Todo el mundo lo dice, y es verdad aunque sea un tópico: estas son 
las elecciones más importantes desde la recuperación de las libertades 
públicas en nuestro país. Tal vez por eso proliferaron también en las 
últimas semanas las grandes consignas y los rótulos campanudos: “una 
segunda Transición”, “el fin de la vieja política”, “el comienzo de una 
nueva era”. Y así todo.
El diario El País, que se ha 
pasado meses publicando día sí y otro también alarmadas columnas 
groseramente detractoras del “populismo totalitario” de Podemos  cambió 
llamativamente de registro. A buen hambre no hay pan duro: la bilis 
anti-Podemos más neciamente demagógica de los habituales columnistas 
peritos en legitimación de lo que haga falta, y en particular de las 
infinitas bondades del 78,  dio inopinadamente paso al inane almíbar de autoconsolación: “esto tiene buena pinta”, una “segunda transición” estaría en marcha.
No sin razón protestaba el escritor Gregorio Morán hace poco desde La Vanguardia:
“... las
 apelaciones de ´los nuevos´,  ya sea Ciudadanos o Podemos, a una 
Segunda Transición me parecen  ridículas. ¿Transitamos de dónde a dónde?
 Una cosa era pasar de una dictadura a una democracia, y otra sanear un 
régimen corrupto."
La campaña electoral de las elecciones sin
 duda más importantes desde 1977 ha sido rara.  Diríase que los 
 programas de todos los partidos, “nuevos” y “viejos”, han sido lo de 
menos. No sólo a causa del enorme papel jugado por los numeritos 
circenses a que se sometieron los candidatos en los más variados reality shows,
 ni, menos, por el (inevitable) consignismo de estilo publicitario que 
pareció dominar el grueso de aquellos pseudodebates y trifulcas 
tertulianescas que no podían menos de traer a la memoria  aquel viejo 
sarcasmo de El Roto.
Basta reparar en un hecho. Un hecho solo, tan imponente como 
sorprendentemente desatendido por la miríada de “analistas” y 
“cronistas” con que ha contado  la campaña electoral. La Comisión 
Europea, el Banco Central Europeo y la “Troika” han sido los grandes 
ausentes del debate y, si bien se miran, de los distintos programas. Y 
no precisamente porque las “instituciones” hayan hecho mutis por el foro
 o se hayan puesto discretamente de perfil. Al contrario: no se ha 
privado en  plena campaña la Comisión Europea de lanzar advertencias, y 
no  a humo de paja: sobre la “necesidad” de dar otra vuelta de tuerca a 
la “reforma del mercado de trabajo”, sobre la “necesidad” de recortar el
 gasto público y seguir reduciendo el déficit en 2016 en 11.000 millones
 de euros, venga el gobierno que venga, sobre los “persistentes 
desequilibrios” de la economía española,  etc.
¿Habrá que recordar
 que el principio del fin del llamado “régimen del 78” y de su pilar 
central –el bipartidismo turnista dinástico— empezó con la violencia 
ejercida en mayo de 2010 por el BCE y la Comisión Europea contra un 
gobierno socialista que se allanó inmediatamente a dar un giro de 180% 
grados a sus políticas sociales sin pasársele siquiera por la cabeza la 
necesidad de refrendar democráticamente su capitulación convocando 
nuevas elecciones? Tampoco será necesario decir que el bipartidismo 
dinástico, conminado por las instituciones europeas, impuso en 
solitario, en agosto de 2011, una reforma constitucional express –la del
 famoso artículo 135 de la CE— que favorecía el pago de la deuda a una 
banca privada irresponsable por encima de las más elementales 
necesidades de gasto público y social.
Que nadie se acordara de la
 Unión Europea en esta campaña tiene, sin embargo, una explicación 
bastante fácil. A nadie interesaba.
No interesaba a Podemos, un 
nuevo partido de ascenso fulgurante –hace un año todas las encuestas lo 
daban vencedor—, cuyas expectativas de voto quedaron terriblemente 
dañadas con la capitulación de Tsipras en julio pasado tras ser sometido
 el gobierno griego a un obsceno chantaje por parte de la Comisión 
Europea y del BCE (precisamente con el objetivo nada secundario de 
escarmentar en cabeza ajena y hundir las expectativas de Podemos).  La 
dirección de Podemos manejó torpemente esa situación en las elecciones 
catalanas del pasado 27S, y esa fue una de las razones importantes de su
 estrepitoso fracaso en ellas. Aprendida la lección, resolvieron 
inteligentemente ahora guardar a Tsipras en el baúl de los (malos) 
recuerdos, en vez de ir a abrazarse neciamente con él a Atenas o lucir 
sus tuits de apoyo en mítines de campaña.
No interesaba al PSOE, 
que habría tenido las de perder en cualquier debate en el que se le 
recordara, por lo pronto, el deslucido papel del PASOK –su partido 
hermano— en el golpe de las autoridades europeas contra el gobierno de 
Syriza y, antes de eso, en el desastre de la economía griega. Por no 
hablar de la capitulación y la rendición de la soberanía española por 
parte de Zapatero en mayo de 2010 y de Zapatero y Rubalcaba en comandita
 en aquel terrible agosto de 2011.
Ni interesaba al PP, tampoco. 
Un PP para el que la UE no constituye problema alguno: consiguió –esa ha
 sido la propaganda— evitar el pavoroso  “rescate” al que, según el 
ahora economista estrella de C's (Garicano) estaba inexorablemente 
abocada España en 2012, aunque fuese a costa de firmar un memorándum con
 similares condiciones. Un PP que en 2013-2015, sin duda gracias a la 
existencia y el amenazante ascenso de Syriza y de Podemos,  solicitó y 
obtuvo que la Comisión Europea relajara en parte los lacerantes 
grilletes procíclicos de la austeridad y la consolidación fiscal para 
reforzar sus perspectivas electorales.
No interesaban tampoco los 
asuntos europeos a un partido como C's, que tiene un pasado tan  turbio 
de alianza con fuerzas de extrema derecha antieuropeísta, como en el 
presente una visión de la UE poco menos que de Disney World. Y que hace 
gala en su pretendido “regeneracionismo” de ir más allá que el 
“corrupto” y “corporativista” PP en la aplicación a rajatabla del 
Consenso de Bruselas.
Por su parte, IU, como si las restricciones 
fiscales europeas no contaran y la enorme bolsa de paro (un 22% toral, 
55% juvenil) fuera un dato menor,  compareció con un pretencioso 
programa económico de “trabajo garantizado públicamente”, una especie de brindis al sol
 concebido (aunque nunca puesto en práctica) para una economía como la 
de los EEUU con un nivel de desempleo estructuralmente bajo y cuyo 
tímido intento de aplicación a la Argentina monetariamente soberana del 
primer kirchnerismo se saldó con un fracaso sin paliativos.
Ahora 
bien; no es posible un programa político y político-económicamente serio
 en el Reino de España sin prestar la debida atención –es decir, capital
 atención—al desastre que es la UE actual, particularmente a la 
configuración política que llevó, primero,  a la asfixia de y, luego, al
 golpe  perpetrado contra el gobierno de Syriza. Compare el discreto 
lector eso con las interesantes reflexiones que el terrible “momento 
europeo” ha suscitado en las izquierdas portuguesas que, coaligadas, han
 permito derrotar a la derecha de Passos y Portas y sustituirla por un 
gobierno minoritario del PS en la República hermana, y se hará una idea 
aproximada de la anomalía española.
A falta de programas intelectualmente creíbles y realistas, emociones. Lo que, desde luego, no es poca cosa.
El
 PP buscó recoger básicamente el voto del miedo. El miedo a la “nuevo” 
(C's y Podemos). El miedo a volver a las “viejas andadas” (PSOE). El 
miedo, en fin, a “desperdiciar” los “enormes sacrificios” hechos  ahora 
que, gracias al gobierno “responsable” de Rajoy, empezamos a ver la “luz
 de la recuperación”.
Ciudadanos recogió –“buscó” sería tal vez 
mucho decir— el voto de la nostalgia. La nostalgia de la España de los 
90 y el primer lustro del siglo XXI, la España de la pseudoprosperidad 
de la burbuja inmobiliaria y el crédito fácil, la España en la que casi 
nadie parecía dudar de que la Transición había sido un gran éxito y que 
la Monarquía juancarlista duraría por lo menos otros 1000 años. La 
España de la “pizza y el champán”, como se decía en la Argentina 
menemista, la España de la charanga y la pandereta (y el pelotazo) 
posmodernos, confundidos ingenuamente con regeneracionismo de mercado. 
Véase el perfil sociológico de sus candidatos, que la cosa se entenderá enseguida.
Podemos
 recogió, más que seguramente buscó, el voto de la rabia. Hay un antes y
 un después del con razón celebrado último minuto de Pablo Iglesias en 
el debate de Atresmedia: no apeló al futuro, sino a la memoria de lo que
 había ocurrido. Apeló a la justa indignación de los trabajadores 
precarizados, de los trabajadores parados, de los jóvenes transterrados,
 de los maestros y de los médicos públicos hostigados, de los estafados,
 de los engañados... Apeló –y encima, sin crispación, con una gran 
sonrisa dibujada en la boca— a la enorme bolsa de rabia latente en el 
país. Apeló a una gigantesca cólera popular acumulada que sus idas y 
venidas programáticas, sus pretendidas excursiones a la “centralizad del
 tablero”, sus erráticos abrazos con Tsipras,  sus metidas de pata en la
 campaña del 27S catalán o sus titubeos con el derecho de 
autodeterminación de los pueblos de España habían estado a punto de 
desperdiciar. Ese minuto valió ya casi por una remontada. Y la entrada 
en campaña de Ada Colau y Mónica Oltra todavía más, por supuesto: esas 
sensacionales oradoras que hablan el lenguaje claro, distinto, rico y 
jugoso del pueblo llano, y que saben apelar como nadie a la cólera 
popular.
En la Europa posterior al aplastamiento de Syriza no hay 
lugar, por ahora, para la esperanza. Por eso las elecciones españolas no
 han sido las de la esperanza. Han sido las elecciones del miedo, que 
explotó sobre todo el PP. Y las elecciones de una nostalgia a la que, 
acaso sin saberlo, buscó sacar partido C's. Que a C's, sin sacar esta vez 
un buen resultado, barrida como ha sido por En Comú Podem del cinturón 
rojo de Barcelona, le haya con todo ido mejor en Cataluña –en donde 
concurría como una fuerza parcialmente anti statu quo— que en el resto 
del Reino, sólo es un indicio de que la nostalgia no tiene un futuro 
halagüeño. Ni un presente demasiado feliz: rinden más el miedo y la 
rabia.
El PSOE de Sánchez buscó jugar con  todas las barajas 
emocionales: jugó con el miedo, jugó superficialmente con la rabia, jugó
 con la nostalgia. Y jugó, además, con la fidelidad a unas siglas 
históricas,  sacando en campaña a los mamarrachos de Zapatero y 
González. No es extraño que, en un sentido muy profundo, sea el gran 
perdedor de esta noche.
La esperanza parecía quedar reducida a la 
Cataluña independentista. Pero las  elecciones han probado 
también concluyentemente que esa esperanza –aupada, dicho sea de paso, a
 una idea cuanto menos naïv de Europa: no en vano C's y CDC comparten 
grupo en Europa con Ciudadanos— era de todo punto infundada. Después de 
mil y una necedades y ataques selfdefeating a Podemos en 
campaña, la misma noche, a la vista de los resultados, ERC –por boca 
de Marta Rovira— y Democrácia i Llibertat –por boca del propio Artur 
Más—, saludan el éxito extraordinario de Xavi Domènech y de En Comú 
Podem y se apuntan de nuevo a la carta de la inmensa “mayoría 
autodeterminista” en Cataluña.
Volverá la esperanza, si y sólo si 
logramos cambiar la relación de fuerzas en Europa. Entonces y sólo 
entonces derrotaremos también al miedo y reduciremos a la nada la 
nostalgia. Bástele a cada momento su afán. Ahora era el momento de la 
rabia, no de la esperanza. Y el sufragio de la rabia –a la vista están 
los resultados— ha hecho un buen papel, no derrotando, pero sí frenando 
al miedo y batiendo en toda regla a la nostalgia, esa infértil emoción 
prisionera de un mal pasado que nuca ha de volver.
El resultado de las elecciones de 2015
 es una condena sin paliativos de la gestión neoliberal de la crisis del
 Gobierno Rajoy. No solo ha pasado del 44,62% al 28,7% de los votos, 
retrocediendo de 186 a 123 escaños; tampoco ha quedado en condiciones de
 reconstruir el espacio de la derecha con un Ciudadanos terriblemente 
subordinado y claramente menguado en sus expectativas de partido 
recambio: 13,9%, 40 escaños (con un 98% de votos escrutados).
La 
única formula de gobierno estable, capaz de sumar más de 176 diputados, 
sería una coalición PP-PSOE. Pero obsérvese que eso supondría ya aceptar
 la propia crisis del sistema de alternancia bipartidista, situándola 
en  primer plano y trasladando la grave crisis del sistema político de 
la Segunda Restauración borbónica al interior mismo del PSOE. El partido
 que presumía con Felipe González y Zapatero de ser el partido que mas 
se parecía a la realidad sociológica del Reino de España podría 
convertirse ahora en el espejo de su crisis.
En la última semana 
de campaña, con un presidente de gobierno al resguardo de un desgaste 
político que le podía poner plomo en las alas para una segunda 
legislatura, su círculo más cercano filtró la disponibilidad del PP para
 un pacto con el PSOE, siempre y cuando se sirviera en bandeja de plata 
la cabeza de su secretario general Pedro Sánchez. Lo más importante del 
poco memorable debate de alternancia bipartidista entre Rajoy y Sánchez 
fue la amenaza del primero de que no olvidaría los insultos recibidos en
 público. Es la segunda vez que profiere esas amenazas contra Sánchez 
–ya lo hizo en el último debate del estado de la nación—,  y el mensaje 
va dirigido a Susana Díaz, a Felipe González y a Zapatero: es un 
llamamiento a una operación de derribo interna en aras a la común 
lealtad al sistema político de la Segunda Restauración.
Por su 
parte, las primeras declaraciones de Cesar Luenga, secretario de 
organización del PSOE, han sido para reafirmar la alternancia y no un 
gobierno de salvación del régimen del 78.  Y las de Pedro Sánchez para 
alentar la posibilidad de que, tras un fracaso de Rajoy, sea llamado a 
formar gobierno con una formula a la portuguesa. Es una ilusión de 
tiempos pasados y una negación de la propia gestión de la crisis en 
época de  Zapatero. Solo que esa ilusión coincide con las señas de 
identidad de una parte sustancial de los militantes y votantes del PSOE,
 que no están dispuestos a entregar los más de 150 años de su historia a
 la derecha. A la cabeza de ese rechazo y atrincherado en unos estatutos
 presidencialistas, Pedro Sánchez puede ofrecer más resistencia de la 
esperada a los partidarios de hundir al PSOE para salvar al régimen.
El
 empate estratégico entre votantes de derecha (PP+C's) e izquierda 
(PSOE+Podemos+UP/IU) entorno a los 162 escaños solo podría ser roto en 
la actual legislatura por los partidos nacionalistas vascos y catalanes.
 Pero a su vez los partidos nacionalistas se han empantanado en otro 
empate estratégico territorial, aunque sufriendo el desplazamiento 
continuo de la hegemonía de los movimientos soberanistas desde los 
sectores independentistas a los autodeterministas, que representan los 
aliados de Podemos en Cataluña, País Vasco y Galicia. Un apoyo puntual 
de la izquierda abertzale, superada por Podemos en sus bastiones, y de 
ERC, que ha subido mucho menos de lo esperado, a un posible gobierno 
socialista sería a su vez inaceptable para los sectores más 
conservadores del PSOE, que consideran –no sin razón- que el 
autodeterminismo es incompatible con el régimen del 78.
Así pues, 
el actual empate estratégico implica la erosión a corto plazo de los 
principales mecanismos de estabilidad política de la Segunda 
Restauración,  empezando por su pilar más importante en términos de 
legitimidad popular, el PSOE. Podemos es el candidato a rentabilizar esa
 crisis, a medida que crezca la polarización entre un PP representante 
de la continuidad  y atrincherado en el miedo y un Podemos paladín de la
 rabia y del cambio. Pero como esa polarización se arrastrará en tanto 
dure la crisis del PSOE y no se convoquen nuevas elecciones, no hay que 
despreciar las presiones que ejercerán los poderes fácticos (UE, grandes
 bancos, sectores militares, la propia Casa Real…), primero, sobre la 
dirección del PSOE y, en paralelo, en favor de la integración sistémica e
 institucional de Podemos (ahí esta el ejemplo de Syriza).
Las 
maniobras para romper este empate han comenzado ya. Rajoy reitera la 
formula que debe gobernar el partido más votado, es decir, que en última
 instancia y a falta de un gobierno PP-PSOE, el grupo socialista se 
abstenga en la sesión de investidura en la segunda vuelta. Por razones 
de supervivencia a corto plazo –él unico que le queda- Pedro Sanchez 
esta dispuesto el tambien a intentar formar gobierno, condicionado 
parlamentariamente por un programa de emergencia como el del Gobierno 
Costa en Portugal y la espada de Damoclés de Podemos y el derecho de 
autodeterminación de quienes le sostengan “como la cuerda al ahorcado”. 
No hay que decir cúal es la formula que prefiere Frau Merckel: la hemos 
leido en sus labios en el reciente Consejo Europeo.
Lejos de una 
segunda Transición –es decir, el ejercicio de cooptación de la nueva 
izquierda y su inclusión en el arco dinástico, a cambio de concesiones 
en una reforma constitucional pactada en este empate estratégico—, el 
escenario que se perfila es el de una prolongación de la crisis y de la 
polarización política. Que podría  agravarse con el anuncio de una nueva
 recesión internacional y de una disciplina preventiva mas exigente del 
Consenso de Bruselas. Frente al continuismo de una reforma 
constitucional pactada, la alternativa, obvio es decirlo, es la apertura
 de un proceso constituyente. Pero hay que saber que eso exigiría un 
cambio en la correlación de fuerzas general a la izquierda, tanto en el 
Reino de España como en el conjunto de la Unión Europea. Y que la 
esperanza viniera a sumarse a la rabia.
 
 
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