Pensando ayer en el cuadro de Breughel, paisaje con la caída de Ícaro,
caí a mi vez en la cuenta de que el mito, aquí tan indiferentemente
tratado, había tenido una curiosa prolongación que afectaba a Cataluña. Y
no crea el lector que la omnipresencia de la cuestión catalana ciegue a
Palinuro. Es que es así.
En 1840, Étienne Cabet, revolucionario francés, publicaba el Viaje a Icaria,
una utopía al estilo de Moro que relataba la vida de una sociedad
comunista ideal en una isla, hasta entonces desconocida, llamada Icaria.
Icaria, Ikaria, es el nombre de una isla griega real en el Egeo,
cercana a Samos, en la que según la tradición, cayó Ícaro. El paisaje
del cuadro de Breughel no parece evocar la isla. En todo caso, tampoco
parece que Cabet la tuviera en cuenta, porque su viajero, Lord
Carisdall, cuyo diario reproduce, da precisiones geográficas parecidas a
las del Señor de los Anillos. Un viaje de cuatro meses lo lleva desde
Londres al puerto de Camiris, en el país de los Marvols, separado de
Icaria por un brazo de mar.
La
utopía de Cabet, sin embargo, no era contemplativa, como la de Moro,
sino una especie de guía de acción revolucionaria, de alegato en pro de
una sociedad comunista, comunitaria. Una idea que bullía en muchos
corazones europeos en los años cuarenta del siglo XIX y acabó fraguando
en la revolución de 1848, que fue la primera revolución a escala europea
porque se hizo sentir en casi todos los países del continente; la
segunda, la feminista todavía dura y la de 1968, a su modo, fue mundial.
La de 1848 fue la del Manifiesto Comunista.
El fracaso de la
revolución y el tesón de Cabet propiciaron una expedición (a la que
habrían de seguir otras) de expedicionarios y colonos por entonces
llamados icarianos a las tierras del Nuevo Mundo, a fundar
sociedades nuevas sobre la base del comunismo y la fraternidad. Pasaron
mil penalidades y, como al héroe del viaje, los estafaron, los
robaron y los desperdigaron, aunque muchas de aquellas comunidades
utópicas aisladas resistieron hasta fin de siglo.
Pero
esa es la historia de los icarianos. La conexión catalana viene por el
hecho de que ese movimiento prendió en Cataluña, siendo su inspirador y
uno de los más activos propagadores del ideal comunista, Narcís
Monturiol. Un discípulo de este, el médico de Poble Nou Joan Rovira,
figura entre los primeros expedicionarios a la Icaria americana con
Cabet. En Poble Nou se fundó una comunidad icariana que luego adoptó una
visión ácrata, sin duda más acorde con los tiempos.
Y de ello queda
testimonio en una via icaria que, al parecer, es el camino viejo del
cementerio. Todo esto pasaba mucho antes de que, por las ironías de la
historia, la isla real de Ikaria, habiendo expulsado a la guarnición
turca a principios de 1912, se declaró república independiente. Durante
cinco meses, hasta su anexión por Grecia, fue un Estado soberano, tuvo
gobierno y ejército propio, acuñó moneda y sellos, tuvo su bandera e
himno nacional. Luego, volvió a desaparecer. Como Ícaro.
Y como los icarianos. Hay algo de icariano en el hecho de que la Diada celebre una derrota, un hundimiento.
Los
icarianos han desaparecido. Ahora llegan los itaquianos, los que van a
Ítaca. Nada de viajar a islas desconocidas, ni cruzar océanos, ni
comprar tierras o colonizar lugares remotos. Simplemente, volver a casa
después de un largo viaje. Feliz quien, como Ulises, ha hecho un viaje hermoso
("Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage"). Este viaje es la
vida, su vida, la de estos itaquianos que la viven con entrega y
sacrificio personales, lo cual tiene un efecto movilizador tremendo.
Porque el aparato de propaganda nacional español podrá tachar a Puigdemont de cobarde, de rata que abandona el barco y hasta de Cipolino, según
atestigua la ministra de Defensa, pero nada de esto empaña el hecho de
que goza de un prestigio y consideración generalizados. Ambos se
acrecientan con estos gestos de prescindir del devengo de cantidades que
no le corresponden por cuanto considera ser el presidente legítimo de
la Generalitat, no el expresidente. Eso se llama actitud de principios y
en política no es nada habitual. Como tampoco lo es que unas personas
estén dispuestas a ir a la cárcel por defender sus ideas.
Esa
actitud de principios es la que emerge en esa curiosa cuestión del
acatamiento que se ha convertido en el objeto de la disputa. Puigdemont debería acatar el 155 si quería cobrar
la indemnización como expresidente; no acata y, en consecuencia, no
cobra. Los otros no se juegan un devengo sino la cárcel y, si París bien
vale una misa, la libertad bien vale un triduo, eppur' si mouve.
Acatar lo que no cabe evitar es sentido común pero, si se pretende
llevar el acatamiento a la zona de íntima de la conciencia, como hacen
las inquisiciones y está haciéndose en este caso, el fracaso está
asegurado. El acatamiento no es arrepentimiento, como sostienen los
medios. Ignoran que el arrepentimiento no es una virtud, según establece
Espinoza, porque no procede de la razón.
Ya se sabe que el camino a Ítaca es largo y está lleno de peligros y aventuras.
Mi artículo de hoy en elMón.cat, titulado Nosaltres i ells,
en el que se hace hincapié en la importancia de los dos factores que,
estando entrelazados, contribuirán decisivamente a la independencia de
Cataluña: el carácter pacífico y no violento de la República Catalana y
la internacionalización del conflicto. Esta última era el paso
imprescindible para adquirir la relevancia que permita confiar en una
intervención exterior.
Sé que mucha gente ve con escepticismo dicha
intervención no solamente por la inercia institucional de la comunidad
internacional sino también a raíz de las repugnantes declaraciones de
algunos dirigentes de la UE, singularmente su actual presidente,
Juncker.
A cambio del oropel de una sobornos de tercera (lo han hecho
premio Princesa de Asturias y doctor Honoris Causa por la Universidad de
Salamanca) este payo se ha permitido decir que algunas de las imágenes
del vandalismo policial del 1/10 son un montaje.
Faltan reflejos en la izquierda de dicha UE (si es que queda alguna) puesto que, si no fuera así, hubieran debido emplazar hic et nunc a Juncker a que, sin dilación, demuestre cuáles imágenes están trucadas y, si no aporta ninguna, a dimitir e irse a su casa.
Al
margen de las maniobras de estos políticos reaccionarios de pacotilla,
la lucha por el reconocimiento exterior de la República Catalana, la
ayuda al independentismo catalán, llegará del exterior, cuando España
haya demostrado suficientemente ser un fallido Estado fascista,
gobernado por una cáfila de ladrones y sinvergüenzas que han tenido la
feliz idea de montar una asociación para delinquir y la han llamado
"partido político".
Una vez corroborado el mayoritario apoyo a la
independencia el 21D, solo quedan dos vías: a) España y Cataluña pactan
una vía pacífica a la independencia mediada por la UE o b) la UE impone a
España una secesión pacífica de Cataluña en función del principio de
injerencia del derecho internacional humanitario que hoy reconocen los
Estados democráticos y civilizados del mundo.
Aquí, la versión castellana:
Nosotros y ellos
Si
el actual conflicto entre Catalunya y España se diera en condiciones de
vacío absoluto o, por lo menos político, el resultado sería ya un
éxito catalán sin duda. La armas, los medios de que ambas partes se
valen, siendo opuestas en significado, son tan superiores en un caso
frente al otro que la cuestión debería estar zanjada ya.
Frente
a las razones del independentismo, basadas en los derechos de los
pueblos, las sinrazones del centralismo, basadas en la servidumbre de
esos mismos pueblos.
Frente
al espíritu y la práctica de la democracia y el pluralismo, los del
autoritarismo homogeneizador que reputa peligrosa toda diversidad y una
amenaza para la perpetuación del poder tiránico.
Frente
a la cultura, el cultivo del patrimonio artístico e intelectual, la
incultura del desprecio por la memoria y por las tradiciones y
costumbres que contribuyen a forjar el espíritu del pueblo.
Frente
a la tolerancia entre las diversas creencias y visiones del mundo, la
intolerancia e intransigencia de un credo dogmático que pretende
imponerse en el ámbito externo del comportamiento y el interno de la
conciencia.
Frente
al respeto, la falta de respeto; frente a la comprensión, la
incomprensión, frente al espíritu crítico, la fe del fanático.
En
efecto, si el conflicto entre Catalunya y España se diera en el vacío,
en condiciones artificiales del debate entre las opciones y los
objetivos, la victoria del independentismo sería clara y se habría
producido hace tiempo, por lo que cada una de las partes representa y ha
representado en el pasado.
Pero
el conflicto se da en un contexto histórico concreto, con una
correlación de fuerzas específica y que condiciona las posibilidades de
cada una de las partes, sobre todo de la independentista. El
independentismo carece de aliados fuera de Catalunya en el conjunto del
Estado. Los electores españoles en su abrumadora mayoría, casi la
unanimidad, son contrarios al independentismo catalán y no hacen ascos a
la idea de que sus partidos y su gobierno recurran a medios no
ortodoxos para abordar la cuestión catalana.
Por el contrario, la mayor
fuerza del unionismo catalán se da en España, fuera de las fronteras
catalanas. Hasta el extremo de que, bien sabido es, como tal unionismo,
sería invisible e irrelevante en Catalunya si sus actos no se nutrieran
de levas en España a base de autobuses y bocadillos.
La
fuerza del independentismo catalán reside en su propio pueblo, en su
ciudadanía, que no debe ni puede esperar apoyo o solidaridad dentro de
la península, salvo casos específicos y nada seguros.
De
ahí que esta fuerza, que crece a medida que se acercan las elecciones
del 21D tiene que mantener celosamente y sin desfallecimiento alguno su
carácter de revolución pacífica y no violenta. Porque solo el
escrupuloso respeto a los principios de la desobediencia civil,
continuará funcionando como el elemento decisivo del independentismo, su
fuente de legitimación y su lazo de unión.
Pero
sobre todo será la base desde la que pueda articularse la única ayuda
que el pueblo catalán va a recibir y la única que garantizará su triunfo
definitivo, que es la intervención exterior. Esta ha comenzado ya a
articularse gracias a la internacionalización del problema propiciado
por el exilio de Puigdemont en Bruselas y es la verdadera garantía que
acabará obligando al Estado a una negociación a partir del 21D y según
como sean los resultados.
Por
eso, dichos resultados deben ser en la medida de lo posible, superiores
a los anteriores pero no debe olvidarse que, por muy superiores que
sean, no servirán de nada si el movimiento cae en alguna provocación del
Estado y rompe su comportamiento pacífico.
Únicamente
esta firme acción no violenta garantiza el imprescindible apoyo
exterior, ya que el independentismo nunca tendrá fuerza suficiente para
enfrentarse en este terreno con el Estado. Su fuerza será siempre moral
pero, siéndolo, dará pie a la invocación del derecho de injerencia en
función del derecho internacional humanitario en el caso de que el
independentismo no reciba el trato democrático y respetuoso que el
Estado está obligado a dispensarle.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED