Pasqual Maragall dijo en una ocasión que en todo 
barcelonés coexisten el narcisismo y el sufrimiento, “porque estamos 
siempre en la frontera de triunfar o perder”. Esta manera de ser ha 
configurado el propio paisaje de la ciudad, cuyos gestores han debido 
arriesgar, buscando a menudo excusas que podían parecer desorbitadas 
para dar saltos adelante. 
Al no ser la capital de un Estado, Barcelona 
no ha dispuesto históricamente de las herramientas para crecer como 
metrópoli, así que ha tenido que encontrar complicidades para apuestas 
no siempre comprensibles. Pero esta capacidad de asumir riesgos con 
grandes retos y sin excesivos recursos –de ahí el narcisismo y el 
sufrimiento– era parte del encanto de Barcelona y los barceloneses.
La llegada a la alcaldía de Ada Colau supuso un cambio, que
 no todo el mundo aceptó de buen grado, por un clasismo mal entendido. 
Su candidatura fue un tanto improvisada y su victoria resultó tan 
inesperada que sorprendió incluso a sus electores. Se pasó de los 
planianos señores de Barcelona a una activista vecinal al frente del 
Consistorio. 
Era evidente que no sería fácil con sólo 11 de los 41 
concejales la gestión de la capital catalana, pero, tras un primer año 
de encontronazos con los poderes locales, se intentó buscar un encaje 
que resultó complejo, por usar un término que permite amplias 
interpretaciones. El pacto con los socialistas supuso aire para los 
comunes y una conexión con el statu quo, que ha permitido estabilidad 
política y un acercamiento al mundo cultural y económico.
La ruptura entre Barcelona en Comú y el PSC debilita la capacidad de la 
ciudad de actuar como estabilizador en un momento político tan delicado 
como el que vivimos. De hecho, supone adelantar el fin del mandato 
municipal. Colau quiere quedar bien con tanta gente que al final 
conseguirá que nadie acabe satisfecho.
(*) Periodista y director de La Vanguardia

 
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario