Menudo dilema: salud o economía. Alguna 
vez cantamos aquello de «salud, dinero y amor» como la expresión del 
colmo de la felicidad hasta que en marzo de 2020 hemos descubierto de 
sopetón que tales conceptos se han resuelto incompatibles entre sí.
Es 
verdad que el amor, un pájaro de caprichosas alas, ha de sobrevivir en 
este campo de destrucción masiva en su versión solidaria con la 
condición humana, pero sin toques ni toqueteos, un amor sin pruebas 
físicas de afecto que a quienes no somos japoneses tanto nos cuesta 
refrenar.
 Obligados a elegir, 
si no eres Boris Johnson, parece claro que hay que decidirse por la 
salud. Esto significa pararlo todo. Todo es todo. Podemos recordar ahora
 con melancolía aquellas huelgas generales convocadas por los sindicatos
 que la mayoría de las veces no conseguían paralizar ni parcialmente el 
país; duraban una jornada, y los empresarios advertían, para disuadir a 
los trabajadores que se disponían a participar en ellas, sobre las 
pérdidas multimillonarias que ocasionaban.
Y eran, digo, paros parciales
 de un solo día, cuyo impacto podía ser digerido con variable facilidad 
por los planes generales de empresa. Juegos de mesa en relación con la 
batalla campal en que acabamos de entrar, tras la cual puede que no 
quede piedra sobre piedra.
Cierre total indefinido, confinamiento,
 epidemia, colapso hospitalario, desabastecimiento alimentario, 
acaparamiento de mercancías incluidas algunas insólitas, cifras 
crecientes de enfermedad y muerte, contagios, aislamiento domiciliario, 
alarma sanitaria, control policial estricto, distancia corporal, piratas
 y aprovechateguis, culpabilización social a grupos (los madrileños, los
 chinos, los italianos; ahora, para otros países, también los 
españoles); toda la población, sin exclusiones decisivas, como grupo de 
riesgo, los niños como inocentes transmisores, los mayores como primeras
 víctimas potenciales...
  Un 
nuevo vocabulario que ha conseguido imponerse para articular todas las 
conversaciones, portadas y mensajes a lo largo de la semana, en una 
escala desde el humor negro o el ingenio sobre teorías de la 
conspiración hasta cierta impregnación de pánico cuando la amenaza ha 
doblado nuestra propia esquina, todo esto hasta el punto de hacer 
descabalgar cualquier otra inquietud por sustantiva que hasta entonces 
nos pareciera. No hay, claro, otro asunto. Estamos en una especie de 
vida retirada con argumento monotemático.
 Ninguna
 de las generaciones vivas ha experimentado una situación así, de manera
 que ni siquiera podemos consolarnos con que la experiencia de la guerra
 sería todavía peor. Sabemos, eso sí, que de las guerras y de las 
epidemias se sale, aunque cuando se inician desconocemos la fecha de 
conclusión.
En ambos casos, el mundo no se acaba, pero cambia. En alguno
 de los próximos meses, la curva de infección del coronavirus empezará a
 decrecer hasta extinguirse, pero cuando llegue ese momento 
probablemente haya poco que celebrar porque será la hora de ver de cara 
los estragos en la economía. Habrá un entorno como de posguerra.
 
 Dicen los optimistas que la recuperación será muy rápida porque todo 
volverá en un instante a la normalidad, a diferencia del muy lento 
arrastre de la crisis financiera de 2008. Aquélla fue una crisis del 
sistema: la actual es a causa de una excepcionalidad, dolorosa pero 
pasajera. Esa es la tesis. Se trata de resistir de manera monacal para 
que escampe pronto y regresar adonde estábamos.
Pero nada puede volver a
 la normalidad cuando tanta destrucción va a ir quedando por el camino. 
Sabemos más cosas: las crisis económicas, deriven de lo que deriven, en 
este caso de una epidemia, son la tragedia de unos y la oportunidad de 
otros. Los derechos que se destruyan no se van a recuperar. Y no hablo 
solo del empleo, sino también del potencial de los pequeños, medianos y 
hasta grandes empresarios y emprendedores que se quedarán sin aliento a 
lo largo de estos meses.
 Los 
pequeños y medianos empresarios murcianos con que he hablado estos días 
coinciden en algo: vamos al día, dicen. No pueden tener un plan anual de
 ingresos y gastos, como los grandes; tan solo aspiran, de enero a 
diciembre, a llegar a final de mes, como cualquiera de sus propios 
empleados. Una interrupción en ese ritmo los parte por la mitad. Cero 
ingresos y el mismo nivel de gastos.
Es probable que la General Motors 
pueda soportar ese esquema durante una década, pero para el comerciante 
de mi calle es la ruina más absoluta. Si no hay actividad no hay 
ingresos, si no hay ingresos no hay de donde pagar sueldos, y si no hay 
sueldos, no hay para pagar la hipoteca, la luz, el agua y la cesta.
Los 
economistas lo explican de manera más general, pero esta es la cadena 
cotidiana del desastre. Cuando la epidemia alcance su cresta y empiece 
el descenso, el pequeño empresario estará arruinado y deberá dinero a 
sus empleados, si todavía los conserva, y a Hacienda y a la Seguridad 
Social, impagos que se penalizan con progresivos recargos.
 
 Por su parte, los grandes empresarios van a sufrir un butrón en su plan
 anual, sin poder calcular a priori la dimensión temporal del mismo, de 
modo que ya saben que las cuentas no les van a cuadrar, sobre todo en 
los casos en que todavía no se han repuesto de la crisis anterior. 
Tomarán medidas en relación al empleo, que a nadie le quepan dudas, o 
cambiarán de actividad sobre la marcha, según los casos.
Dependiendo de 
los campos de negocio, este colectivo es muy elevado. Hay empresas que 
pueden recurrir al teletrabajo para intentar mantener la producción en 
este tránsito, pero esa bendición ha de coincidir con la existencia de 
un consumidor estable, que no es el caso en un periodo en que se priman 
los artículos de mera subsistencia sobre todo lo demás.
Voy a escribir 
algo espeluznante después de los dos puntos: la gente vacía los estantes
 de Mercadona porque todavía tiene un empleo y un sueldo que le permite 
pagar con la tarjeta. Esto va a cambiar con mucha rapidez. Pronto no 
habrá cash para llenar el carrito. ¿Estoy exagerando? Si no hay 
actividad empresarial, no hay dinero circulante.
 
 ¿Y los políticos, los que nos tocan de cerca? Cabe preguntarse si 
ellos, en su conjunto, optan por la salud antes que por la economía. 
Hasta ahora, no. Véase la cuestión del cambio climático o la preminencia
 del medioambiente sobre la presión de los poderes económicos. El Mar 
Menor es un ejemplo de cesión a la economía frente a la vida, incluso 
cuando la Naturaleza, en su radical exposición, denuncia el vilipendio. 
Puede que en un primer instante en el Gobierno regional se conmovieran 
ante la evidencia gráfica de que el desastre les afectaba como 
protagonistas principales de una gestión irresponsable.
Pero a fin de 
cuentas, el cambio climático o el Mar Menor son asuntos a la largo 
plazo, y en ellos va la separabilidad de la gente, pero no la propia 
vida aquí y ahora, todavía. El coronavirus, sin embargo, nos acecha a 
todos, intuidos los propios políticos, en la misma calle. De modo que 
esta vez no había opción.
 El 
presidente, Fernando López Miras, tras esperar durante una semana a 
anunciar las decisiones cantadas que el sábado y ayer mismo se vio 
obligado a deletrear, ha actuado con la inteligencia que se le supone: 
la del político capaz de extraer oro del barro. Para eso se pinta solo. 
Hizo una intervención en rueda de prensa en la que aparecía sobreactuado
 y paternalista (yo, yo y yo), actitudes que en la Región de Murcia 
suelen ser aplaudidas, y él lo sabe.
Los murcianos, enfrentados a una 
situación de pánico, vieron bien el ademán decidido, determinante, de su
 presidente, e incluso las alusiones medidas al grupúsculo de 
madrileños, con mención especial al individuo más kamikace de todos, el 
que se paseó por La Manga regalando el virus a toda persona que 
respirara en su entorno. Patriotismo local, enemigo exterior.
Ya que en 
el Mar Menor López Miras se arrugó y echó balones fuera, en el 
coronavirus, que no es cosa suya, se ha puesto bravo. Y eso gusta. A 
pesar de que también estuvo truculento: se invistió de estadista para 
ponerse a los pies del Gobierno de la nación si es que éste estuviera 
dispuesto a declarar el estado de alarma cuando por todas las agencias 
se había difundido que la comparecencia de Pedro Sánchez no tenía otro 
motivo que dictar esa declaración. De hecho, las medidas de prevención 
del Gobierno regional no podrían ser efectivas si no estuvieran 
protegidas en el decreto del presidente del Ejecutivo nacional.
 Toda
 esa sobreactuación, determinada por una dinámica que supera al 
presidente, intenta ocultar la obviedad de los recortes en el sistema 
sanitario, evidenciados en que ni siquiera el colectivo médico dispone, 
ante la avalancha que prevé para esta próxima semana, de los 
equipamientos precisos.
El discurso ultraliberal sobre la 'libertad de 
educación' queda suspendido ante la opinión general en lo que se refiere
 a la sanidad pública, único baluarte que garantiza que saldremos de 
ésta, la prueba del nueve de la necesaria reivindicación del Estado del 
Bienestar sobre el de Negociado de Amiguetes.
Alguna consciencia sobre 
esto debió alumbrar a López Miras cuando decidió nombrar consejero de 
Salud a un profesional como Manuel Villegas, quien, sin ser un titán ni 
un milagrero, al menos proyecta una cierta confianza en situaciones como
 la actual, precisamente por su bajo perfil político en el PP, como 
antes ocurriera con otros consejeros de Sanidad del PP. Frivolidades en 
salud, las mínimas. Maite Herranz, Encarna Guillén...
Y esto, con un 
Servicio Murciano de Salud en quiebra, como el conjunto de la propia 
Comunidad, donde todo se lanza a la deuda, que alguien alguna vez 
rescatará; con un Gobierno sin Presupuestos y con un socio parlamentario
 como Vox que no cree en la sanidad pública y cuyos dirigentes no se 
privan de tuitear auténticas tontadas infantiloides sobre este grave 
proceso.
El dilema es infernal: salud o economía. El Gobierno 
regional, en cuanto al Mar Menor y al conjunto de su política 
medioambiental, ha optado por la economía. Pero el coronavirus no admite
 otro pretexto que el amparo del interés público por la Administración, 
empezando por el individuo libre que paga sus impuestos. Y ahí tenemos a
 un presidente que bracea, dicta y dirige con la energía de un liberal 
reconvertido al salvamento de lo público después de intentar 
desmantelarlo. Pero la fe del converso suele durar poco.
(*) Periodista

 
 
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