El fiasco escandaloso de la liquidación judicial del asunto de la 
planta desaladora de Escombreras, en Cartagena, simplemente porque la 
magistrada instructora del caso, María del Mar Azuar, ha dejado pasar 
los plazos legales, no es más que un indicador de cómo está el aparato 
judicial en la Región de Murcia. 
No hace mucho sucedió lo mismo con el 
ex presidente de la Comunidad autónoma, Pedro Antonio Sánchez, otro 
beneficiario de una actuación judicial que podría tomarse por indolente si no repitiese el mismo leit motiv: proteger a los políticos del PP. 
Lo de la desaladora, en el que todo apuntaba, como gran muñidor y 
responsable, a Ramón Luis Valcárcel –que fuera casi veinte años 
presidente de la Comunidad Autónoma y que venía escapándose de numerosos
 procedimientos de corrupción que describen a la región murciana–, se 
armó con una hábil ingeniería financiera que buscaba saquear el dinero 
público, por cientos de millones de euros, a favor de empresas privadas.
Tropelías
 judiciales tan señaladas, tanto por repetidas como por poco inocentes, 
han abochornado en una región en la que la capacidad de asombro ante el 
escándalo se podía suponer agotada; y ha obligado al escasamente crítico
 presidente del Tribunal Superior de Justicia de la región, Miguel 
Pascual del Riquelme, a ordenar inspecciones en los cuatro juzgados implicados
 en este tipo de hazañas, en lo que se ha entendido como un gesto de 
apaciguamiento, sí, pero –visto el panorama y conocido el percal– con 
mucho de cosmética, dado el “blindaje profesional” de la acción de los 
jueces.
La Región de Murcia ha sido definida por críticos ecologistas como un “sistema depredador”
 eminentemente antiecológico, a cuyo mantenimiento y progreso 
contribuyen numerosos subsistemas de esta sociedad, entre los que se 
destaca, manda e intimida, el “subsistema del poder agrario”; un poder 
que somete y explota al subsistema político, principalmente constituido 
por tres entes: el gobierno regional, en especial su Consejería de 
Agricultura, la mayoría de los Ayuntamientos y la Confederación 
Hidrográfica del Segura (CHS), estatal, ésta última calificada muy 
acertadamente de “nido de prevaricadores”, y cosas peores, en razón de 
su sistemático consentimiento del abuso en cuanto le concierne, que es 
la protección y gestión de las aguas, permitiendo los regadíos ilegales,
 ignorando las denuncias y favoreciendo a las empresas contra el pequeño
 agricultor.
En efecto, es en materia ecológico-ambiental en lo que esta región se
 configura como depredadora e insostenible, siendo hasta ahora casi 
inútil los esfuerzos de las sectores más combativos –los ecologistas y 
vecinales–, que vienen centrando sus esfuerzos en la perversa gestión 
del agua, por supuesto, pero sobre todo en la invasión enloquecida de una agricultura altamente perjudicial para el medio ambiente, a la vez que altamente rentable debido, significativamente, a estar amplia y generalmente subvencionada y a vivir del dopping
 tanto ambiental (asolando tierras, acuíferos, atmósfera y espacios 
naturales, sin pagar, en ningún sentido, por ello) como social 
(sometiendo a condiciones muchas veces infrahumanas a los trabajadores 
del campo, que perciben salarios infamantes).
Siguiendo con la saga del poder judicial, no puede dejarse de lado la incompetencia de la Fiscalía murciana en la persecución del delito ambiental,
 principalmente del agua (pero no sólo). Está en marcha una “recusación 
social” del fiscal de medio ambiente, Miguel de Mata, por insensible, 
indolente e incompetente, a cuenta de un episodio que sirve de muestra y
 que sus sufridores, los habitantes del Noroeste murciano (en especial, 
de los municipios de Caravaca y Moratalla) no van a dejar pasar. 
Este 
fiscal ha respondido ante una serie de denuncias de roturaciones, 
regadíos y bombeos ilegales en esa comarca, procurando dejar pasar los 
plazos de investigación y decidiendo, finalmente, su archivo con 
argumentos que los denunciantes rechazan (y que se adaptan a la 
“configuración colaboracionista”, ante todo por omisión, de este poder 
judicial). 
De las reuniones mantenidas con ese fiscal, los interesados 
han deducido, en primer lugar, que su sensibilidad y celo hacia el medio
 ambiente –necesarios para ejercer su oficio de perseguidor de 
agresiones ambientales– son escasos, especialmente en lo relacionado con
 el agua. 
En segundo lugar, que posee un peregrino concepto del derecho y
 la justicia, así como de su oficio cuando, ante la tesitura de tener 
que indagar sobre ciertas y muy concretas infracciones a la legalidad 
vigente, trata de sacudirse el problema señalando que “todos hacen lo 
mismo”.
Y en tercer lugar, que parece intimidado por ciertos tabúes
 anclados en la historia de esa comarca (de la que es oriundo, lo que 
tampoco refuerza su papel fiscalizador), entre los que destaca una 
finca, “El Chopillo”, en la que se constatan desmanes continuados desde 
la década de 1990, quizás antes, y que fuera uno de los asuntos de 
escándalo que ya puso bajo su foco en 2004 el fiscal Emilio Valerio, del
 TSJ de Madrid, en una famosa imputación de decenas de empresarios y 
empresas que levantó ampollas pero que fue finalmente archivada con muy 
exóticos argumentos. 
En esa finca (una especie de “ente 
extraterritorial” en el que el propio Ayuntamiento de Moratalla quiere 
ignorar cuanto ahí sucede) “reinan” unos propietarios que se han 
acostumbrado a hacer de su capa un sayo, ya que ni las autoridades municipales ni la guardería de montes o fluvial cumplen con su trabajo;
 y si lo cumplen, consienten que sus denuncias queden bloqueadas en la 
CHS. 
Entre esos propietarios figura el juez Mariano Espinosa, en 
ejercicio en el TSJ de Murcia, que ya figuraba en la imputación del 
fiscal Valerio pero cuya llamativa incompatibilidad de juez-empresario 
agrícola nadie en el poder judicial murciano ha considerado relevante 
(tampoco su actual presidente, arriba citado), emitiendo, incluso, 
sentencias relacionadas con el agua.
La pretensión de los activistas indignados del Noroeste murciano es que el caso del Mar Menor no vuelva a repetirse en ese mismo territorio
 en el que –ante la inacción sistemática de todos los poderes (policial 
incluido)–  se incrementa cada día el regadío ilegal, se bombea agua 
induciendo pérdida en los caudales de los manantiales que sostienen la 
agricultura tradicional y se agrava la situación de los acuíferos, en 
buena parte ya sobreexplotados y seriamente dañados por la acción de los
 nitratos de la agricultura intensiva. 
En esta comarca, la larga mano 
del poder agrario incluye a empresarios relacionados con los regadíos 
degradantes del Mar Menor, que buscan su expansión por el Noroeste una 
vez enfrentados a las limitaciones de agua y la vigilancia judicial en 
el entorno de la famosa laguna salada. Y es por todo esto por lo que 
cunde la alarma ante el escaso interés previsor de los jueces y fiscales
 murcianos, que ya han demostrado su indiferencia ambiental al no darse 
por enterados, durante decenios, del problema abrumador del Mar Menor.
(*) Ingeniero, profesor y activista ambiental

 
 
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