La reducción al absurdo y
 el pensamiento en dos dimensiones es uno de los problemas para el 
análisis que en multitud de ocasiones dificulta expresar realidades 
subyacentes e incómodas, que acaban apareciendo con escándalo e 
indignación de la izquierda que, haciendo honor al infantilismo 
histórico, se niega a mirar la realidad con ojos científicos en vez de 
idealizarla. 
Es un tópico propio de su cultura política, que se repite 
cada vez que se intenta mirar en profundidad a un evento con la 
intención de poner sobre la mesa de diagnosis todos los elementos 
existentes para encontrar la ruta adecuada y no ser un colaborador 
necesario del enemigo.
En un momento en el que prima 
el ruido de las redes y medios sobre el silencio y la pausa, es 
arriesgado, pero más necesario que nunca, pararse a mirar con distancia y
 buscar diferentes perspectivas que ayuden a atajar el crecimiento del 
posfascismo. No estamos aún como Italia, pero todo es cuestión de 
tiempo, si no nos atrevemos a plantear realidades incómodas que puedan 
perturbar nuestro ideal de sociedad y los dogmas analíticos con los que 
afrontamos los hechos.
La estrategia de la extrema derecha en las movilizaciones
 agrarias es una obviedad que conviene no ignorar. Consiste en hacer 
pasar a empresarios por jornaleros para mostrarse como garante del 
Estado social del bienestar solo para los de casa: el chovinismo del 
bienestar. 
La cooptación de los movimientos obreros por el fascismo ha 
sido una constante a lo largo de la historia y hacerlo con mayor o menor
 acierto, creyendo más o menos en ello, no implica que no sea una 
estrategia totalmente asumida por estos movimientos de los que en España
 hemos tenido cumplida cuenta en diversas ocasiones. 
Desde Hogar Social 
Madrid empotrándose en cualquier reivindicación obrera en la actualidad,
 a Ernesto Giménez Caballero aconsejando a José Antonio Primo de Rivera 
adoptar los colores del anarcosindicalismo.
La 
estrategia es conocida, o al menos debería serlo, pero su éxito depende 
del sustrato ideológico donde pretenda prender y de la habilidad 
discursiva y de acción de los que buscan su fracaso. La historia sirve, 
una vez más, para aportar claves que ayuden a comprender los flujos 
sociológicos y además establecerla como mapa para estar prevenido ante 
movimientos de nuestro presente que, sin ser replicables, pueden beber 
de las mismas fuentes.
El inconsciente colectivo en el
 pensamiento de la izquierda asocia el movimiento agrario y las luchas 
campesinas con la cultura doctrinaria de su ideario. El campo, sus duros
 trabajos, su sacrificio, sus jornaleros. La izquierda es el campo y el 
campo es la izquierda. El sindicalismo anarquista y socialista forma 
parte de la historia más combativa a favor de la clase trabajadora y se 
suele tomar la parte por el todo dificultando la comprensión sociológica
 de la ideología que existe en el ámbito rural. 
Se ignora de manera 
acrítica el proceso reactivo que estas luchas tuvieron en el campo no 
solo entre los grandes terratenientes, sino en agricultores medianos que
 vieron como una amenaza estas reivindicaciones sindicales. Se ignora de
 manera peligrosa la importancia de la base fascista del agro. 
Revolución y contrarrevolución, reforma y contrarreforma. La 
idealización de la historia ayuda a simplificar y endulza el recuerdo.
Dos
 procesos históricos pueden servir de brújula para entender lo que puede
 ocurrir en el ámbito rural si la izquierda cree que el sustrato 
ideológico del trabajo agrario le pertenece por imposición dogmática y 
no pasa de las musas a lo concreto. 
El primero, las desamortizaciones 
liberales de la época isabelina, que son un ejemplo de lo que sucede 
bajo el radar de la historia y las consecuencias de decisiones que se 
asumen como progresistas. La epidermis de su conocimiento implica una 
cierta simpatía hacia este movimiento histórico, arrebatar las tierras y
 propiedades a la Iglesia para acabar con el sistema de propiedad del 
Antiguo Régimen y crear la base para un estado liberal moderno. 
Lo 
cierto es que la forma en la que se realizó la desamortización de 
Mendizábal propició que los lotes de tierras expropiados a la Iglesia 
fueran adquiridos por grandes burgueses y oligarcas impidiendo el acceso
 a las tierras a los medianos y pequeños agricultores. La Iglesia, para 
intentar mantener sus privilegios, se adhirió de manera coyuntural a la 
extrema derecha carlista; el peso del carlismo en la realidad social 
actual es significativo, como bien ha explicado Jorge Dioni. 
En estas 
circunstancias, el pueblo, la masa jornalera, que era mayoritaria en 
aquellos tiempos, quedó del lado antiliberal al ver cómo las 
desmortizaciones les privaron de su modo de vida, ya exiguo, para 
ponerles la subsistencia aún más difícil. 
En esta línea, son 
significativas las palabras de José Manuel Lechado en su obra El mal español,
 para indicar la ceguera progresista sobre su propia historia: "Se da la
 paradoja de que la clase baja sea en esencia conservadora, cuando no 
reaccionaria. Los sirvientes, porque dependen para subsistir de la 
pervivencia de aristócratas y clérigos acostumbrados al lujo. Y el 
resto, porque los liberales les desprecian, les humillan, y les hunden 
en la miseria con cada medida 'modernizadora'. Tildar al pueblo español 
como ignorante por apoyar a la ultraderecha carlista es simplificar 
mucho las cosas".
Este proceso histórico, que sirve 
para comprender la conformación ideológica de las zonas rurales cuando 
se aportan medidas modernizadoras, se complementa con otro proceso más 
cercano en el tiempo y que enseña de manera concreta la deriva que puede
 surgir en sectores agrarios que en un principio dieron apoyo a opciones
 progresistas. 
La Segunda República murió en el campo y tiene un sentido
 lógico irreprochable. En el campo español de los años 30 convivían 
diferentes intereses, como en el actual, una importante cantidad de 
pequeños propietarios de tierras, 1.700.000 con el 34% de las 
propiedades, unos 17.000 terratenientes con el 42% de las propiedades y 
1.900.000 jornaleros y más de 500.000 aparceros. Esta distribución de la
 propiedad agraria implicaba un choque constante entre intereses 
contrapuestos. El campesinado intermedio luchaba contra los efectos de 
una importante crisis mundial y contra realidades internas que pueden 
sonarnos cercanas: incremento de los costos salariales y de una 
ambiciosa reforma legislativa laboral por los gobiernos burgueses 
socialistas que se unía a una intensidad huelguística sin precedentes 
por los combativos sindicatos anarquistas y socialistas. 
Esa realidad 
propició que los agricultores con pequeñas propiedades, que necesitaban 
contratar jornaleros para su labor, se vieran atraídos por las 
reivindicaciones de la gran patronal agraria. Pero no fue esa situación 
la que acabó por derechizar de manera irredenta a una parte importante 
del agro español, sino la propia incapacidad política de los gobiernos 
republicanos para mitigar y equilibrar unas exigencias de parte de su 
electorado potencial con las necesidades de los jornaleros. 
Aquella 
disensión entre campesinado medio y sindicatos anarquistas y socialistas
 como representantes de las necesidades jornaleras provocó una deriva 
constante de muchos de los elementos que apoyaron al centro-izquierda en
 las elecciones de 1931. Un giro hacia postulados patronales de los 
terratenientes y antidemocráticos católicos que acabaron derivando en la
 estructura fascista que finiquitaría el gobierno democrático de la 
Segunda República.
Las movilizaciones agrarias de 
estos días no pueden comprenderse extrapolando únicamente los procesos 
de conformación conservadores en los ámbitos rurales desde el siglo XIX.
 Pero para conocer los riesgos de deriva reaccionaria existentes en 
estas movilizaciones sí es imprescindible ser consciente del sustrato 
ideológico que opera en el campo español desde las reformas liberales 
decimonónicas para que desde el Gobierno, con medidas legislativas 
concretas y materiales, sean capaces de atajar y desactivar ese riesgo 
haciendo más sostenible la vida de millones de personas en el campo 
español. 
Las justas reivindicaciones de miles de campesinos y 
agricultores deben ser atendidas y separadas de las intenciones de la 
oligarquía terrateniente. Hay que romper por fin esa unidad de acción 
reaccionaria para que los intereses de los jornaleros y pequeños 
propietarios sean compatibles, aislando a los "agricultores de sofá" que
 cobran millones de euros en subvenciones de la PAC y utilizan el campo y
 su dolor para quebrar el progreso social.
(*) Periodista

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