Una persona que hubiera conocido el Bilbao
 de los años sesenta y setenta, aquel Bilbao triste y cetrino de antaño,
 con su cielo gris y sus edificios lastrados por la costra de lluvia y 
humo de los Altos Hornos, y que de repente apareciera en medio de la 
ciudad resplandeciente que es ahora, con esa fastuosa Gran Vía, ese 
icónico Guggenheim, esa ría limpia, y tantas otras cosas como hoy la 
distinguen, creería, en fin, hallarse en un lugar distinto, una moderna 
urbe de servicios que nada tiene que ver con su oscuro pasado fabril e 
industrial. 
Urbanismo al detalle, mobiliario de lujo, farolas de diseño,
 parques por doquier. Renovaciones urbanas con fuertes inversiones de 
dinero público. Bilbao, o esa señorial San Sebastián asomada a la playa 
de la Concha. O la desconocida Vitoria, auténtica capital verde, con unos servicios públicos que para sí quisiera Copenhague.
 Con 250.000 habitantes, en la capital alavesa funcionan diariamente 15 
piscinas públicas cubiertas. Una por barrio. Noventa euros de cuota por 
persona y año para acceder a su uso. Deportistas en ciudades españolas 
hay que gastan más al trimestre solo en transporte para llegar a su 
centro de entrenamiento.
Con una renta per cápita de 34.079 euros
 (apenas 837 menos que la Comunidad de Madrid) frente a los 25.854 de 
media española, los pensionistas vascos, curiosamente los que más 
protestan, disfrutan de complementos a sus pensiones, con una paga 
específica para aquellos mayores emancipados que no disponen de 
recursos. 
Lo llaman Renta de Garantía de Ingresos (RGI), la abona el 
Gobierno vasco, y acaba ahora mismo de subir de 667 a 694 euros 
mensuales. Por si fuera poco, hay ayudas municipales y de las 
diputaciones forales que las complementan. A los sintecho se les 
habilita cada noche espacio en albergues, puesto que tienen prohibido 
dormir en la calle para no estropear el paisaje. 
La sanidad pública 
vasca es, en no pocas ocasiones, mejor que la sanidad privada madrileña.
 No es casualidad. Gracias a esa peculiaridad fiscal que permite a su 
Gobierno negociar con la Agencia Tributaria lo que deben abonar a las 
arcas del Estado, Euskadi es la comunidad que más dinero vuelca en su sistema médico.
 Pruebas o especialidades que en el resto de España solo se hacen previo
 pago, allí figuran en el catálogo sanitario público y con unas listas 
de espera más que razonables.
Podríamos seguir citando
 ejemplos de esa singularidad, como la armonización de políticas 
existente entre la Administración y la empresa a la hora de planificar 
la educación y poner en marcha una formación profesional dual capaz de 
dotar a las factorías locales de la mano de obra cualificada que 
necesitan en cada momento. 
Una ristra de servicios públicos, en suma, 
que contribuyen a configurar la alta calidad de vida de los ciudadanos 
vascos gracias, todo sea dicho, a una aportación a la caja común de los 
españoles menor que la que realizan otras Autonomías ricas. Hoy es una 
comunidad próspera crecida a la sombra de esa Constitución -que 
garantiza vida, libertad y hacienda- de la que el nacionalismo vasco 
abomina. 
Una Carta Magna cuya disposición adicional primera, que ampara 
los derechos históricos de los territorios forales, ha propiciado que, 
por ejemplo, el País Vasco disfrute de un nivel de vida 
significativamente superior al de la malograda Asturias (23.087 euros de
 renta per cápita, 11.000 menos que la vascongada). Gracias a una 
economía en cierta forma “dopada” por el famoso cupo, y a una gestión, 
justo es decirlo, más o menos razonable dentro del régimen clientelar 
instaurado por el PNV desde hace décadas, transitar hoy por las calles 
de algunas ciudades vascas es como hacerlo por la fría Noruega o la 
estirada Holanda.
Sorprende por todo ello que ese mismo PNV, en quien se 
suponía aprendida la lección de aquel baldío viaje a los infiernos 
iniciado en su día por el ex lehendakari Ibarretxe,
 en quien cabía imaginar la razonable dosis de espanto a cuenta de los 
dislates provocados por el separatismo en la economía y la sociedad 
catalanas, vuelva a las andadas del “derecho a decidir”, de la 
“autodeterminación” y de la “relación bilateral” con el Estado en el 
proyecto de nuevo Estatuto Vasco en el que el Parlamento de Vitoria 
lleva meses trabajando. 
¿Está de nuevo el PNV, esa gente tan “centrada”,
 que en “nada se parece” no digamos ya al mentado Ibarretxe, sino a los 
líderes del separatismo catalán prófugos de la Justicia o en prisión, 
dispuesto de nuevo a echarse al monte? ¿Lista para entrar otra vez en un
 conflicto con el Estado por culpa del aventurerismo de unos pocos o, 
como en el chiste de la rana y el alacrán cruzando el arroyo, se trata 
de la puñetera condición del nacionalismo? ¿Tiene algún sentido poner en
 peligro el grado de progreso y bienestar del que disfruta el País 
Vasco, gracias, entre otras cosas, al extraordinario nivel de autonomía,
 nunca antes alcanzado, que ha venido garantizando el Estatuto de 1979?
Un nuevo “Sujeto Jurídico-Político soberano”
La
 Comisión de expertos designada en su día para articular un texto 
conjunto sobre la actualización del autogobierno ha terminado sus 
trabajos sin acuerdo. El bloque mayoritario formado por los comisionados
 de PNV (Mikel Legarda), Bildu (Íñigo Urrutia), Podemos (Arantxa Elizondo) y PSE (Alberto López)
 defiende un proyecto basado en la concepción maximalista del 
nacionalismo que persigue dar por finiquitado el Estatuto de Guernica y 
convertir a Euskadi en un “Sujeto Jurídico-Político soberano” sobre la 
base de privar a los territorios forales de Álava, Guipúzcoa y Vizcaya 
de sus derechos históricos para atribuírselos a ese nuevo “ente”, en un 
proceso de centralización interna contrario a la tradición foral vasca. 
Ese nuevo “ente”, residenciado en el Parlamento y el Gobierno de 
Vitoria, reclama “el derecho de autodeterminación de la nación vasca”, 
algo que en modo alguno cabe en el marco de la Constitución salvo que se
 proceda previamente a su reforma con el concurso del entero pueblo 
español. Todo ello frente a las tesis del comisionado del PPE, Jaime Ignacio del Burgo, partidario
 de reformar el actual Estatuto como la vía más adecuada para fortalecer
 el autogobierno y el de sus territorios forales, abordando los cambios 
precisos en el mismo para hacer frente a los retos que plantea la aldea 
global en que vivimos.
¿Qué está pasando aquí? ¿Vuelve la burra al trigo? Hábil jugador de cartas (vale recordar cómo hizo de pareja de mus con Rajoy para casi de inmediato sumarse al órdago de Pedro Sánchez),
 el PNV aprovecha no ya la situación de extrema necesidad de un Sánchez 
dispuesto a casi todo con tal de ser presidente, sino la debilidad 
estructural de un Estado con unas instituciones quebrantadas por la 
ausencia de un proyecto de futuro, por la crisis galopante de un 
bipartidismo empequeñecido y por la ausencia de algo parecido a “hombres
 de Estado”, para subirse en marcha a la ola catalana. 
Gente de buena 
voluntad quiere suponer que las pretensiones del lendakari Íñigo Urkullu y los suyos en nada se parecen a las del dúo calavera que componen Puigdemont-Torra
 y demás compañeros mártires. Según ello, la estrategia del PNV estaría 
centrada en arañar nuevas competencias y, sobre todo, en mostrarse ante 
sus votantes como el único interlocutor y garante del progreso 
vascongado.
Una circunstancia a tener en cuenta es la celebración 
durante 2020, previsiblemente en mayo, de elecciones autonómicas vascas.
 El PNV, que ya cuenta con el voto cautivo de la grey nacionalista y de 
no pocos de los votantes moderados que en generales oscilan entre PP y 
PSOE pero en las vascas enarbolan la ikurriña, necesita crecer casi de 
forma obligada en el caladero electoral de los ex etarras de Bildu y en 
el que todavía conserva, un tanto sorprendentemente, Podemos. Esa sería 
la razón de este nuevo viaje al monte de la “autodeterminación” y el inexistente “derecho a decidir” del que en su día bajó trasquilado monseñor
 Ibarretxe. 
Peligroso juego, en todo caso, el de pretender engatusar a 
esos jóvenes nacionalistas a quienes la palabra España, que sustituyen 
por ese neutro y paleto “Estado”, produce urticaria. Por mucho que algún
 dirigente del PNV guipuzcoano o alavés quiera, las bases jeltzales,
 las que habitan esos ricos caseríos vizcaínos con vistas al mar y la 
tabla de surf del nieto apoyada en la pared de la cuadra, están muy 
cómodas con el gobierno de coalición con el PSE. Cualquier atisbo de 
ruptura con España les dejaría sin otro socio de Gobierno que la vieja 
Batasuna, pues cabe pensar que el socialismo vasco, acostumbrado a 
enterrar cadáveres en el pasado reciente, no les acompañaría en 
semejante aventura. Cabe pensar.
El talón de Aquiles de las pensiones
Hay, en todo caso, un argumento de tanto o más peso en contra de las veleidades rupturistas de los chicos de la txapela, un rumor que cada lunes se escucha junto a la ría del Nervión y frente al Ayuntamiento del bocho.
 Es el grito de los cientos de jubilados que cada semana salen, llueva o
 nieve, a exigir la mejora de sus pensiones. Los capos de Sabin Etxea, 
sede del PNV, saben que si el País Vasco rompiera con España su sistema 
de protección social quebraría al día siguiente. Esta es la verdadera 
razón que enarbolan quienes recelan de la berrea nacionalista. 
La 
población vasca es de las más envejecidas de Europa, con una alta 
esperanza de vida, y una tasa de natalidad muy baja. Además, las 
pensiones de sus trabajadores son de las más altas por la sencilla razón
 de que los sueldos han sido mucho más elevados que los de otros lugares
 de España. La ecuación convierte en insostenible cualquier caja de 
pensiones que pretendiera montarse en el territorio foral. 
Que lo sabe 
el PNV lo demuestra el hecho de haber pasado de exigir las 
“competencias” de la Seguridad Social a pedir únicamente la “gestión” de
 las pensiones, truco dialéctico que significa mutar de recaudar y 
redistribuir su dinero, a “solo” encargarse del reparto entre sus 
jubilados del bote que el resto de España apoquina para ellos.
Cualquier
 cosa, y casi ninguna buena, cabe esperar del PNV dentro de la situación
 comatosa por la que atraviesa ahora mismo la democracia española, con 
un PSOE al servicio de un aventurero que ha abandonado las filas del 
constitucionalismo para incorporarse a las de quienes, como los 
peneuvistas con su Estatuto, quieren acabar con el régimen del 78 para 
embarcarse en una aventura de ignoto destino, y un PP débil que, con sus
 89 diputados a bordo, sigue prisionero de las arenas movedizas del 
marianismo. 
Hacer volver al separatismo catalán al redil de ese 15%-20% 
de adeptos que siempre tuvo, e impedir al PNV volver al monte en el que 
se perdió Ibarretxe, seguramente pasa por la existencia un Estado 
fuerte, al servicio de un proyecto de futuro colectivo, impulsado por 
unas instituciones prestigiadas y dispuestas, mediante la oportuna 
legislación electoral, a poner fin a esa leyenda que con sorna se repite
 en el País Vasco cada vez que Madrid convoca elecciones: “Las generales
 sólo sirven para elegir el partido que durante los próximos 4 años 
gobernará con el PNV”.
(*) Columnista

 
 
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