Aunque se va 
clarificando el calendario del Brexit, no ocurre lo mismo con el modelo 
que Gran Bretaña adoptará para su salida de la Unión Europea. Se prevé 
un proceso complicado, costoso y largo, debido no sólo a la complejidad 
del intento, sino también a que el gobierno y sus apoyos parlamentarios 
apenas habían contemplado la posibilidad de perder el referéndum del 23 
de junio.
El
 pasado domingo, en la conferencia del partido conservador, la 
primera ministra, Theresa May, anunció que en marzo próximo 
notificará a la Unión la voluntad de su gobierno, de retirarse 
del bloque continental europeo, según el art. 50 del tratado de la 
Unión (Lisboa), y pedirá abrir negociaciones tanto para poner fin a 
las obligaciones mutuas como para establecer un nuevo modelo de 
relación. El anuncio ha sido un gran alivio para las instituciones 
europeas, pues el RU alega que no hay establecido un 
procedimiento legal que le obligue a pedir su salida; así que 
anunciar la voluntad de negociarla es una graciosa concesión de 
Londres a Bruselas. El cese de las obligaciones del Reino Unido 
necesita, si embargo, la aprobación, por mayoría cualificada, 
de los otros socios de la Unión; aunque no así para el caso del cese de
 las obligaciones de la Unión con el Reino Unido.
Con ocasión 
del próximo discurso de la Reina, el parlamento votará lo que se ha
 dado en llamar el Great Repeal Bill, que abolirá la European 
Communities Act de 1972, que ha dado fuerza de ley a los acuerdos del 
gobierno con las instituciones europeas. La separación y el 
modelo de nueva relación serán negociados durante los siguientes 
dos años, anunció May, y se espera que el proceso se culmine a 
primeros de 2019.
La elección del nuevo tipo de relación con 
la UE será una tarea tan compleja como la de ejecutar el Brexit, dado 
que los modelos que han sido barajados por los diversos grupos de 
interés económico, social y político, son en gran parte 
incompatibles.
En su discurso ante el congreso del partido,
 May desechó los modelos suizo y noruego de asociación con la UE. El
 primero supone libre comercio con la Unión, libre movimiento de 
trabajadores, pero limitaciones en el mercado bancario. El 
modelo noruego consiste en la pertenencia de Oslo al Área Económica
 Europea (AEE), pertenencia plena al área de libre comercio, 
derechos de ‘pasaporte’ para la banca y libertad de movimientos, 
pero también obligación de contribuir al presupuesto 
comunitario.
¿Qué va a hacer el Reino Unido de sí mismo?
Un
 modelo favorecido en el pasado por el hoy ministro de Exteriores,
 Boris Johnson, es un tratado de libre comercio, similar al que se 
está negociando entre la UE y Canadá. Éste elimina la mayor parte de 
las tarifas sobre bienes, pero excluye los servicios, y no obliga a
 Canadá al libre movimiento de trabajadores.
El ideal, desde
 el punto de vista británico, parece ser el ‘traje a medida’, que 
se cortaría sobre la plantilla de la AEE menos el libre movimiento 
de trabajadores, sobre el supuesto de que a la UE le interesan las
 más fluidas relaciones con el ‘país tercero’ (Reino Unido) que hoy 
constituye el principal mercado nacional para las exportaciones 
del bloque europeo.
Un modelo interesante, pero con no 
muchas probabilidades de éxito, por pedir transformaciones 
importantes de la estructura de la Unión, es el del Bruegel 
Institute, que propone “una nueva forma de colaboración, una 
Asociación Continental (AC)”, consistente en la colaboración del 
bloque europeo con un grupo de países firmemente unidos a la 
economía comunitaria (Islandia, Noruega, Liechtenstein) pero que 
apenas disponen de poder institucional ante la UE. Su poder de 
negociación, sigue el argumento, se potenciaría por la entrada 
del Reino Unido en el grupo. La AC compartiría con la UE la libertad 
de intercambios en bienes, servicios y capitales, incluso un 
cierto grado de movilidad laboral, pero sin participación de los
 países de aquel grupo en los mecanismos de decisión 
supranacionales y en las instituciones comunes europeas.
El
 problema con la selección del modelo de asociación con la UE no 
es sólo adoptarlo, ya que obliga al gobierno a arbitrar entre 
intereses internos y externos contrapuestos, sino sobre todo 
negociarlo con la UE. El movimiento político que ganó el 
referéndum del Brexit no propuso ningún modelo en particular, ya 
que su interés era romper los lazos con la Unión más que el de 
redefinir la relación. El gobierno, seguro como estaba de que 
ganaría el ‘no’ al Brexit (su opción preferida) no quiso especular
 con modelos alternativos por temor a estimular el ‘sí’.
La 
tarea que ahora le queda por delante a Whitehall es impresionante. 
Primero ha de elegir entre diversos modelos de vinculación con la 
UE, y a continuación negociarlo internamente desde Westminster. A
 seguido, acordar con los socios comerciales del RU en todo el mundo
 los reajustes resultantes de convertir las relaciones 
multilaterales del bloque europeo con países ‘Otros’, a 
relaciones bilaterales. Esto será especialmente 
significativo en el caso del proyectado Tratado de Comercio e 
Inversiones de la UE con los Estados Unidos. Y lo más intimidatorio 
de todo: trasponer las más de 12.000 leyes y reglamentos que unen el 
RU y la UE, y trasladarlos a las relaciones bilaterales de 
Londres con cada uno de los países miembros de la Unión.
Es lo que tienen los referéndums: que frecuentemente les sale el tiro por la culata.
(*) Periodista
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