Desde que hace tres años se  desencadenara el llamado proceso  soberanista,
 la atención exterior sobre la situación política catalana ha  ido en 
aumento. Es verdad que, en el plano oficial, la internacionalización  
sigue teniendo –como era de esperar– un  desarrollo escasísimo
 más allá de las frustradas apelaciones del actual  gobierno de Cataluña
 a una implicación europea en la cuestión y de la  consiguiente reacción
 de la diplomacia española para que Bruselas y las otras  capitales 
nacionales se pronuncien desanimando la idea de la secesión. 
Sin  
embargo, cuando se mira al recorrido mediático del procés o a 
los análisis que lo conectan con otros territorios donde  también 
existen importantes movimientos secesionistas, sí que se constata un 
interés  creciente que, por ejemplo, se reflejó en la cobertura 
relativamente destacada  del resultado electoral que dieron ayer los 
grandes medios internacionales (o  la prensa regional en los lugares más
 concernidos).
Por otro lado, y más importante que  la proyección que se hace del 
independentismo desde dentro afuera, también debe  tenerse en cuenta 
otra dimensión internacional que va en la dirección  contraria; esto es,
 el efecto que ha tenido o tiene en el debate interno catalán  los 
desarrollos externos y comparativos acerca de la secesión. Es decir, no 
es  sólo que el soberanismo haya sido capaz de captar cierta atención 
exterior sino  también, y sobre todo, que ha sabido transmitir a sus 
seguidores que el entorno  internacional es favorable a la aventura. 
Para  conseguir ambos objetivos se ha beneficiado de una excepcional ayuda: Escocia. Contar con ese referente ha sido una de las circunstancias más afortunadas  para el procés y es muy posible que,  sin ese acompañamiento, la apuesta por la ruptura no habría tenido tanto  desarrollo.
Para entender hasta qué punto los  acontecimientos escoceses han sido
 importantes hay que tener en cuenta que los  movimientos secesionistas,
 pese a no ser un fenómeno extraño en el escenario  contemporáneo, 
suelen merecer un juicio cuanto menos dudoso en la opinión  pública 
mundial y la oposición casi unánime de los gobiernos estatales. De  
hecho, desde que hace más de 20 años se liquidara definitivamente la 
Guerra  Fría –precipitándose la desintegración de las tres federaciones 
existentes en  el espacio postsocialista– sólo han nacido cuatro nuevos 
Estados: tres de ellos  en contextos postcoloniales bélicos (Eritrea, 
Timor Oriental y Sudán del Sur) y  uno más (Montenegro) como penúltimo 
estertor del drama que vivieron los  Balcanes Occidentales en los 90.
Ninguno de esos casos resultaba  envidiable para un proyecto político
 en un país avanzado y mucho menos lo  parecía el puñado de separaciones
 fácticas que, por haberse realizado  unilateralmente, no han alcanzado 
la estatalidad (Somalilandia, Abjazia, Osetia  del Sur, Nagorno-Karabaj y
 Transnistria). Incluso Kosovo,  pese a poder apelar a una remedial  secession
 y contar con amplio reconocimiento Occidental, sigue hoy fuera de  la 
comunidad internacional. 
Ni  siquiera aquellos pocos movimientos 
anti-ocupación que gozan de título jurídico  o cierto prestigio 
(Palestina, Sáhara Occidental, Tíbet y Kurdistán)  podían presentarse 
como un modelo a seguir para un territorio de la UE. Si el  objetivo de 
la independencia quería resultar convincente dentro y fuera parecía  muy
 conveniente contar con algún ejemplo plausible en un entorno 
homologable al  catalán.
Pero tampoco el panorama en Europa Occidental  resultaba alentador. 
Desde 1945, sólo han podido nacer nuevos Estados en  contextos convulsos
 –a menudo muy violentos– marcados bien por el colapso de  regímenes 
autoritarios y la posterior transición (Yugoslavia, URSS y 
Checoslovaquia),  bien por la descolonización británica (Chipre y 
Malta). Lo cierto es que no existe  un solo precedente de secesión 
pacífica en el mundo desarrollado de las  democracias consolidadas. Y, 
por otro lado, los separatismos activos que  quedaban a mano eran poco 
atractivos por su vinculación con conflictos  terroristas (Irlanda del 
Norte y el País Vasco), su reducido tamaño (Córcega,  Tirol del Sur y 
Cerdeña) o su carácter antipático e insolidario (Flandes y  Padania). 
Es
 más, la política exterior de la Unión incorporaba como doctrina  propia
 –y aún lo hace– la defensa de la integridad territorial y la 
convivencia  entre comunidades diversas de modo que su instinto es 
reaccionar en aquellos  casos (Bosnia-Herzegovina o Ucrania por poner 
dos ejemplos dentro del  continente o Chipre, dentro de la mismísima UE)
 donde se ponen en cuestión. En  definitiva, hace tan solo cinco
 años el  ser independentista significaba situarse claramente en el lado
 equivocado o  incluso denigrado de la política europea.
Pero entonces el SNP ganó las elecciones escocesas 
de  mayo de 2011 (un 44% de los votos y la mayoría absoluta de escaños) 
con un  programa de ruptura y, lo que resultaba aún más espectacular, en
 poco más de un  año conseguía arrancar de Londres –que no quería 
negociar más autonomía– la  celebración maximalista de un referéndum de independencia.
El regalo de David Cameron y Alex Salmond no podía resultar más oportuno. En octubre de 2012, apenas unas semanas después de la gran manifestación de Barcelona que marca la radicalización del nacionalismo moderado catalán, se firmaba el acuerdo de Edimburgo. Un territorio mundialmente célebre y que formaba parte de una gran potencia democrática iba a someter a votación legal si se convertía en un nuevo Estado europeo. Ni siquiera la lejana Quebec, cuyo movimiento soberanista pasa además por horas bajas, había llegado a tanto pues nunca había conseguido acordar con Ottawa un procedimiento para llevar a cabo la secesión.
El regalo de David Cameron y Alex Salmond no podía resultar más oportuno. En octubre de 2012, apenas unas semanas después de la gran manifestación de Barcelona que marca la radicalización del nacionalismo moderado catalán, se firmaba el acuerdo de Edimburgo. Un territorio mundialmente célebre y que formaba parte de una gran potencia democrática iba a someter a votación legal si se convertía en un nuevo Estado europeo. Ni siquiera la lejana Quebec, cuyo movimiento soberanista pasa además por horas bajas, había llegado a tanto pues nunca había conseguido acordar con Ottawa un procedimiento para llevar a cabo la secesión.
Se entiende bien el afán del procés por poner el énfasis en 
sus similitudes con Escocia y resultar así más  atractivo.  Y, en 
efecto, varios son los elementos de fondo donde existen semejanzas.  
Primero, una eficaz narrativa  democrática que enfrenta
 transversalmente al pueblo con unas elites lejanas  y centralistas (a 
lo que contribuye sobremanera el hecho de que el gobierno  central lo 
ejerzan los Conservadores o el PP, dos partidos minoritarios en los  dos
 territorios). 
En segundo lugar, y con inestimable ayuda de la 
austeridad  impuesta por la crisis, la idea de que el  independentismo puede también adoptar mensajes de izquierda
 y ganar así  adeptos o reputación en ambientes urbanos e intelectuales 
habitualmente reacios  a los mensajes identitarios del nacionalismo 
tradicional. 
Y finalmente, el haber impugnado que merezca la pena el  seguir perteneciendo a democracias plurales y descentralizadas
 que están  bien conectadas con lo europeo y lo global bajo el argumento
 de que son  precisamente la UE y la globalización las que convierte en 
innecesarios para  las naciones pequeñas el seguir formando parte de 
Estados más grandes como el  Reino Unido o España.
No obstante, y por mucho que el  independentismo catalán haya querido
 obviarlas, hay también importantes  diferencias que marcan límites 
innegables para la fase que se ha abierto tras el  27-S. Sin duda, y al 
margen de que el  secesionismo no ha llegado al 50% de los votos,
 la divergencia más evidente  es que Cataluña se haya embarcado en una 
apuesta unilateral (expresamente  rechazada por el nacionalismo escocés)
 que fía el éxito del proceso soberanista  a que sus supuestos elementos
 atractivos movilicen a actores externos para que  fuercen a un Madrid 
inflexible a aceptar la secesión. 
Se trata de un desarrollo  ciertamente
 inverosímil desde una perspectiva mínimamente realista de la  política 
exterior y de la integración europea. Pero incluso si aceptásemos como  
hipótesis momentánea un enfoque idealista en las relaciones 
internacionales, no  son pocos los problemas que presenta el dossier 
catalán de forma que, a ojos  del observador externo, le alejan del 
modelo escocés y le acercan a los antes  mencionados secesionismos 
europeos menos atractivos. Así, cabe mencionar:
- La difícil determinación del Demos que funda el “derecho a decidir” al existir dos realidades nacionales que aquí se solapan (la española y catalana) en vez de simplemente superponerse (la británica sobre la escocesa). Y aun cuando el desgarro será siempre menor en el segundo de los casos, Alex Salmond tuvo además la habilidad de aliviar su posible impacto prometiendo mantener algunos elementos importantes de unión como la libra esterlina, la Reina o la cooperación en defensa. En el discurso catalán apenas se ha producido una mención parecida en relación con la Liga de fútbol.
 - La potencial fractura interna de Cataluña en grupos enfrentados de acuerdo a su lengua materna e identidad nacional; un peligro prácticamente imposible en Escocia, por las razones explicadas en el punto anterior, pero sí en otros territorios con movimientos secesionistas en los que existe conflicto entre comunidades lingüísticas, religiosas o étnicas. Mientras existen casos donde un referéndum de independencia se podría resolver sobre todo por argumentos (Escocia), hay otros donde las identidades bloquean esa deliberación (Irlanda del Norte) de modo que resultan muy desaconsejables las alternativas agónicas. Cataluña está a medio camino, aunque el procés le ha alejado del primer modelo, tal y como se refleja en los resultados electorales del domingo entre castellanoparlantes y catalanoparlantes.
 - Los límites del argumento de defensa de los más débiles cuando, en claro contraste con Escocia, son las clases socioeconómicas medias y altas de Cataluña las que apoyan con mayor nitidez el independentismo. Un tipo de apoyo que es más propio de los ejemplos véneto o flamenco.
 - La propia relación con el Estado matriz, que los independentismos escocés y catalán presentan como insensible a la plurinacionalidad y reacio a la descentralización (aun cuando no existan en Europa muchas democracias que mejoren al Reino Unido y España en esas dimensiones), pero que en Escocia no va acompañada del antipático recurso adicional a la excesiva solidaridad fiscal o a una presunta superioridad colectiva de la nación pequeña sobre la que es mayoritaria en el Estado.
 
Es obvio que ninguno de estos cuatro elementos (y, sobre 
todo, la unilateralidad) ayudará  al independentismo catalán a concitar 
apoyos exteriores que se animen a  realizar una insólita 
injerencia en la política española. Por supuesto, el  hecho de que sea 
imposible una internacionalización del proceso en la línea  deseada por 
el soberanismo tampoco significa que éste, capaz de presentarse con  un 
mensaje muy atractivo para casi la mitad de los catalanes, vaya  
necesariamente abocado a la derrota. Eso sí, cuando el secesionismo 
catalán se  proyecte al resto de España y al mundo debe tener en cuenta 
que sus  interlocutores escrutarán los elementos que le hacen más 
presentable y le  acercan a Escocia pero también los que no lo son tanto
 y le conectan con  Padania.
(*)Investigador principal de Europa del Real Instituto Elcano y profesor en el Departamento  de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Autónoma de  Madrid. 
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