Si el sistema político-judicial-mediático de Madrid tuviera un intelectual orgánico, hoy estaría pasmado. ¿Cómo puede ser que el viaje de dos días de Carles Puigdemont a Copenhague haya generado más interés y expectación que el que habría tenido un viaje oficial de Mariano Rajoy
—o Zapatero— a cualquier capital europea?
No exagero, el domingo por la
noche me sorprendió que el telediario abriera con el entonces solo
posible viaje del político catalán. Ayer al mediodía —no he visto
otros—, con la reunión de Puigdemont en el Parlamento danés. Las
ediciones digitales de varios diarios dicen que solo se reunió con siete diputados (sobre 179) y que no había ninguno de los tres partidos del Gobierno ni de la oposición socialdemócrata, pero dan gran relieve a la noticia. Como si hubiera hablado ante el pleno de la Cámara.
Y no es solo cosa de de 'la prensa'. El editorial de 'El País' de ayer asegura que “una de las regiones más ricas de Europa [Cataluña] es un mero rehén de un iluminado
sin proyecto político con gran dominio de la escena mediática”.
Lo del
dominio de la escena mediática —y no mediática— es indiscutible, porque
solo el anuncio del viaje —y las 'inocentes' advertencias públicas de su
abogado barcelonés de que podía ser detenido— logró que nada menos que
la Fiscalía del Estado lanzara una nota de prensa afirmando que pediría
al magistrado del Supremo que instruye el caso, Pablo Llarena,
la orden de detención en Dinamarca. ¿Es lógico que cuando a la Fiscalía
le interesa una detención relevante lo anuncie en nota de prensa?
¿Pretendía comunicar a la opinión pública que es diligente contra el
independentismo? ¿Es lo conveniente?
Pero la sorpresa fue mayor cuando el lunes el juez Llarena desestimó la petición
y justificó su decisión afirmando, entre otras cosas, que el viaje de
Puigdemont a Dinamarca era una provocación que buscaba que fuera
detenido y poder así ser investido porque no podría acudir al Parlamento
catalán y se acogería a la protección de los derechos políticos que el
magistrado del Supremo ha dispensado ya a los tres diputados presos: Oriol Junqueras, Jordi Sànchez y Joaquim Forn.
Quizá lo más lógico en un asunto de Estado, de esos que aconsejan discreción (aunque en España se cree que deben ventilarse en la plaza pública),
hubiera sido que la Fiscalía y el magistrado se hubieran consultado y
—sin notas de prensa, ni peticiones fiscales ni autos— hubieran hecho lo
más conveniente.
Pero tampoco es cosa de los jueces. El portavoz del partido del Gobierno en el Congreso, el siempre pintoresco Rafael Hernando, calificó ayer a Puigdemont de “botarate de reconocido prestigio internacional”. Y el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, que se caracterizó por su eficacia al encontrar las 6.000 urnas del referéndum del 1 de octubre y actuar con gran pericia aquella jornada, manifestó ayer que los ciudadanos no se tenían que preocupar de que Puigdemont pudiera presentarse por sorpresa en el Parlamento catalán para ser investido
porque las fuerzas policiales vigilaban las fronteras día y noche y si
era necesario registrarían hasta los maleteros de los coches.
La conclusión del viaje de Puigdemont a Dinamarca, que ha sido un éxito propagandístico pese a que sus tesis hayan sido refutadas en la universidad,
es que el sistema político-jurídico-mediático no acaba de comprender la
seriedad del conflicto catalán y que, pese a la derrota de la tentativa
unilateral, la vida política española está quedando paralizada por sus
efectos.
La noticia fue que C's había sido el primer partido en Cataluña.
Es importante porque indica el grave error del maximalismo
independentista, que ha generado sus anticuerpos. Pero lo más relevante
es que, pese a sus múltiples errores, que llevaron a la declaración
unilateral del 27-O, el independentismo aguantó su voto (bajó solo del 47,7% al 47,5%), pese a la mayor participación, y revalidó su mayoría absoluta, al obtener 70 diputados.
El panorama es muy espeso. El 47,5% no puede imponer su voluntad.
Ni en Cataluña ni en España. Creo que ahora muchos separatistas ya lo
saben. O lo han aprendido. Pero que el 47,5% siga queriéndose ir de
España pese a todo lo sucedido exigiría una respuesta inteligente. No
expresiones de disgusto y consignas tipo 'santo y seña'.
¿Es la Cataluña
de hoy rehén de un iluminado? La realidad es que el secesionismo tiene
mayoría absoluta y en democracia eso tiene consecuencias a la hora de
formar Gobierno, que Puigdemont encabezó la lista independentista más votada,
que su lógica ambición le lleva a querer volver a ser 'president', y
que se entiende que los otros grupos independentistas sean remisos a
oponerse frontalmente porque Puigdemont encarna la figura del presidente
destituido. No solo para el 21,6% que votó a la lista de Junts per Catalunya sino para el 47,5% de secesionistas.
Pero no puede ser investido porque la huida a Bruselas —que vital y electoralmente le ha sido más rentable que a Oriol Junqueras acudir a la Audiencia Nacional— le ha convertido en un fugitivo de la Justicia. Los sectores más realistas del secesionismo —y creo que Roger Torrent, el nuevo presidente del Parlament
es uno de ellos— son conscientes. Saben que investirlo solo llevaría a
perpetuar la confrontación y que eso no interesa a nadie. Y el diputado
Tardà se lo dijo el domingo con claridad meridiana a Ana Pastor. ¿Son “rehenes”, como dice 'El País'? En parte, pero el resultado electoral es el resultado electoral.
La
salida más sensata, mejor, el intento de salida más racional —partiendo
de que las conversiones ideológicas no se van a producir, al menos a
corto— sería que el secesionismo en evolución hacia el realismo —fuerte
en ERC y en el PDeCAT— se acabara imponiendo a la tentación de no bajar
del monte, la carta a la que apuestan hoy Puigdemont, una quincena de
diputados de Junts per Catalunya y la CUP. La batalla —quizás hasta
lograr el pacto— entre estos dos sectores —que Andreu Claret y Enric Juliana han calificado como de 'florentinos' contra 'trabucaires'— será dura. Y la visita hoy de Torrent a Puigdemont en Bruselas es una etapa relevante. El jueves en la reunión de la Mesa del Parlamento veremos cómo se decanta.
La normalización política de Cataluña y de España exigiría que el sistema político-jurídico-mediático español entendiera mejor el mapa moral y electoral de Cataluña,
que no es cosa de indios y 'cowboys'. Y que el secesionismo sacara
todas las conclusiones de su fracaso y no tuviera miedo al siempre
positivo revisionismo.
El 'establishment' de Madrid debe entender
que la batalla se juega en Cataluña y que la proclamación continua y con
el máximo ruido de la satanización de Puigdemont puede que solo consiga fortificarlo ante el 47,5%
y blindarlo ante los otros políticos del secesionismo. Y Puigdemont no
es un solo un 'iluminado' (un pecado extendido en muchos políticos) sino
un independentista radical, que cometió un grave error al querer romper
el Estado de derecho pero que —guste o no— ha sabido sobrevivir (al
menos hasta hoy) en base a la habilidad para improvisar, unas dosis de
saltimbanqui, como dijo ayer Rubalcaba, y 'last but not the least' la mitología del catalanismo perdedor pero rebelde (1714, Macià, Companys, Tarradellas durante el franquismo).
Puigdemont es un independentista radical y un algo asilvestrado.
Y en circunstancias muy anormales, quizás eso explique parte de su
éxito electoral como reacción a la derrota. Quizá sea un iluminado, pero
también es agudo y dice cosas que tienen su interés. Como ayer, cuando
refiriéndose a las afirmaciones del magistrado Llarena, de que no cursó
la orden de detención internacional porque era, supuestamente, lo que él
estaba pretendiendo al viajar a Dinamarca, dijo: “Me parece delirante que un juez diga que no va a detener a un peligroso criminal porque este quiere ser detenido”.
Si sustituimos la palabra delirante por la de sorprendente, hay que darle la razón.
(*) Periodista y ex director de La Vanguardia