Mariano Rajoy declaró el lunes por la noche al periodista  Pedro Piqueras en
 Telecinco que no negoció con Carles Puigdemont la retirada del artículo
 155 a cambio de la convocatoria de elecciones anticipadas en Catalunya.
 El presidente del Gobierno, un político profesional con muchísimas 
horas de vuelo, no ofendió a la verdad, sin decir toda la verdad. Rajoy 
no pactó nada con Puigdemont, es cierto. 
Negoció con  Iñigo Urkullu,
 presidente del Gobierno vasco, que desde principios de septiembre 
había asumido funciones de mediación con el acuerdo tácito de ambas 
partes. Rajoy no pactó con Urkullu la retirada del artículo 155 del 
Senado si se convocaban elecciones, pero aceptaba dejarlo en suspenso, 
una vez aprobado en la Cámara Alta. Si el presidente catalán disolvía el
 Parlament y convocaba a las urnas, el 155 quedaría congelado. Ese era 
el trato. Y en ese trato también estaba el PSOE.
Un paso y después otro. El 5 de octubre, veinticuatro horas
 después de haber escuchado el discurso del Rey –y después de haber 
mantenido una conversación telefónica con el jefe del Estado–, Urkullu 
puso en negro sobre blanco un plan para evitar la intervención de la 
autonomía catalana, paso que consideraba enormemente peligroso para la 
posterior evolución política de toda España, incluida Euskadi.
Convocar elecciones. Consciente de que apenas quedaba 
margen para un acuerdo público entre ambas partes, el lehendakari pensó 
en la única salida posible: facilitar una dinámica que evitase, a última
 hora, el choque frontal. Primero un paso y después, otro. El presidente
 elaboró un documento al respecto, al que dio un título muy específico:  Propuesta de declaraciones concordantes y encadenadas.
 Así consta en el memorándum que Urkullu ha hecho llegar a la dirección 
del Partido Nacionalista Vasco sobre las gestiones realizadas acerca de 
Catalunya entre el 19 de junio y el 27 de octubre. (Véase  La Vanguardia del pasado lunes).
Sobre la base de ese documento, el presidente vasco 
aconsejó a Puigdemont que dejase en suspenso la declaración unilateral 
de independencia (DUI) en el pleno del Parlament del 10 de octubre. 
Mientras aún esperaba el milagro de una mediación internacional, 
Puigdemont frenó con una pirueta retórica y ello le costó un serio 
encontronazo con Esquerra Republicana y la CUP. Rajoy puso entonces en 
marcha el temporizador del 155.
La convocatoria de elecciones se planteó en la reunión del 
Consell Executiu de la Generalitat del miércoles 25 de octubre. 
Intervinieron varios consellers y la voz más contraria al adelanto 
electoral fue la de  Clara Ponsatí, titular de Educación, independiente afín a Puigdemont. El vicepresidente  Oriol Junqueras guardó un prudente silencio.
Por la noche volvió a reunirse el Consell Executiu con el 
grupo de asesores externos. Reunión muy tensa, en la que destacó la 
actitud beligerante de  Marta Rovira. Oposición tenue de personajes como el editor  Oriol Soler,
 que podían haber puesto el grito en el cielo. La reunión concluyó a las
 tres de la madrugada, con Puigdemont incólume. 
En aquel momento, al 
conseller  Santi Vila se le apareció  Don Miguel de Unamuno –“¡levantinos,
 os pierde la estética!”– y dijo que no era propio de un gobierno serio 
convocar elecciones de madrugada. La firma quedó pospuesta a la mañana 
del jueves 26. Los consellers  Jordi Turull y  Josep Rull –opuestos a la convocatoria– pidieron entonces que se convocase al grupo parlamentario. Ganaban tiempo para la presión.
Otra reunión tensa. Puigdemont, afectado, mantenía su 
propósito. Así se lo comunicó a Urkullu, aceptando incluir en el 
decreto, a petición de Madrid, una mención expresa a la legislación 
electoral vigente. Aquella mañana, el borrador del decreto estuvo en la 
mesa del presidente Rajoy. La noticia a trascendió y las redes 
soberanistas entraron en incandescencia. “¡Traidor!”, gritaban los 
estudiantes concentrados en la plaza Sant Jaume. 
ERC comenzó a moverse 
para capitalizar el descontento y Junqueras pidió “garantías”. 
Puigdemont comunicó esa petición a Urkullu poco después del mediodía y 
ese le respondió que la otra parte sólo aceptaba un trato: primero un 
paso, después otro. Si convocaba,  Soraya Sáenz de Santamaría “modularía”
 su intervención en el Senado y el PSOE apuntalaría el compromiso con 
una enmienda en el Senado. El Gobierno no haría ninguna declaración 
pública antes de la convocatoria electoral.  Xavier García Albiol, partidario de un 155 intenso, no estaba en el circuito negociador.
La senda era estrecha. Puigdemont comenzó a ceder cuando vio deserciones en su propio partido. Los diputados  Batalla y  Cuminal anunciaron
 su dimisión y varios alcaldes convergentes comenzaron a comunicarle su 
angustia ante una reacción adversa de las bases soberanistas, que ERC se
 aprestaba a capitalizar. Los alcaldes del PDECat podían quedar 
desarbolados. Los alcaldes son pieza clave en este relato. Han sido los 
más fieles aliados de Puigdemont, exalcalde de Girona, desde que fue 
elegido presidente. Así fue como acabó dando marcha atrás.
Si el presidente catalán hubiese convocado a las urnas y 
Rajoy hubiese incumplido el pacto no escrito con Urkullu y flanqueado 
por el PSOE, la aplicación del artículo 155 en Catalunya se habría 
convertido en un delicioso regalo electoral para el soberanismo. ¡Qué 
campaña! El presidente del Gobierno habría perdido de manera definitiva 
el apoyo del PNV para los presupuestos del 2018 y el PSOE se habría 
visto obligado a romper con el PP. Un papelón ante la Unión Europea.
Puigdemont dio marcha atrás como consecuencia de la 
presión y porque no estaba seguro de poder afrontar esas elecciones con 
un relato vencedor. Para el exredactor jefe del  Punt Diari, el relato 
es fundamental. Importantes alcaldías de la antigua CDC estarán en juego
 en 2019. Desde Bruselas, Puigdemont acaba de darles ahora un escudo 
protector: se llama Junts per Catalunya. La nueva plataforma irá a las 
municipales.
(*) Periodista y director adjunto de La Vanguardia

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