El 14 de abril de este año ha pasado casi desapercibido pese a que no
 faltaron las banderas tricolores en alguna celebración o manifestación 
más nostálgica que otra cosa. Apenas un recuerdo de aquellos días cuando
 los españoles nos dividimos en dos bandos irreconciliables, pero, eso 
sí, ambos en posesión de la verdad absoluta. Ideologías, sentimientos y 
cuentas pendientes, sociales e incluso personales, se mezclaron durante 
casi tres años de guerra hasta el triunfo de los franquistas el 1 de 
abril de 1939.
Paz, piedad y perdón había pedido y ofrecido Azaña, pero ya era 
demasiado tarde. Hubo asesinatos, hubo vencedores y vencidos, y hubo 
terribles represalias. Se hablaba de medio millón de muertos en una 
España cuya población total no alcanzaba los 24 millones. Luego, la 
machacona propaganda del Régimen nos consoló durante varias décadas con 
el Imperio hacia Dios conforme a una visión nacional católica de nuestra
 historia y de nuestro futuro hacia la unidad de destino en lo 
universal.
Tras
 la muerte del generalísimo Franco en la cama (pequeño detalle que no 
debiera silenciarse en las comparaciones con lo ocurrido en otros 
regímenes dictatoriales o simplemente autoritarios), nuestra transición 
democrática fue modélica si se atiende a las circunstancias del momento 
histórico. 
Unos y otros, izquierdas y derechas, republicanos y 
monárquicos aprendieron la lección para construir un nuevo marco de 
convivencia en el que la democratización de España importaba más que su 
configuración institucional como Monarquía o República. A diferencia de 
lo sucedido en Italia tras la Segunda Guerra Mundial, se prescindió de 
un referéndum sobre tal disyuntiva, optándose por la Monarquía dentro de
 una Constitución indivisible.
Parece indudable que la elección del Jefe del Estado al margen de la 
biología o la herencia aporta un plus democrático al sistema, pero 
admitiendo, sin embargo, que lo mejor para un determinado país no ha de 
serlo necesariamente para otro. Quiero decir que no es lo mismo 
pronunciarse hoy sobre esa alternativa en Francia o en Alemania que 
hacerlo en una España donde las dos anteriores experiencias republicanas
 fueron otros tantos fracasos. 
La primera vez, tras renunciar al trono 
Amadeo de Saboya, bastaron unos meses para que nuestra geografía se 
convirtiera en un rompecabezas de cantones o resucitados reinos de 
taifas enfrentados entre sí, llegándose  hasta algunas declaraciones de 
guerra. Afortunadamente no hubo baños de sangre. Por último, el General 
Pavía entró a caballo en el Congreso y restauró la Monarquía.
De la versión de la Segunda República algo se dijo anteriormente y 
aún viven numerosos testigos presenciales del desastre. Dejémoslo ahí 
para pasar al ayer más inmediato. El intento de golpe de estado del 23 F
 fracasó en buena parte por la fidelidad del ejército al Rey Juan Carlos
 I. 
Recuérdese, aunque a algunos no les guste, cómo el General Franco le
 pidió en su testamento político que obedecieran al nuevo Rey con la 
misma fidelidad que habían tenido para con él. Y un memorable discurso 
de Felipe VI rompió la insensata pasividad de nuestros gobernantes 
frente al separatismo unilateral, detenido pero no vencido con la tardía
 aplicación del artículo 155 de la Constitución.
En todo caso, la implantación de una futura República habría de tener
 muy en cuenta nuestra memoria histórica y pocas serían sus 
posibilidades de éxito mientras que, como en 1931, los ciudadanos sigan 
dividiéndose en dos grupos: el de los monárquicos de derechas y los 
republicanos de izquierdas. Eso es como mezclar las churras con las 
merinas. Pero el Rey Alfonso XIII abandonó España porque las izquierdas 
habían ganado las elecciones municipales en las más importantes ciudades
 del país, aunque no en su conjunto.
(*) Consejero Permanente de Estado, Magistrado del Tribunal Supremo (J), Abogado del Estado (J) y Profesor Titular de Derecho Penal

 
 
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