Es bastante sintomática la respuesta política que acaba de dar Juan 
Luis Cebrián, intelectual orgánico del Régimen del 78, a la pregunta 
formulada por la revista Vanity Fair, en su número de diciembre: ¿Qué 
opina del papel del Rey Felipe VI en la crisis catalana?. 
Tras recordar 
que la monarquía en el siglo XXI sólo tiene sentido si es útil, 
precisa,  “su padre se ganó el puesto en la noche del 23-F, y en este 
país todavía hay que ganarse el puesto”, como si el periodista pensara 
que el hijo había desperdiciado la noche del 4 de octubre, encabezando 
la aplicación del 155 a Cataluña, el capital político ganado entonces 
por  Juan Carlos. 
Pero como tenemos claro que Cebrián, recién 
defenestrado del principal lobby mediático del bipartidismo dinástico, 
no piensa así, cabe interrogarse acerca de las concretas razones que 
parecen hacerle dudar sobre la utilidad de la figura del Rey.
Es un hecho que en las urnas catalanas del 21-D subyace la cuestión 
monárquica permanentemente aplazada desde la lejana muerte del general 
Franco. No se plantea en estas elecciones un referéndum sobre monarquía o
 república, como el que en 1947 celebraron los italianos ajustando así 
cuentas con los Saboya que habían apoyado la dictadura fascista de 
Mussolini, pero, objetivamente la batalla electoral enfrenta a tres 
partidos monárquicos contra cuatro republicanos. 
Desde las elecciones 
municipales de 1931 no ocurría nada semejante. Es evidente, que si el 
actual Jefe del Estado no se hubiera ajustado el gorro brumario de 
Napoleón Bonaparte capitaneando la ofensiva represiva contra el desafío 
político de la Generalitat y tomando partido por el gobierno de Rajoy, 
esto no sucedería. Desde el mismo momento en que optó por abandonar su 
necesaria función arbitral y decidió ser juez y parte, entró, volens nolens, en la contienda electoral.
Si la reforma del artículo 135 de la Constitución, que subordina el 
gasto social al pago de la deuda con la banca alemana, pudieron 
realizarla Rajoy y Zapatero de espaldas a  los ciudadanos, que en ningún
 momento tuvieron la oportunidad de pronunciarse; en cambio, 
ahora, Rajoy, Sánchez y Rivera con la aplicación del artículo 155 a 
Cataluña no pueden reeditar esta misma operación,  puesto que los 
catalanes van a aprobarlo o rechazarlo con su voto. 
Solucionar las 
graves crisis sociales y territoriales con la represión, desde el 
“cueste lo que le cueste” a los de abajo, es la peor traducción de un 
despotismo bipartidista no muy ilustrado, por no decir que nada dado el 
perfil intelectual de la Moncloa y Ferraz. Grave es que la Constitución 
se defina hoy por esos malditos 155 y 135, corsés de hierro para la 
soberanía popular, pero mucho peor es que la Monarquía se sustente en 
esos dos artículos, cuestionados por millones de progresistas y 
nacionalistas.
Lamentablemente, el caos interno que preside al trío dinástico, 
Rajoy, Sánchez y Rivera, empuja al Rey en la misma dirección. La 
creciente podredumbre del PP, la insoportable levedad del ser del PSOE 
que siempre gira como una veleta según el viento de la diestra, y el 
aventurerismo de C's, con el nacionalpopulismo como bandera, tiende a 
reforzar al Jefe del Estado en el papel de líder de la derecha que en 
muy mala hora, las 9 de la noche del 4 de octubre, decidió asumir. 
Tanto
 es así que el aparato de Estado, sobre todo el afincado en Justicia e 
Interior, da señales inequívocas de pasar de la partitocracia 
interpretando según su visión corporativista el interés de Estado. El 
estado de la cuestión es cada vez más, empleando la terminología de 
Vázquez Montalbán,  una cuestión de Estado. El nombramiento del Fiscal 
General, Sánchez Melgar, desautorizado anteriormemte por los tribunales 
de la Unión Europea, refleja este rompecabezas estatal.
Un político moderado e inteligente como Ortúzar, presidente del PNB, 
lo acaba de resumir en las dos condiciones que establece para poder 
plantearse votar a favor de los Presupuestos Generales de Montoro: la 
liberación de los presos políticos catalanes y el fin de la aplicación 
del 155 a la sociedad catalana. De no producirse estos dos necesarios 
gestos políticos, el Rey se verá cada vez más empujado a ser el monarca 
de la derecha, tal como lo lleva siendo desde el pasado discurso del 4 
de octubre. 
Si se estanca la crisis catalana, si se mantiene el estado 
de excepción y se polariza la grave crisis social, como consecuencia de 
los nuevos anunciados recortes sociales en sanidad, educación y 
pensiones, la suma de la crisis del bipartidismo añadida a la crisis del
 Gobierno de Rajoy y de la muy leal oposición de Sánchez al Gobierno de 
su Majestad, se agudizaría la crisis de la Monarquía.
Sería un proceso tan imparable como irresistible si la involución, 
protagonizada por la derecha, no es frenada por las fuerzas de progreso.
 Si se involuciona hacia la etapa preconstitucional, desde la muerte del
 dictador a la II Restauración de los Borbones, nada más coherente que 
el retorno a la Monarquía preconstitucional en la que el interés de 
Estado se confundiría con los de los partidos dinásticos y los del turno
 rotatorio de gobiernos. 
Si, finalmente, fuese así, este conjunto de 
crisis que hoy comienza a estallar en España desembocaría en esa 
interrogante sobre la utilidad del Rey que empieza a plantearse hasta 
alguien tan poco sospechoso de antimonárquico como lo es Juan Luis 
Cebrián. Estallaría entonces la cuestión monárquica en un país como 
España en que, tanto la derecha como la izquierda, ha sido 
históricamente accidentalista sobre la forma del Estado.
(*) Periodista

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