La derrota de la moción de censura de Pablo Iglesias
 comenzó cuando él aún no había nacido, hace hoy cuarenta años. Las 
elecciones constituyentes, las primeras en libertad desde 1936 -y 
bastante menos condicionadas que aquellas-, pusieron la primera piedra 
de un sistema capaz de sobreponerse a su propio desgaste y al embate de 
los falsos profetas del desencanto. 
Desde entonces han sucedido muchas 
cosas, más buenas que malas, y la España cetrina y pobre del 77 se ha 
transformado en un país avanzado. La votación en el Congreso demuestra 
que el reciente relato de la catástrofe no pasa de una creación oportunista, un sesgado invento minoritario. España es, pese a sus problemas, una nación cohesionada en torno a su modelo democrático.
La moción de Podemos
 no era contra el Gobierno sino contra el régimen: contra la Transición,
 contra la Constitución, contra la reconciliación, contra la Corona, 
contra la estabilidad del Estado. Era una propuesta destituyente, un 
salto atrás de cuatro décadas, una ruptura con la modernidad política, 
un juego de aprendices de brujo que coquetean con los demonios 
históricos del fracaso. 
Lo dijo Tardá, con su estilo brusco y su épica 
trasnochada: los independentistas estaban a favor porque veían una 
oportunidad de reventar la estructura de las instituciones
 con la dinamita del caos. Iglesias, en vez de desmarcarse de un 
proyecto tan evidente de desguace de la convivencia, lo llamó compañero y
 le mandó desde la tribuna un abrazo solidario.
El 
candidato de la ultraizquierda fue sincero; en su momento estelar se 
embriagó de Historia al plantear una enmienda a la totalidad de la 
tradición burguesa de progreso. Se remontó al siglo XIX para dibujar una
 oligarquía continuista cuya herencia se propone desmantelar con su 
mesiánico designio de visionario tribunero. Se considera ungido para 
revocar todas las legitimidades políticas acumuladas antes de su 
providencial aparición como libertador de pueblos. Con cinco millones de
 votos -la sexta parte del total- se siente imbuido de un poder 
demiúrgico, iluminado para levantar un nuevo orden a partir de las 
cenizas del pacto constitucional y su exitoso consenso.
Ese
 ataque contra la herencia del 77 obtiene su impulso de una crisis 
colectiva de desmemoria, consecuencia de una clamorosa dejación 
pedagógica. Imbuidos de rutina y ensimismamiento, los agentes políticos 
han olvidado que la libertad requiere una continua tarea de educación, 
actualización y reforma. 
Las nuevas generaciones se han distanciado del patrimonio moral de la Transición
 y están dispuestas a creer en la narrativa del desastre y en la 
superchería derribista de la catarsis redentora. No basta con cerrar 
filas ante la amenaza de una distopía; es preciso reivindicar y 
transmitir sin remordimientos el orgullo, la dignidad y el mérito de 
aquella extraordinaria aventura de reconstrucción histórica.
(*) Periodista
http://www.abc.es/opinion/abci-pasen-40-anos-201706161720_noticia.html

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