La portada de El País del pasado 17 de 
febrero da para un cuatrimestre de alguna asignatura de Periodismo que 
intuyo que no se imparte en ninguna facultad: Propaganda II, o 
Superestructura Periodística Avanzada, o Técnicas de Venta Basada en el 
Miedo IV, o algo así. El titular principal, a cuatro columnas, reza 
«30.000 subsaharianos preparan el salto a Europa por Ceuta y Melilla». 
Justo debajo, y como por casualidad, la foto de la ministra Pastor y la 
Koplowitz reunidas con un par de jeques árabes, muy jeques. Ellas llevan
 el pelo descubierto (son más de mantilla) y sonríen con gran 
independencia y feminismo, como si lo que estuviesen haciendo allí es 
reivindicar el derecho a conducir de las mujeres, recién perdido en el 
régimen saudí. Pero no. El pie de foto nos indica que de lo que se 
trataba era de hacer unos negocios. Menuda portada. Yo es que fue verla y
 agolpárseme varios millones de palabras en la garganta, justo por 
detrás del nudo. Trataré ahora de dejar el número en mil. El nudo aún lo
 tengo, gracias.
Cuando escuchamos el término ´globalización´, 
normalmente pensamos en deslocalización, zapatillas deportivas made in 
China, internet y libre mercado. Tal vez nos acongoje el cierre de unas 
cuantas fábricas ´de toda la vida´ cuyo final asociamos a la palabreja. 
Es inevitable, saldrá alguno. Si allá en Asia se hacen las cosas más 
baratas, pues adónde se van a ir las empresas. Natural. Los términos 
clave son ´inevitable´, ´competitividad´ y ´costes´. Con esas 
coordenadas conceptuales, lo normal es agachar y menear la cabeza al 
mismo tiempo, en un único gesto de resignada desaprobación.
Lo 
malo de esa visión de las cosas es que acabamos creyendo que Occidente 
se ha quedado con la parte estrecha del embudo de la globalización. Que 
hemos terminado por repartir el pastel de la riqueza con los países en 
sempiternas vías de desarrollo, como dándoles el empujoncito definitivo.
 Se trata de la utopía postindustrial, donde unas economías 
espiritualizadas por la magia del sector financiero hacen llover el maná
 de la producción sobre un Tercer Mundo agradecido que por fin va a 
poder civilizarse. Regularmente podemos encontrar ejemplos de esta 
falacia en los medios generalistas y su pasión por reportajes sobre ´la 
dinámica clase media china´ o ´las maravillas de los rascacielos de 
Malasia´, ´la vibrante vida cultural de Sudáfrica´ o ´el nuevo Bangkok´.
La
 realidad es muy, muy, muy otra. Como recuerda César Rendueles en su 
implacable Sociofobia (Capitán Swing, 2013), la mayor catástrofe humana 
desde la Segunda Guerra Mundial, por si hace falta refrescárselo a 
alguien que aún crea que se trata de la crisis de las puntocom, es el 
éxodo masivo de población rural hacia las espantosas conurbaciones de la
 miseria de las grandes ciudades no occidentales, los llamados 
megaslums. Lugares como los arrabales de El Cairo, Lagos, Río de 
Janeiro-São Paulo, Calcuta, Manila, Kinsasa o Yakarta, receptores netos 
de desharrapados fugitivos de mundos agrarios colapsados, son una 
marmita en la que cientos de millones de personas se cuecen en su propia
 mierda, sin acceso a cosas tan básicas como agua mínimamente potable, 
seguridad, alimentación suficiente, atención médica o protección contra 
epidemias.
Los motivos del colapso de las comunidades rurales 
tradicionales hay que buscarlos en la concentración empresarial del 
sector agroalimentario mundial, fruto directo de la globalización, y sus
 efectos sobre las economías del Tercer Mundo: volatilidad extrema de 
los precios de venta del producto no procesado, predominio de cada vez 
menos variedades de cereales, dependencia de proveedores externos de 
semillas, pesticidas y abonos, competencia desleal por parte de los 
agricultores de los países desarrollados, fuertemente subvencionados, 
políticas arancelarias restrictivas de las exportaciones hacia 
Norteamérica y Europa, y fracaso de multitud de planes de reconversión 
agraria precipitados e insostenibles, auspiciados y financiados en 
muchos casos por el FMI y el Banco Mundial, malos jugadores dotados no 
obstante con vidas infinitas. Vidas de los demás, se entiende.
Las
 obviedades que acabo de resumir en dos párrafos no son materia 
frecuente de debate en los mass media. Las convulsiones de las 
sociedades no blancas no parecen tener causas para nuestros noticiarios.
 Son cosas que se dan por sentadas, como ´la corrupción africana´, ´la 
criminalidad latinoamericana´ o ´las dictaduras asiáticas´: lacras 
genéticas de esas razas que por suerte nosotros no sufrimos, y por eso 
hemos inventado el Domund, para que se compren algo, los pobres. 
Dedicamos páginas y páginas a alabar el valor y la abnegación de 
nuestros blancos cooperantes, pero muy pocas a analizar las causas de la
 miseria que combaten. Por qué habríamos de hacerlo, por otra parte, si 
no estamos allí para luchar contra las causas, sino contra los síntomas 
más escandalosos, contra lo que haría llorar hasta a un ministro, 
exclusivamente. Horas y horas de televisión ilustrando el trabajo de los
 bomberos que rescataban cadáveres de los escombros de Puerto Príncipe y
 ni una sola pregunta acerca de los motivos que habían llevado a cientos
 de miles de haitianos a dejar sus aldeas natales para hacinarse en 
chabolas sobre la ladera de una colina que el terremoto se tragó. Ni una
 sola alusión al hecho de que, en Haití, la mayoría de la harina y el 
maíz que la gente come es de producción norteamericana y proviene de las
 explotaciones agrícolas del Medio Oeste, salvajemente subvencionadas. 
Tampoco, obviamente, al derrocamiento CIA-style del presidente que quiso
 terminar con la dependencia alimentaria de Haití, Jean-Bertrand 
Aristide.
Al igual que estamos exentos de responsabilidad en los 
problemas del Tercer Mundo, nos lavamos las manos sobre las causas por 
las que sus habitantes tratan de llegar hasta aquí. «Vienen engañados», 
nos decimos. «Las mafias, que les prometen el oro y el moro». «Pobres, 
qué se creerían que iban a encontrar». «Lástima del dinero que les haya 
costado el viaje». Vienen, en resumen, por un error suyo. El hecho de 
que más de cinco millones de inmigrantes hayan llegado a España desde 
finales de los 90 y hayan generado una inmensa riqueza que nuestros 
bancos se jugaron en el casino financiero siempre va a ser obviado. Lees
 una de estas repugnantes muestras de propaganda que ellos se empeñan en
 seguir llamando noticias, y siempre son patrulleras, vallas de alambre 
y, detrás, una especie de zombies ´preparando el salto´, de quienes, 
lógicamente, debemos defendernos a tiros. Nunca gente que trabaja en el 
campo o cuida ancianos o limpia tu casa o vende por la calle sonrisa en 
ristre. Siempre la carne que atesta los CIEs, nunca los refugiados de un
 mundo que hemos incendiado nosotros. Siempre no se preocupe, señor 
ministro, nunca ¡basta ya! Siempre quince cadáveres, nunca quince 
personas. Nunca seres humanos. Nunca dignidad.
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