La primera vez que fui consciente de que había una parte importante
de la sociedad catalana que, por decirlo de buenos modos, no respiraba realidad fue con ocasión del entierro-manifestación de Ernest Lluch.
Ante muchos miles de ciudadanos que cubrían el paseo de Gràcia
barcelonés, la periodista radiofónica Gemma Nierga lanzó una proclama de
actualidad aún rabiosa: exigió a los políticos que negociaran. Grandes aplausos.
Tengo viva en mi memoria la indignación que me causó entonces y la
que se fue acumulando a lo largo del tiempo. Una periodista, ejerciendo
de poder político teñido de civilismo "buenista" --cuando aún no se
usaba esta palabra-- les pedía a los presentes que "dialogaran" con ETA. Luego vino lo que vino, y de haber seguido la consigna aún estaríamos con los muertos y los atentados,
y las almas buenas seguirían con las mismas sugerencias, siempre y
cuando no afectaran a su tribu.
Porque si algo hemos aprendido es que
hasta en las sociedades más desarrolladas la vinculación a la tribu
sigue siendo algo intangible, de tan arraigado. ¿Acaso han olvidado que
mientras Carod-Rovira, amén de líder de Esquerra Republicana, ejercía
de vicepresidente de la Generalitat del Tripartito, pidió a ETA en vivo y
en directo que no hubiera atentados en Cataluña? Como los de fuera no
eran de la tribu, la cosa no debía entrar en sus inquietudes. Quizá sea
esto a lo que se denomina "dialogar" en términos políticos.
Lo que está ocurriendo en Cataluña no tiene nada que ver con ETA pero tampoco con esa falacia de "la revolución de las sonrisas", porque hasta los graciosos de turno se han vuelto agresivos. Una disidencia en la Cataluña de hoy tiene un precio de violencia, y ahí están las agresiones a personas, a medios de comunicación, o los despidos. ¿Se acuerdan de cómo empezó el caso Palau?
¿Acaso fue la ciudadanía, o los partidos, no digamos ya los medios de
comunicación, los que sacaron a la luz la estafa? Punto por punto, como
el PP, con la diferencia de considerarnos la tribu preferida de los
dioses. La salud democrática de una sociedad se mide por sus silencios tanto como por sus mentiras; aquí y en Sicilia.
Nosotros estamos viviendo las secuelas de un golpe de Estado fallido. La cesada Generalitat se saltó la legalidad, no sólo la del Estado sino la suya. Causa pasmo la desvergüenza del detenido y subvencionado presidente de la ANC, Jordi Sànchez,
cuando a preguntas del juez admite que era consciente de que incluso la
pantomima de referéndum en cajas chinas era ilegal y que esperaba que
sus consecuencias fueran las de todas las actuaciones ilegales
anteriores, es decir, ninguna.
Lo que mucha alma cándida del diálogo y las sonrisas con lacito no
capta es que de triunfar los talibanes del independentismo tendríamos
que ir al exilio. Lograron echarnos de nuestros trabajos con un eco social nulo. No éramos de la tribu y ellos respetaban la omertà.
En definitiva consideraban que estábamos ante una demanda social, la de
la exclusión y el reparto entre los jefes de la manada. Nada hay más
diferente a un político en la cárcel que la figura del preso político.
¿O se creen que iban a tener piedad alguna hacia el adversario
doméstico?
Volvamos pues al punto clave. ¿A qué llamamos ahora dialogar?
A conseguir una tregua en una pelea que ellos iniciaron y en la que se
sienten perdidos y derrotados. Vivimos en el Estado más corrrupto de
Europa occidental, con una clase política que parece haber hecho un
casting de incompetencia --cada vez que escucho a Zoido, supuesto
ministro de Interior, me tiemblan las carnes o me da el vómito-- ¿pero
qué decir de los sórdidos Turull, los Tardà y sus trabalenguas, o Puigdemont,
el hombre que ha soñado ser emperador de Barataria? No me ensaño con
Junqueras y su apelación a la Virgen María como argumento de bondad ante
la marrullería de cómo preparó el golpe fallido. Ni siquiera alcanzan a
jefes mafiosos de la tribu, sólo sicarios crecidos en el oasis pujoliano, del que esperaban salir exitosos y con patrimonio.
¡Cuánto mejor hubiera sido una campaña! ¡Amnistía para Pujol
y familia! Seguida de una coda, "¡a ninguno le cabía imaginarlo y eso
que llevaban años trabajándolo!". El pueblo, digan lo que digan los
libros que escriben los amanuenses, no tiene casi nunca razón cuando
elige a sus líderes, pero los soporta muy bien si saben repartir las
prebendas entre la tribu.
No hay otra alternativa que volver a empezar, limpiar lo más
llamativo y taparse la nariz por los olores que desprenden las
barretinas y el Estado. Nunca tuvimos suerte en esto de la política;
siempre nos tocó movernos entre basuras.
(*) Escritor e historiador