En España ha vuelto a instalarse un clima de 
normalidad política. “Ya no hay tensión” se oye decir con alivio por la 
calle, incluso a personas que están muy lejos de votar al PSOE. La 
crispación ha desaparecido de los platós televisivos, por mucho que 
algunos conductores se empeñen en generarla. 
Y el milagro no se debe a 
los éxitos de la política de comunicación del gobierno o a sus hallazgos
 para dar buena imagen sino que la explicación principal de este 
fenómeno, casi la única, es que Rajoy y los suyos han desaparecido del 
panorama. Eliminado el tapón que lo obturaba todo, el agua vuelve a 
correr por las cañerías de la política. Con sus muchos problemas, 
algunos muy serios, pero sin angustias existenciales.
 La irracional batalla por su propia supervivencia que desde hace años 
libraba el anterior presidente del gobierno lo había enfangado todo, 
había apagado cualquier luz para la solución de los conflictos. Había 
llevado a extremos impensables la tensión con el independentismo 
catalán, había reventado el funcionamiento normal de las instituciones, 
había dañado fuertemente la democracia, y además sin venir a cuento, y 
había bloqueado, parecía que para siempre, todos los debates 
importantes. Por no hablar de que España había hecho mutis en los foros 
internacionales, como si eso un fuera importante. O de que el PP había 
anulado el parlamento.
 Rajoy había convertido a 
España en un país sin guía y sin rumbo, el que el gobierno dedicaba lo 
fundamental de su actividad a engañar a la gente, a ocultar sus 
miserias, a mentir descaradamente. Los informativos de RTVE eran el 
perfecto compendio de esa aberración. Parecía mentira que fueran tan 
descarados. Y tan malos.
 Pero la manera en que se le ha echado a la basura a esa 
panoplia de trampas y de ineptitud flagrante, la forma tan sencilla e 
indolora, confirma que detrás de ella no había nada, ninguna fuerza 
política capaz de defenderse. Incluso en los ámbitos del poder económico
 e institucional, el de verdad, no el de los amiguetes que ocupaban 
cargos, existía la conciencia de que Rajoy estaba acabado, de que con él
 ya no se iba a parte alguna. Y en algún momento, tal vez no hace mucho,
 en esos medios también se llegó a la conclusión de que no había que 
tener miedo al vacío, de que no iba a pasar nada si el PP dejaba La 
Moncloa. Pedro Sánchez debió percibir ese estado de ánimo.
 Así las cosas, la renta de situación con la que hoy cuenta el líder del
 PSOE no es precisamente pequeña. En su haber figura, y la ciudadanía lo
 tiene perfectamente claro, que ha sido él el que ha tomado la 
iniciativa de eliminar a Rajoy, el que se lo ha cargado. Pero, además de
 eso, tiene delante de él un panorama político y, aunque no lo parezca a
 primera vista, también social, que si hace medianamente bien sus tareas
 no tienen por qué volvérsele en contra. Los mayores peligros que 
amenazan al gobierno socialista no están dentro de nuestras fronteras, 
sino en el exterior, que ahí la situación podría complicarse. Y dentro 
de no mucho.
 Es cierto que su minoría parlamentaria 
va a limitar su capacidad de iniciativa legislativa, o la va a hacer muy
 complicada. Ahí está seguramente uno de sus mayores retos y hay poco 
que decir al respecto mientras no se vea como el PSOE maneja ese 
problema, como evita que le tumben sus leyes. Puede hacerlo o puede 
fracasar en ese empeño. La calidad política de las personas que se 
encarguen de esas tareas, entre ellas inevitablemente el propio Sánchez,
 será un factor decisivo. Los consensos que el gobierno logre fraguar 
fuera de Las Cortes para apoyar sus intenciones también. 
Si las cosas 
ocurren como tendría que ocurrir, se abre una etapa de negociaciones 
como España nunca ha visto desde los tiempos de la transición.
 Pero más allá de eso, la situación y la dinámica política de sus 
principales rivales, es más favorable que desfavorable para el nuevo 
gobierno. Al menos en el horizonte de unos cuantos meses, que si se 
alarga podría llegar al inicio de la campaña para las elecciones 
municipales, autonómicas y europeas.
 El PP se ha dado
 el mayor batacazo de su existencia, está mucho peor que cuando Rajoy 
perdió, por primera vez, contra Zapatero, por culpa de lo que hizo José 
María Aznar tras los atentados de Atocha. No solo toda la estructura de 
poder de un partido construido en torno a la figura del jefe se ha 
venido abajo tras de que el líder se haya tenido que marchar a su casa. 
Sino que también su línea política, si es que se puede llamar así a lo 
que el PP ha venido haciendo hasta ahora, está en cuestión. Sin 
paliativos. El nuevo líder no solo tendrá que reconstruir de arriba 
abajo la dirección, sino que también tendrá que parir un nuevo discurso.
 Que será de oposición al gobierno, faltaría más. Pero que tendrá que 
decir algo nuevo, distinto de lo que ha venido diciendo hasta ahora, 
aunque solo sea para animar a sus fieles que hoy por hoy están perdidos.
 ¿Cuánto tiempo más seguirá Rafael Hernando diciendo, posiblemente por 
su cuenta, que el gobierno del PSOE es ilegítimo y que tiene que dimitir
 hasta el chófer del presidente?
 En el supuesto, que 
los hechos habrán de confirmar, de que el congreso de julio no acabe 
como el rosario de la aurora, y siempre que el PP no decida hacerse el 
harakiri, el nuevo presidente, ¿Núñez Feijoo?, tendrá necesariamente que
 decir algo nuevo, distinto de lo anterior. No lo tendrá fácil para 
optar por la vía de la moderación, porque Rajoy y los suyos llevan 
demasiado tiempo calentando al ala derecha, o ultraderechista, del 
partido. 
Pero en una situación de debilidad como la que tendrá no 
debería optar por la vía de la confrontación abierta y sin cuartel 
contra el gobierno, porque la misma mayoría que dio la victoria a 
Sánchez en la moción de censura podría renacer para apagar la furia del 
PP.
 En Ciudadanos siguen silentes y seguramente 
porque no tienen nada que decir. No sólo porque Pedro Sánchez les ha 
arrebatado su baza principal, la de que serían ellos los que echarían a 
Rajoy, sino porque con este fuera del juego se han quedado sin el 
argumento movilizador que daba sentido a su existencia. 
Seguramente más 
que su posición sobre Cataluña. Que está ahí y lo seguirá estando, 
porque muchos españoles coinciden con su actitud. Pero, ¿qué pasará si 
la tensión con el independentismo baja de intensidad, como ya ha 
empezado a ocurrir, si el debate al respecto recupera un cierto nivel de
 normalidad, si se empieza a negociar y el irredentismo de Puigdemont 
pierde la partida a favor del pragmatismo? ¿Cuánta fuerza perderá la 
movilización del nacionalismo español, la bandera de Albert Rivera?
 La lista de peligros potenciales para el gobierno del PSOE se completa 
con Unidos-Podemos. Ellos son, afortunadamente, los encargados de velar 
porque Pedro Sánchez no se olvide de la España que más ha padecido, y 
sigue padeciendo, los efectos de la crisis económica. De denunciar las 
limitaciones de su política económica y social en relación con los 
parados, los pensionistas, los salarios de miseria, las personas 
dependientes, la marginación. Que las habrá.
 Pero la 
segura línea crítica de UP en esos terrenos, y en el de las libertades 
–a menos que el PSOE se ponga las pilas en este capítulo- tendrán un 
límite: el de su capacidad de movilización social. Ahí, más que en el 
parlamento, estará su piedra de toque. Y al respecto hay que recordar 
que Pablo Iglesias y los suyos no han sido capaces hasta ahora de 
propiciar una movilización lo suficientemente fuerte como alterar la 
relación de fuerzas políticas. Entre otras cosas, porque no lo han 
intentado de la manera en que se hacen esas cosas, que va mucho allá de 
las denuncias.
 Y en el inmediato futuro, es decir, en
 el horizonte se unos meses, no se atisban muchas condiciones para que 
esa movilización pueda producirse. Es más, por muy terribles que sean 
las condiciones en las que viven millones de españoles, esos sectores, 
salvo excepciones puntuales, están en cosas muy distintas de la 
movilización, como en general suele ocurrir. Aquí y en todas partes. Y 
en las clases populares que, mal que bien van tirando, las eventuales 
incitaciones a la batalla seguramente tendrían menos eco que hace unos 
años. 
Porque no guste o no, la idea de que “las cosas van mejor” o algo 
mejor ha calado. Y no solo porque la propaganda de Rajoy haya tenido 
éxito, que también, sino sobre todo porque, aunque sea muy poco, algo ha
 cambiado y la gente, salvo la muy politizada, tiende a agarrarse a lo 
que puede.
(*) Periodista

 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario