donde se fraguaba el golpe consentido, en sus 
estructuras civiles, porque siempre han existido. A los pocos minutos de
 conocerse su nombre brotaron los rescatados tuits "polémicos" del 
candidato. ¿Qué esperaban? 
Al menos, en Libertad Digital y en El Mundo
 los adjetivamos como lo que son: "racistas", "xenófobos", no polémicos.
 Un fan de Sabino Arana está fuera de toda polémica. Pero insisto: ¿se 
esperaba alguien otra cosa? El problema hace mucho tiempo que dejó de 
ser el hecho cotidiano en la Cataluña golpista. Resulta ineludible leer 
la crónica de Pablo Planas en Libertad Digital para no perder más tiempo en un episodio que no hace sino distraernos del problema estructural.
Se llame como se llame el presidente de la Generalidad, nunca podrá ser legítimo
 un gobierno pilotado desde el extranjero por un prófugo golpista. De 
hecho, no es legítimo responder a un golpe de Estado con unas elecciones
 disfrazadas de aplicación severa de la Ley.
Pero ahora hay prisa por nombrar president,
 sea quien sea, cuanto antes, para desatar el débil nudo del 155 porque 
al gobierno Rajoy le abrasa la ley en las manos. Ante un golpe de Estado
 –¡qué contrariedad, con lo bien que íbamos!–, celébrense elecciones con
 los golpistas en las urnas, nómbrese a quien sea y volvamos a esa normalidad que tiene encarcelada a la mitad de los ciudadanos de Cataluña, a esa normalidad cuya ley es violar la Ley, a esa normalidad que dejó mil muertos abandonados.
De vuelta a aquel discurso de 1984, no hay más remedio que mirar a la Corona de 2018 personificada en Felipe VI
 y constatar que, sin necesidad alguna de ser monárquico, es la única 
institución, acompañada a veces por el Poder Judicial, que ha estado a 
la altura de las graves circunstancias. 
Podía ser "normal", como dijo 
Juan Carlos I, en 1983, apenas una década después de la muerte de Franco,
 con los golpistas del 23-F recién condenados y con la izquierda 
cubriendo la primera vuelta de la Transición al llegar al poder. No lo 
es en 2018, cuarenta años después de aprobar una Constitución y poner en
 marcha una democracia de monarquía parlamentaria. Si el Rey es el único
 dique de contención, la anormalidad política es manifiesta por más que 
haya que agradecerle el arrojo.
Rajoy no busca estabilidad para España sino la permanencia en el poder, cosa que ya está perdida. Si Albert Rivera
 consigue que el Parlamento de Twitter le deje llegar a La Moncloa 
tendrá que hacer en serio el trabajo que no corresponde al Rey y volver a
 la normalidad, si alguna vez existió, de informarle sobre España. Pero 
con este Estado autonómico es imposible.
(*) Periodista

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