El pasado domingo la crónica de uno de nuestros enviados a Paris, 
Eduardo Suárez, reflejaba la afluencia de ciudadanos con banderas, velas
 y flores al pie del monumento a la libertad y los derechos humanos de 
la Place de la République. Era su reacción instintiva frente a la 
masacre. Querían demostrar su compromiso con esos valores medulares de 
la civilización europea, tal y como están reflejados en la docena de 
bajorrelieves que festonean el monumento, celebrando los hitos de la 
Revolución Francesa.
Son obra del escultor Leopold Morice, ganador del concurso convocado 
tras el desastre de Sedán y la instauración de la Tercera República, y 
el más impactante de todos ellos es el que representa el juramento del Jeu de Paume
 pues no en vano reproduce, simplificada, la composición del 
electrizante cuadro de David en el que sombreros y brazos se alzan de 
forma coral para refrendar el compromiso propuesto y adquirido, con la 
diestra en alto, por el astrónomo Bailly.
La escena corresponde a 
lo ocurrido el 20 de junio de 1789 cuando a los representantes del 
Tercer Estado o burguesía se les prohibió el paso, por orden del rey, a 
la sala del Palacio de Versalles en la que pretendían reunirse con los 
elegidos por la aristocracia y el clero; y decidieron trasladarse al 
recinto en el que los cortesanos jugaban a la pelota. Allí juraron no 
separarse hasta aprobar una Constitución para Francia.
El 
bajorrelieve de Morice omite por razones de espacio a gran parte de los 
protagonistas del cuadro -entre otros a Robespierre, Barnave, el abate 
Sièyes o Marat, a quien David camufla tomando notas entre el público- 
pero conserva la exaltación dramática del momento y la tensión plástica 
de la composición. Cambia de sitio a Barère, a quien sienta a la 
izquierda de Bailly, levantando acta, y concede un mayor protagonismo a 
Mirabeau, pleno de empaque y prosopopeya.
Obligado a resumir el 
mensaje, el escultor sitúa en el otro flanco a un diputado de espaldas, 
como símbolo del conjunto de la Asamblea. Es esta figura la que extiende
 el brazo de piedra que el domingo pasado servía de perchero a la 
bandera tricolor allí colgada. En fotografías posteriores es fácil 
comprobar cómo el espacio que separa a ese juramentado del resto del 
grupo escultórico ha sido aprovechado como regazo perfecto para albergar
 ramos de flores y demás ofrendas.
¿Por qué la escena del Jeu de Paume
 es siempre preferida como símbolo de resistencia a la opresión -ya 
ocurrió tras el ataque a Charlie Hebdo- frente a otras escenas 
revolucionarias más decisivas como la Toma de la Bastilla o la victoria 
de Valmy? Probablemente porque refleja valores tan en desuso y 
decadencia en nuestra sociedad como el compromiso desinteresado, la 
abnegación personal y la disposición al sacrificio. Todo demócrata, 
atraído por la política, desearía ser alguna vez, en sus alardes de 
fantasía, uno de esos juramentados que extienden sus brazos generosos 
cual nuevos Horacios en pos de sus espadas.
Aquellos diputados asumían un riesgo cierto en un mundo como el del 
viejo régimen en el que cualquiera podía ser embastillado por una 
arbitraria lettre de cachet del soberano. Sólo tres días 
después tuvo, de hecho, lugar la histórica sesión del 23 de junio en la 
que Luis XVI marcó a la Asamblea los límites de sus competencias y 
delegó en el marqués de Dreux-Brézé el desalojo de la sala. "No 
abandonaremos nuestros puestos más que por la fuerza de las bayonetas", 
le replicó Mirabeau, a sabiendas de la acumulación de tropas leales al 
rey en las inmediaciones de Versalles.
Aunque el arrojo de este 
lance ha sido mil veces reiterado, es mucho menos conocida la reacción 
de Luis XVI cuando conoció la contumacia de los diputados: "¿Que no se 
quieren marchar? Joder, pues que se queden". Seguro que tal conformismo 
les recuerda a alguien. Desde ese momento la suerte estaba echada. El 
viejo mundo y el nuevo mundo se habían mirado a los ojos y era el viejo 
el que había parpadeado.
Algo parecido es lo que llevamos camino 
de que suceda ahora tras el envite feroz que el Estado Islámico ha 
planteado a la Unión Europea en las calles de París como parte de su 
enfermiza yihad en pos de ese califato global en el que no quepa otra 
forma de vida que la sumisión a Alá. El desenlace no va a depender a 
medio plazo de la inocencia de los asesinados y la vileza de los 
asesinos sino de la determinación con que cada parte luche por sus 
convicciones. Por eso creo que nuestra mayor vulnerabilidad es la 
disposición al desistimiento como expresión suprema de lo que el 
parisino Gilles Lipovetsky bautizó como "el crepúsculo del deber".
Nadie que haya leído El primer naufragio
 podrá acusarme de contribuir a la mitificación de la Revolución 
Francesa. Con la excepción de Barère, denominado el "Anacreonte de la 
guillotina" por la facilidad con que acompañaba a sus amigos al cadalso,
 los principales protagonistas del Juramento del Jeu de Paume, 
empezando por Bailly, efímero alcalde de París, fueron devorados por el 
monstruo que engendraron. Y creo que nadie sabe que en la misma calle 
Charonne en la que fueron masacrados los clientes del restaurante La 
Belle Equipe, justo en la acera de enfrente, unos cuantos números más 
arriba, estaba la clínica del doctor Belhomme reconvertida en prisión 
para aristócratas en los peores días del Terror.
Si los miembros del comando que se dirigían hacia el restaurante con 
sus kalashnikovs en ristre hubieran viajado por el túnel del tiempo, se 
habrían cruzado con la carreta que condujo a la guillotina al recaudador
 de impuestos Magon de la Balue, su mujer, hijos, nietos, yernos y 
primos, de modo que su inmensa fortuna pasara a manos de sus verdugos. 
Podían haberse saludado al pasar, como buenos colegas degolladores, 
unidos por el exhibicionismo ritual del horror. Seguro que el sádico 
Yihad John, felizmente extirpado al parecer de entre los vivos, se 
hubiera sentido cómodo en su cubil de Raqa con el título de "ejecutor 
público" que los Sansón se transmitían de padre a hijo.
Pero la 
Revolución no sólo alumbró el modelo del totalitarismo moderno con su 
maquinaria policial y sus infames vericuetos morales, sino también la 
secularización de la sociedad, el sentimiento nacional vinculado a los 
derechos de ciudadanía y la protección de la dignidad de la persona. 
Frente a quienes la presentan como un todo, yo me sumo a quienes separan
 el yin del yang, la buena mies de la cizaña, pues ahí está la génesis 
del Estado democrático, de la civilización occidental decantada en 
comunidad política y del propio patriotismo constitucional.
Durante
 más de dos siglos el pueblo ha estado dispuesto a coger las armas para 
defender los valores republicanos -incluso bajo monarquías como la 
inglesa- emanados del ejercicio de la libertad y la lucha por la 
igualdad. En el fondo, el delirio supremacista de los nazis no era tan 
diferente del de los yihadistas. Lo que está por ver es si la sociedad 
de consumo, el Estado de bienestar y el arrullo mediático del 
pensamiento débil no han desactivado ese instinto de supervivencia que 
llevó a tantas generaciones a los campos de batalla.
Guerras 
equivocadas y sin justificación moral como la de Vietnam, guerras que 
crean peores problemas que los que las engendran como la de Irak, 
guerras sucias como la de Guantánamo y las prisiones secretas en alta 
mar pesan hoy sobre la conciencia colectiva, erosionando aun más una 
opción en sí misma indeseable. Pero en medio del pacifismo que todo lo 
impregna un presidente socialista con legitimidad democrática como 
Hollande se ha aferrado al mismo concepto al que se aferró un presidente
 conservador con legitimidad democrática como Bush: estamos en guerra. Y
 es que la guerra es una alternativa para quien la practica pero no para
 quien la padece.
Comprendo las objeciones semánticas de Gómez de Liaño y quienes se 
niegan a conceder a ETA, al cartel de Medellín o ahora al Estado 
Islámico el estatus militar de combatiente, pero lo que no tiene vuelta 
de hoja es que los ciudadanos occidentales por el mero hecho de serlo 
hemos sido señalados como víctimas de una agresión feroz e 
indiscriminada. Y que, dada la naturaleza y móviles del agresor, la 
única alternativa a una claudicación que nos haría retroceder a la 
servidumbre medieval bajo la férula religiosa, es responder con una 
fuerza mayor hasta reducirle a la impotencia.
A diferencia de lo 
que ocurría cuando Al Qaeda movía los hilos del eufemísticamente 
bautizado como "terrorismo internacional", ahora el enemigo no sólo 
tiene un nombre inequívoco sino también una base territorial y 
administrativa desde la que inocula el odio y adiestra a los comandos 
que envía a cometer masacres en Europa. De ahí que bombardear Raqa sea 
un poco mejor que no hacer nada pero mucho peor que entrar en ella, 
ocuparla y detener a los yihadistas que queden vivos. Podrán recomponer 
sus estructuras en otro sitio pero su capacidad operativa quedará 
mermada y nuestra seguridad reforzada.
Ojala pudiera hacerse esto 
dotando de armas y recursos a las guerrillas kurdas o llegando a una 
solución política que implique la marcha de Assad pero apuntale al 
Estado sirio. Pero la "complejidad" de la situación no debe llevar a la 
parálisis por el análisis que tanto admira de repente Pablo Iglesias en 
Rajoy, sino estimular el arrojo del gobernante consciente. En último 
caso habrá que aplicar la doctrina del mal menor, recurriendo a la 
intervención terrestre y a los pactos que sean necesarios con tal de que
 el Estado Islámico pierda su plataforma de poder. No será sólo 
manejando drones desde la profiláctica distancia de una sala de juegos 
de guerra como podremos vencer a los kamikazes enviados o adoctrinados 
desde Siria para a la vez matarse y matarnos, mezclando sus vísceras con
 las nuestras. Lo que se ejecuta tan de cerca difícilmente podrá 
resolverse tan de lejos.
La labor de inteligencia y la 
infiltración policial son esenciales para parar nuevos golpes pero esa 
tarea preventiva no es infalible e implica restricciones de la intimidad
 o la libertad de movimientos. Sólo erradicando el foco infeccioso 
podremos recuperar espacios de seguridad y volver a mirar sin recelo a 
esos pobres refugiados que huyen precisamente del mismo mal que se 
cierne sobre nosotros.
Los términos del combate "entre liberales anémicos y fundamentalistas
 apasionados" están muy bien expuestos en el libro de Slavoj Zizek Islam y modernidad,
 resumido el otro día en El Español por Peio H. Riaño: "En Occidente, 
vivimos inmersos en estúpidos placeres cotidianos, mientras los 
radicales musulmanes están dispuestos a arriesgarlo todo, entregados a 
la batalla hasta la autodestrucción”. De momento los líderes del G-20 
han posado durante un rato para el cuadro de David, mostrando su 
solidaridad con Francia, pero todos han alegado ya compromisos 
indeclinables para marcharse a cenar a casa. Nada les hará separarse, 
excepto los sondeos de intención de voto.
Lo curioso es que Zizek,
 filósofo de cabecera de Pablo Iglesias y demás dirigentes alternativos,
 propone como solución a la "anemia" que nos bloquea la irrupción de una
 "izquierda renovada" dispuesta a contribuir a salvar los valores 
democráticos: "Para que ese legado clave sobreviva, el liberalismo 
necesita la ayuda fraternal de la izquierda radical. Esta es la única 
manera de derrotar al fundamentalismo, mover el suelo bajo sus pies”.
En
 España ya hemos descubierto esta semana que para eso no se puede contar
 con Podemos. Y como el envite se traslada pues al PSOE, en cuanto me 
eche a la cara a Pedro Sánchez pienso preguntarle qué opina de la famosa
 cita de Yeats, glosada por Zizek: “Los mejores carecen de toda 
convicción, mientras los peores están llenos de intensidad apasionada.” A
 ver qué me contesta.
(*) Periodista y director de '
El Español'